Dijous, 31 d'octubre de 2024



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Veinte años sin Maria-Mercè Marçal
acec21/6/2019



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La Associació Col·legial d’Escriptors de Catalunya (ACEC), que preside David Castillo, organizó los pasados 28 y 29 de mayo unas jornadas para recordar a Maria-Mercè Marçal, de cuya muerte se cumplirán veinte años el próximo 5 de julio. El homenaje contó con Lluïsa Julià, biógrafa y principal estudiosa de Marçal; Marta Pessarrodona, flamante Premi d’Honor de les Lletres Catalanes; Ramon Pinyol, marido que fue de la autora y compañero suyo en la fundación de Llibres del Mall, y el escritor Miquel de Palol. Cerró los actos Heura Marçal, hija y presidenta del patronato de la Fundació Maria-Mercè Marçal, que vela por la memoria y la difusión de la obra de la poeta.


La muerte de Marçal, a los cuarenta y cinco años, tan fuera de tiempo como la de Montserrat Roig, las salvó, no obstante, del envejecimiento. Permitió que sus retratos continúen mirándonos por siempre jamás con ojos de reto y maravilla. Los ojos intensos de la juventud con los que enamoraron a los dioses, que no permiten que sus elegidos vivan más allá de los límites en que la belleza física empieza a declinar.


En el caso de Maria-Mercè Marçal, tal vez serían las hadas las que en el momento de su nacimiento establecieron un pacto secreto con la luna y por eso la casta diva –no en vano la voz prodigiosa de Anita Cerquetti nos acercó el aria de la ópera Norma en la ceremonia de su despedida, lo recuerdo muy bien– la vino a buscar para esconderla bajo su cobijo y permitirle vivir acurrucada entre sus brazos allá arriba, en un cielo nocturno, indudablemente femenino.


La luna es una presencia constante en los libros de Marçal, desde el primero, de título tan explícito, Cau de llunes (1976). Aunque menos evidente en los últimos poemas de Desglaç (1988), dedicados a Fina Birulés, su compañera de los últimos años, recorre con sus fases toda su producción, reunida en Llengua abolida (1973-1988), y preside su metamorfosis vital, la que la llevó a decantarse por la amistad y el amor por las mujeres, una opción manifestada con coraje, que unifica desde principios de los años ochenta su trayectoria vital y literaria.



El erotismo lésbico, sin precedentes en la historia de la poesía catalana, invade Terra de Mai (1980), un libro magnífico en el que utiliza la sextina. Esa forma métrica de larga tradición medieval, reiterativa y claustrofóbica, obliga a rimar las mismas palabras. Palabras repetidas que se avienen perfectamente con la pasión amorosa obsesiva que las quince sextinas manifiestan. No en vano el libro nace del enamoramiento de Marçal por otra mujer, que en el momento en que fue vivido y escrito constituía una transgresión de la que se hacen eco los poemas.


No sé si el hecho de amar a las mujeres, después de haber amado también a los hombres, llevó a Maria-Mercè Marçal a interesarse por la literatura femenina y motivó que tradujera, casi en exclusiva, textos de mujeres: Colette, Yourcenar, Gorenko, Tsvetáyeva, Ajmátova, estas dos últimas en colaboración con Monika Zgustová. También a buscar vínculos con sus antecesoras genéricas: Salvà, Arderiu, Leveroni o Pauline Mary Tarn, la poeta inglesa que escribió en francés bajo el pseudónimo de Renée Vivien. O fue, tal vez, a la inversa: el descubrimiento del amor por sus iguales vino después de la toma de conciencia feminista, como forma de absoluta reivindicación que iba más allá de las palabras y se hacía cuerpo propio, carne y sangre. Precisamente su única novela, La pasión según Renée Vivien (1994), es una investigación sobre la vida de la poeta lésbica en el París de principios de siglo XX.


Marçal, en su juventud militante del PSAN, partido marxista e independentista, fue cambiando esta lucha por la feminista y se esforzó por reivindicar la lengua abolida de las mujeres. Bordó en el tambor de luna llena de los poemas las palabras de los trabajos y los días femeninos. Utilizó palabras dulces, de filigrana finísima en encajes delicados, y palabras hirientes y amargas con referencias a las labores cotidianas: las bayetas, los estropajos y cubos del guerrero –¿o era acaso guerrera?–. Al azar agradecerá por siempre jamás tres dones, pero más especialmente el primero, en su Divisa inolvidable, “Haber nacido mujer, de nación oprimida y clase baja”, cuando, después de diez meses de luna, nazca Heura Marçal, su Victòria, como recuerda en el poemario La germana, l’estrangera (1985).


A partir de la poesía de Marçal el tratamiento del tema de la maternidad será diferente en la poesía catalana, alejándose del condimento azucarado de tantos versos jocfloralescos que han cantado el amor materno-filial. Nadie hasta Marçal se ha referido de manera poética a la sensación de la continuidad de la propia carne en una carne ajena que implica un hijo o una hija, ni a la relación que establecemos madres e hijas de plenitud y carencia, de luz y sombra o incluso de orfandad y desarraigo: “Como si un tiburón me arrancara una mano / y a continuación me escupiera en la playa”, escribió para explicitarlo, con un deje de ­Ausiàs March.


Los méritos literarios de Marçal son muchos y son además incuestionables. Haría ­falta que, al menos, con motivo del aniver­sario de su muerte, el ejemplo de la ACEC fuera imitado por otras instituciones para acercar a los lectores una de las obras poéticas más importantes e innovadoras de la poesía catalana del siglo XX.ç


Carme Riera
La Vanguardia


   
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