Dijous, 31 d'octubre de 2024



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Liternatura’: algo más que animalitos
18/3/2024



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De las culturas latinoamericanas a la española, nuevas crónicas, ensayos y novelas invitan a repensar la naturaleza en tiempos de emergencia climática cuando se conmemora el centenario del clásico ‘La vorágine’, del colombiano José Eustasio Rivera


Al principio, La vorágine es una historia de huida: Arturo Cova escapa con su amada Alicia del terrateniente que la pretende. Luego, ella es secuestrada y Arturo se interna en la selva amazónica emprendiendo una odisea violentísima en los dominios de los caucheros. Esta historia, considerada la novela nacional de Colombia y escrita por José Eustasio Rivera, cumple ahora 100 años de su publicación. Para conmemorarlo, el Ministerio de Cultura colombiano ha anunciado varias acciones, incluido el lanzamiento de la Biblioteca La Vorágine, integrada por 10 títulos que reflexionan entorno al libro y su contexto.


El propósito es visibilizar una historia que “fue criticada y escolarizada como novela de aventuras y no como lo que es: un intento de dar cuenta del horror sufrido por los indígenas que extrajeron caucho y fueron esclavizados y asesinados”, dice el ministro de Cultura, Juan David Correa, que también está impulsando unos “territorios bioculturales” para promover narrativas que pongan a la naturaleza en el centro. Es lo que Rivera hizo en La vorágine, desplegar la biodiversa exuberancia del mismo espacio que destrozaban los buscadores de látex. Para el ministerio, es la hora de no cerrar más los ojos, ni al terror ni a las potencias naturales.


Sara Jaramillo no los cerró. A su padre lo mataron cuando tenía 11 años, y de adulta escribió un libro a propósito, Cómo maté a mi padre. Tras el asesinato, Jaramillo creció en su casa a las afueras de Medellín, caminando descalza por el monte, leyendo en unos jardines cada vez más descuidados. En su novela Donde cantan las ballenas, una excéntrica familia vive aislada en las montañas. El padre, escultor de ballenas, abandona la casa. La vegetación crece sin control, la madre habla con las piedras y el hermano de Candelaria, la protagonista de 12 años, cultiva hongos alucinógenos. La naturaleza se expresa rotunda creando un entorno con ecos de Macondo.


La literatura colombiana destaca entre las más conectadas a su naturaleza, apostando en general por la novela, que tiene en Juan Cárdenas a un virtuoso. En Peregrino transparente, Cárdenas sigue la pista de Henry Price, pintor inglés involucrado en una expedición científica que muestra cómo se educan el ojo y los deseos de un artista empapado de arroyos, frondas, vaguadas. El propio libro contiene la sensibilidad que Cárdenas narra: sobrio y cristalino, elegantemente intenso, su fraseo y su vocabulario deslumbran.


Con buena parte de la intelectualidad volcada en las ciudades, la lengua española se ha ido alejando de los sustantivos asociados a la naturaleza no urbana, y encontrar a quienes los emplean bien impacta como un descubrimiento. Estos hallazgos menudean últimamente en Colombia, donde se reproducen los autores que acuden al arte para reivindicar lo salvaje no humano después de tantos años oscuros.


El amansamiento de la guerrilla y el narcotráfico parece haber alentado la llamada (narrativa) de la selva. Y del llano. Y de la cordillera. Y del río. El Magdalena, por cierto, tiene en el etnobotánico Wade Davis a un referente imperdible. En El río, Davis comprime 14 años dedicados a seguir el rastro de su mentor, Richard Evans Schultes, que durante décadas estudió la flora regional. Schultes localizó El Dorado de los alucinógenos en el valle de Sibundoy, ensalzó el valor de la coca e identificó más especies que nadie. El pasaporte canadiense de Davis no impide que se le visualice casi como un creador colombiano, e invita a pensar en Alexander von Humboldt.


La corona española financió la expedición americana que hizo del naturalista leyenda, pero como Von Humboldt criticó el esclavismo colonial y espoleó a libertadores, su apellido se desterró. ¿Por qué no recuperarlo? En Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, William Ospina nos lo arrima biografiando novelescamente al alemán.


Apegado a la no ficción, Santiago Wills prepara un libro sobre el jaguar que le ha llevado de Arizona al Mato Grosso. Le obsesiona. Ya publicó la novela Jaguar pero ahora persigue “dar voz” a todos los jaguares de América. Quiere tantear fórmulas narrativas que permitan “escucharlo”. Más o menos como ha hecho María Ospina en Solo un poco aquí, novela por la que ha recibido el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. En ella, Ospina adopta la óptica de una puercoespín o una tángara para describir su mundo y el de los humanos alrededor… tras inaugurar el libro con una cita de El coloquio de los perros de Cervantes, porque el deseo hispano de dialogar con otras especies viene de lejos.


Este premio coincide con los varios recibidos en 2023 por la española Pilar Adón, autora de De bestias y aves, evidenciando el reconocimiento a este tipo de literatura más allá del cajón de lo infantil o lo bucólico al que se ha asociado durante años. De hecho, en 2022, el Encuentro de Escritores y Críticos de Verines, Asturias, se dedicó por primera vez en cuatro décadas a la literatura de naturaleza. Allí fue significativo observar la importancia que han tenido los filósofos para mantener esta llama en España.


Jorge Riechmann es una figura capital. Desde el ensayo, el periodismo, la poesía… su visión ecosistémica se refleja en hitos vanguardistas como Mudanza del isonauta, libro de aforismos con mucho de manifiesto atestado de propuestas y desafíos para repensar nuestras naturalezas. Y la filósofa Marta Tafalla empieza su Ecoanimal advirtiendo sobre la ausencia de olfato que condiciona su sensorialidad antes de acometer una absorbente exploración sobre por qué hemos arrinconado a la naturaleza de nuestro pensamiento creativo, señalando a Hegel como instigador: “Defendió que la estética debía abandonar la reflexión sobre la naturaleza y concentrarse exclusivamente en la creación artística”.


Desde entonces, viene a decir Tafalla, Occidente ha tendido a marginar los relatos sobre naturalezas no humanas reduciéndolos a un tema científico, considerándolos tan ajenos a lo superior-civilizado que no merecían ni una crítica literaria. En ese contexto, tienen especial mérito autores como Julio Llamazares, Alejandro López Andrada o Joaquín Araújo, que persistieron en territorio hostil.


Otros autores españoles de liternatura imprescindibles son Antonio Sandoval, con un ¿Para qué sirven las aves? que despierta al mundo de la ornitología encadenando historias tan asombrosas como cercanas, incluso de las estadísticas extrae belleza, espeluzno o emoción. El antropólogo Santiago Beruete, autor de libros sobre nuestra relación con, literalmente, la tierra —Jardinosofía, Verdolatría, Un trozo de tierra—, se aúpa como faro de revoluciones naturalistas, basta ver cómo titula. Libros que por cierto dialogan bien con El tercer paraíso, protagonizado por un escritor jardinero, que le valió el Premio Alfaguara 2022 de novela al chileno Cristian Alarcón.


Y resulta apasionante la puerta que por fin se abre desde la ciencia, con el arqueólogo Jordi Serrallonga exprimiendo el conocimiento adquirido en Galápagos o las sabanas tanzanas para hablar sobre cómo evolucionan desde tortugas a mariposas en su Dioses con pies de barro; el biólogo Enric Sala presentando La naturaleza de la naturaleza, donde aborda la actualidad de mares y océanos, o el director del Laboratorio de Inteligencia Mínima, Paco Calvo, que en Planta sapiens aparece colocando electrodos a tomates para demostrar la inteligencia de las plantas. Si bien cabe resaltar que Sala reside en Estados Unidos y Calvo escribió el libro en inglés cuando vivía en Escocia.


Llama la atención que, hasta 2018, siempre que aludíamos a un libro sobre naturaleza dijéramos “un libro de nature writing”. El uso de una expresión foránea manifestaba la distancia existente entre literatura y naturaleza en el ámbito de lo español. Aspirando a recortarla, la periodista Emma Quadrada y yo propusimos una palabra de proximidad: liternatura. Hoy, a su alrededor crecen festivales internacionales, clubes de lectura, residencias literarias, secciones en librerías y bibliotecas, editoriales… y, junto a las personas que se vinculan, nos preguntamos ¿por qué países con impresionantes espacios naturales no han generado una sólida liternatura?


En España, la desbocada especu­lación inmobiliaria de los años sesenta convirtió a la naturaleza en un recurso turístico eliminando cualquier narrativa que no apuntara al dinero… y la mayoría de intelectuales asumieron olvidarse de los seres y elementos que mantenían el negocio a flote. Como el agua. ¿Por qué una península con dos archipiélagos magníficos casi no tiene literatura reciente sobre el agua?


En gran parte de Latinoamérica, escribir con un cierto realismo sobre espacios naturales es jugarse la vida, de manera que muchos imaginarios se han ido apartando de esos universos por miedo. Además, un gran número de escritores son urbanos. Entre ellos se cuentan muy pocos indígenas, los que mejor podrían contar tantas cosas, también condicionados por su tradición oral. El peruano Joseph Zárate supone una fenomenal excepción, porque ha convertido Guerras del interior en lectura inexorable para entender qué ocurre con la madera, el oro y el petróleo en aquel país. Nieto de una mujer de la comunidad kukama kukamiria que se mudó temprano a Lima y pasó la vida esperando volver a la selva, Zárate escribió este libro para explicarse a sí mismo, y para entender el país donde siete de cada diez conflictos sociales son causados por la explotación de recursos naturales.


La última edición del festival Centroamérica Cuenta reunió a varias —la mayoría eran mujeres— periodistas medioambientales de países centroamericanos. Un buen número estaban exiliadas o amenazadas. Constatando que se libra una guerra física que pasa por la narrativa, la brasileña Eliane Brum subraya en su reciente La Amazonia la urgencia de cambiar la idea de “centro” y desplazarlo de las metrópolis a la mayor selva tropical del planeta, el auténtico centro del mundo actual. Defiende que, si muchas periferias pasan a ser el nuevo centro, el relato global cambiará.


En Ecuador, Natalia García Freire, que ha crecido en las montañas con una abuela jardinera y sabe lo que es la presión de las multinacionales, reclama respeto con novelas inquietantes tocadas por una poesía oscura en las que lo natural palpita como fuerza curativa y transformadora, aunque a menudo letal. Y, en Un verdor terrible, el chileno Benjamín Labatut también explora tinieblas añadiendo el mundo subatómico al debate literario. Combinando historia, ciencia, periodismo y fantasía, este coleccionista de científicos e infinitos enfoca a naturalezas que la literatura casi no había contemplado, incitándonos a intuir tanto el grandioso potencial humano como las invisibles fuerzas que nos superan conduciéndonos por agujeros sinuosamente abstractos hacia la luz… electromagnética. Y, atraído por los vacíos, revela: “Una de las cosas que siempre me han sorprendido de Chile es la aversión que sentimos por la cordillera. No habitamos las montañas”.


Sin embargo, en Las tierras desubicadas, la historiadora bonaerense Graciela Silvestri explica muy bien cómo multitud de geógrafos, etnólogos, arqueólogos y paleontólogos fueron seducidos por la espectacularidad de las alturas, ganados por el andinocentrismo que convirtió a la montaña en la estrella del estudio naturalista. A saber si esto ha repercutido en el imaginario argentino, plagado de vastedades llanas, pero es curiosa la actual escasez de liternatura allí, con ese delta del Tigre y esas pampas antaño tan bien escritas. Con Haroldo Conti o William H. Hudson —aunque escribiera en inglés, creció pampeano— elevando míticamente al humedal, los gauchos, los caballos.


Hoy, Selva Almada respira los aires de Conti con, entre otras novelas, No es un río, en la que el monte, las casuarinas, el barro son escenario-protagonista de las tensiones límite entre isleños y pescadores. Menos beligerante resulta Mariana Travacio, cuya Quebrada expone cómo el aislamiento rural complica la vida de un matrimonio que debe decidir si sale en busca de su hijo desaparecido. Y ambas se conectan a través de la ficción con la española Txani Rodríguez (La seca).


México filtra una prometedora hornada que incluye a Andrés Cota Hiriart, zoólogo hiperlector cuyo Fieras familiares guarda aires de Gerald Durrell. Cota igual sorprende a su madre en la ducha apareciendo con una pitón que describe cómo depreda el ajolote, iniciándonos al día a día de animales más bien raros con un seductor desparpajo ilustrado. Animales a los que Isabel Zapata interpela desde las poesías más sugerentes en, por ejemplo, Una ballena es un país. Y Jorge Comensal orienta Este vacío que hierve al incendio del parque Chapultepec que mató a buena parte de animales del zoo para suscribir que todo, o mucho, está conectado, y entender esto ayuda a conservar lo vivo y mineral.


Los tres mexicanos participarán en alguno de los festivales Liternatura que este año se van a celebrar en Honda (Colombia) y Los Ángeles. Encuentros donde se hablará de obras magníficas que abordan los temas más candentes y por eso atraen a nuevos públicos hacia narraciones, ensayos, poemas, hasta hace poco condenados a la casilla medioambientalista. Algunos gobiernos ya se dan cuenta del valor clave de esta literatura de enorme calidad que ayuda a entender y tomar posiciones frente a la actual encrucijada socio-climática, y trabajan para que sus ciudadanos accedan a libros que estimulan una sensibilidad distinta. Si es cierto que somos el relato que nos contamos, leer liternatura puede ser un modo de reencontrarnos con nuestras naturalezas y, quizás, respirar en breve un poco mejor.





   
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