Dijous, 31 d'octubre de 2024



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Almudena Grandes, el tren que llegaba a la hora
acec27/11/2021



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El viaje literario de Almudena Grandes fue siempre tan regular e impecable que devino rutina para el circo de lo novedoso y los titulares resultones de otros colegas de escudería y generación


Almudena Grandes, para sus lectores, era un tren que siempre aparecía a su hora y te llevaba a la estación que anunciaba. Sin sorpresas ni sobresaltos. Era una escritora con un plan y un respeto absoluto por el oficio. Historiadora de formación era una novelista con lectores que la seguían entrega tras entrega como anuarios de una memoria pasada y que, ella, con solvencia e infalibilidad, rescataba del olvido primero de la dictadura y después, de la transición.


El viaje literario de Almudena Grandes fue siempre tan regular e impecable que devino rutina para el circo de lo novedoso y los titulares resultones de otros colegas de escudería y generación. Grandes no estaba para distracciones fútiles ni peleas en el barro de Twitter o de tertuliana por radios o televisiones. 


Todo el mundo sabía qué podía encontrar en sus libros y en sus artículos de opinión pero su rigor y resortes hacía que, de todas maneras, los leyeras. Casada con el escritor Luis García Montero, escribiendo columnas en El País , siendo del Atleti y publicando en Tusquets. Todo estaba en su sitio desde siempre y todo parecía estar en su lugar. Su compromiso político, su sesgo ideológico, su talento literario y su oficio de escribidora parecían haberse caído en una marmita al nacer. Eran inamovibles y ajenos a ser asaltados por premios, sorpresas o traiciones.


Llama la atención –al encontrarse uno con la noticia de su fallecimiento– lo joven que era: 61 años, para alguien que llevaba décadas con rango de escritora tan fuera de debate que hiciera que ya no apareciera en los radares de la excelencia. Pocos colegas la mencionaban y, no sé si a ella le importaba eso o no, pero lo cierto es que Almudena Grandes fue ganando muchos lectores y perdió pocos en el camino. Lectores que no pretendían estar pendientes de nuevas tendencias, ni querían ser escritores ni guionistas ni tampoco que se les descoyuntara el esqueleto de su autor favorito danzando el baile de la juventud de moda. 


Y así, cada dos o tres años, por lo general, en febrero, su mes favorito para sacar novedad, les entregaba un libro bien trabajado, incontestable, sin errores ni locuras, nunca despeinado, un tren a su hora.


A medida que pasen febreros sin obra suya, que no leamos su opinión semanal en el diario, ni sepamos que sigue en el mismo sitio, defendiendo lo mismo, vamos a echarla mucho de menos. Su muerte, tan prematura, no estaba dentro del plan. Ni el suyo ni el nuestro.





   
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