Dissabte, 1 de novembre de 2025



Castellano  


50 años sin Pasolini: tres obras que intentan aclarar el asesinato
31/10/2025



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Este domingo, 2 de noviembre, se cumplen 50 años del asesinato del director italiano Pier Paolo Pasolini. 


Un asesinato jamás aclarado, aunque un tribunal condenó al joven, entonces, Pino Pelosi e incluyó en la sentencia a unas innominadas “otras personas” que supuestamente habrían intervenido en el crimen. Diversas teorías apuntan a una trama de delincuentes y militantes de extrema derecha como responsables de la muerte. Reconstruimos los últimos días de Pasolini tal y como los han contado la biografía del director escrita por Miguel Dalmau, ‘Pasolini, el último profeta’, y dos películas de ficción, ‘Pasolini’, de Abel Ferrara, y ‘Pasolini, un delito italiano’, de Marco Tulio Giordana. Sobresalen entre otros intentos fallidos de aclarar lo que aún permanece en sombra. Una palabra última, irrevocable sobre quién y por qué mató al autor de ‘El evangelio según san Mateo’. 


“Ahí se sentó Pasolini. Y ahí, Pelosi”, dice Roberto Panzironi señalando una mesa rectangular de mantel de cuadros rojos y blancos en una sala de techos altos y suelos de losetas granates.  


El regente del restaurante Al Biondo Tevere no los vio en realidad aquella noche del 1 de noviembre de 1975. Se lo contó su padre Vincenzo, el propietario entonces de esta casa de comidas de Roma. Panzironi, que en aquella fecha tenía 18 años, había salido. 


Pero hoy sigue relatando esos momentos a quien le pregunte. A nosotros, por ejemplo, los dos únicos turistas que cenan en esta sala de zócalo enmaderado y paredes blancas cubiertas de recuerdos: carteles, placas, fotografías. De Pasolini, claro. 


Es lo más cerca que uno puede estar de él. Un ectoplasma en aquel lugar. La presencia invocada del nombre. La cena en ese lugar cumple mi pequeña, banal, mitología pasoliniana. Uno confunde determinados momentos de su vida con la experiencia de las películas de Pasolini, formas poéticas de exaltación o, tangencialmente, de envilecimiento de la vida, o de la lectura de sus textos inflamados de rabia contra el consumismo, la televisión, contra un desarrollismo que mataba formas ancestrales de existencia de su país. 


Entonces me dejaba llevar por una fascinación física, por la fuerza bruta, a veces justa, a veces arbitraria, de su discurso, a la vez que notaba una difusa insatisfacción. Como si me resistiera a verlo completo. Pero luego volveré a ello. Sigues ahora los últimos pasos del caído.


Al Biondo Tevere fue una de las paradas de la última noche de Pasolini. Él tomó una cerveza; Pelosi, espaguetis y pechuga de pollo. Alguien los vio más tarde en una gasolinera. Después, un vacío hasta que, a la mañana siguiente, una mujer, María Lollobrigida, se topó con el cadáver del cineasta en un descampado sucio, al lado de una pista de fútbol terrosa, junto a unas chabolas próximas a la playa de Ostia. 


El 30 de octubre había concedido una entrevista en Suecia al periodista Philippe Bouvard (y con este encuentro comienza la película de Abel Ferrara Pasolini, de 2014). De allí viajó a Francia y el 1 de noviembre aterrizó en Roma. ¿Qué hizo ese día? Ferrara recrea la jornada que pasó el cineasta (interpretado por Willem Dafoe) con su madre Susana y su prima Graziella, con quienes vivía, con su amiga la actriz Laura Betti, con amigos, con el periodista Furio Colombo, que lo entrevistó para el diario La Stampa. El director de Pasolini condensa esta conversación periodística en unas frases premonitorias pronunciadas por el artista italiano, como las que van indicando la cercanía de la muerte del personaje de Santiago Nasar de Crónica de una muerte anunciada: “Yo pago mis experiencias en mi propia piel”; “todos estamos en peligro”; “el deseo del infierno de dar palos y agredir, de matar, adquiere hoy más fuerza”. Ya por la tarde, Pasolini se arregló y salió. Cenó con su amigo el actor Ninetto Davoli y su esposa. Luego “cada uno se fue por su lado. Paolo a su casa y yo a la mía”, declaró Davoli, tal y como lo recoge en unas imágenes documentales Marco Tulio Giordana en Pasolini, un delito italiano. 


Pero Pasolini tomó otro rumbo. Aquella noche, como otras similares, buscaba sexo. Conduciendo su Alfa Romeo se acercó a la Estación Termini. Habló con unos muchachos que aguardaban o se entretenían allí y se decidió por uno, un menor de 17 años, Giuseppe Pelosi (interpretado en la película de Giordana por Carlo De Filippi), un “inmaduro”, según diagnosticó posteriormente un perito forense. ¿Conocía Pelosi al director italiano? No, declaró a la policía. Sí, le contradijeron sus colegas. 


Tras la cena en Al Biondo Tevere y de parar en la gasolinera, abandonaron Roma en dirección al Idroscalo (hidropuerto) de Ostia, a unos 30 kilómetros, donde Pelosi, según confesó a la policía y al juez, mató a Pasolini y huyó en el coche del director. 


La hora es imprecisa, pero el asesinato debió producirse pasada la medianoche. A la 1.30 una pareja de policías detuvo a Pelosi después de que este hiciera una maniobra extraña con el coche. Una vez hallado el cadáver y conocida su identidad, y establecida la relación de Pelosi con el muerto a través del Alfa Romeo, Pelosi revelará a los agentes, tal y como lo filma Giordana, cómo Pasolini le había requerido sexo en el coche, cómo había salido él, Pelosi, del vehículo, cómo Pasolini le había seguido y había querido forzarlo, cómo él se había resistido y Pasolini, furioso, había empezado a pegarle violentamente, y se defendió con un palo y lo dejó maltrecho, cómo Pasolini había echado a andar cubierto de sangre y él se había montado en el coche y había atropellado al cineasta pasando por encima de su cabeza.


La exactitud del relato, su coherencia parecía transparente, abocada a una rápida resolución. Sin embargo, en la misma mañana que dieron con el cadáver, los hechos, aparentemente sólidos, empezaron a agrietarse, perdieron consistencia y cayeron en una zona de sombra y dudas, de contradicciones e indicios de una anomalía que fue creciendo descontrolada. 


“Eran cuatro o cinco. Él gritaba ‘¡Mamma, mamma, mamma!’”, le contó un testigo en aquel descampado al periodista Furio Colombo. Otra periodista, Oriana Fallaci, recogió el testimonio de un menor que implicaba a dos motoristas. “Es una historia de homosexuales y nada más”, le dijo al investigador de la policía su jefe. 


Las voces que sugerían una conjura se esparcieron en diarios, radios y televisiones: “Resultaba incómodo para la sociedad; por eso lo han matado”. “Fueron los fascistas, aliados con la gente de la mala vida”. “Ha sido una decisión de hacerlo callar para siempre”, declara su amigo y director Bernardo Bertolucci en otra de las imágenes documentales que Giordana inserta en su ficción.


En su biografía pasoliniana, Miguel Dalmau se hace eco de esa conjura. A Pasolini y Pelosi los siguieron esa madrugada una pareja de jóvenes en moto y cuatro personas en otro coche. Dalmau recoge el testimonio de un inmigrante del Este que en el momento del crimen vio que varias personas acosaban en la explanada de Ostia a un hombre (Pasolini). “Vi un coche de la policía y otros coches. Y la policía no hizo nada”. 


Fueron, concluye Dalmau tomando la información de la periodista Simona Zecchi, seis personas, y hubo trece implicados entre criminales de poca monta y la extrema derecha. 


De manera que la dimensión del crimen fue aumentando hasta que pudo reconocerse la forma de eso que Giordana denomina, como su película, delito italiano, vale decir un cierto tipo de asesinato propio de Italia (oscuro, confuso, irresoluble) bajo el que pujaban fuerzas políticas, sociales, criminales, en lucha entre sí y que podían llegar a mezclarse en una alianza de intereses. 


Sobre esas fuerzas iba escribiendo Pasolini en su novela, inédita entonces, Petróleo, una denuncia tóxica contra la corrupción social, contra la clase política e industrial en un momento, como apuntó la crítica Carla Benedetti, de “transición de un poder clerical-fascista a un nuevo poder multinacional, tolerante y mafioso-criminal”. 


La novela señalaba directamente a sus responsables. Era más explícita que sus febriles, hirientes artículos de combate que llevaba publicando años contra esas mismas gentes en los diarios. Como había escrito en agosto de ese 1975, había perdido toda confianza en la clase política. No salvaba ni a los comunistas, “cuya moralidad no ha servido de nada”. Ni desde luego a los democristianos, que “deberían ser llevados al banquillo de los acusados” por desviar dinero público, usar ilegalmente información secreta, pactar con petroleras, industriales y banqueros o colaborar con la CIA.


Abel Ferrara asume en Pasolini la teoría del crimen múltiple, y así lo registra: tres jóvenes surgiendo de la oscuridad en el descampado de Ostia como tres homófobos fanáticos que sorprenden al cineasta y a Pelosi, pero golpearon salvajemente solo a aquel, mientras este observa inmóvil la agresión. 


Giordana rueda la versión de Pelosi, como único responsable, pero también la del forense que testificó en el juicio contra Pelosi. Lo que este contó, dijo, era poco verosímil. Las graves lesiones que sufrió Pasolini eran incongruentes con las armas (dos palos endebles) que empleó Pelosi. Y de la abundancia de la sangre derramada y del barro que cubría a la víctima quedaron restos mínimos en las ropas del agresor. Él dice que se lavó, pero cuando lo detuvo la policía las ropas no estaban húmedas. Para el forense, a Pasolini lo atacaron otras personas, también de aspecto juvenil como los filma Giordana, esas “otras personas”, innominadas, que quedaron como signos negros en la sentencia que condenó a Pelosi a nueve años de cárcel. Y solo ahí se conservan. Tres intentos posteriores de reabrir al caso fueron rechazados por los jueces.


En la calle Eufrate del barrio de EUR, alejado del centro de Roma, se suceden unos pocos edificios de tres plantas de apartamentos, rodeados de jardín y altos árboles protegidos por muros de piedra. En el número 9 habitó Pasolini desde 1963 hasta el 1 de noviembre de 1975, cuando en la tarde avanzada salió definitivamente. Una placa dorada en el suelo lo recuerda. “Aquí vivió con su amada madre Pier Paolo Pasolini”. 


No hay nadie cuando caminamos, nosotros (T. y yo), turistas, una mañana de hace casi un año por la calle Eufrate. Otra presencia invocada en vano. Una ilusión, la cercanía abstracta a Pasolini, que dura hasta que nos alejamos de allí. Retengo esa imagen de la calle, de los edificios para incorporarla a mi memoria pasoliniana, al lado de otros nombres y el oro que contienen: Mamma Roma, Accatone, Encuesta sobre el amor, Las cenizas de Gramsci, Escritos corsarios, El olor de la India, La larga carretera de arena… Leo en Dalmau, veo en Ferrara y Giordana las dos vidas de Pasolini a las que me asomo como a un abismo, seducido y repelido: la de quien iba a morir de aquella muerte concreta y sus circunstancias y la del vivo que subsiste en lo que hizo.


Estos tres autores, pero sobre todo Dacia Maraini, la escritora amiga del cineasta, me dan una explicación sobre la fuerte atracción y el rechazo que me produce Pasolini. Aunque no es estrictamente rechazo, pero sí un modo de lejanía, de separación, de inaprensibilidad. “Con Pasolini”, escribe Maraini, “se estaba bien incluso en silencio. Era un hombre cultísimo, pero no creía en la razón. Creía en los sentidos, en el instinto. No creía en la historia. Creía en la catástrofe”.





   
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