Jueves, 31 de octubre de  2024



Català  


Aprender a escribir con… Cristina Fernández Cubas
acec4/12/2020



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Lo que realmente gustaba a Cristina Fernández Cubas era escribir en los trenes de antes. No en los de ahora, sino en aquellos cuyos vagones tenían compartimentos de seis personas, sofás tapizados en cuero y puertas correderas con acceso al pasillo. Cuando el vagón empezaba a traquetear y la estación desaparecía, la autora de Arenys de Mar sacaba una libreta, respiraba hondo y entraba en su mundo de fantasías, y sólo interrumpía su labor creativa cuando el revisor accedía a la cabina para marcar los billetes o cuando algún pasajero la importunaba con sus batallitas.


Todo eso ocurría en lo que llama la «era premóvil», cuando la gente no viajaba con la mirada clavada en una pantalla y aprovechaba los viajes para ejercitar el intelecto. En aquella época, la gente leía libros y periódicos, conversaba con desconocidos o contemplaba paisajes, rellenaba las casillas de los crucigramas y pescaba palabras en las sopas de letras. Todas esas cosas hacían las personas en los compartimentos, mientras Fernández Cubas escribía relatos con un bolígrafo que, de vez en cuando y siempre por culpa de los baches del camino, salía disparado sobre el papel y dejaba un latigazo de tinta sobre el párrafo.


Los trenes ya no conservan el espíritu romántico de antaño, pero la autora catalana ha encontrado la forma de perpetuar las sensaciones que la embriagaban cuando viajaba en aquellos vagones. Y es que, por motivos arquitectónicos ajenos a su voluntad, vive en un apartamento con dos niveles. No dos plantas, sino dos niveles separados únicamente por un escalón. Ha instalado su despacho en el superior, de manera que algunas mañanas, cuando tiene algo que escribir, hace el mismo gesto que cuando cogía uno de esos trenes: subir un peldaño.


El despacho de Cristina Fernández Cubas es ahora el compartimento donde escribe sus ficciones y, como ocurre con los viajes, sólo lo hace cuando tiene un destino al que llegar. Si ninguna idea le ronda la cabeza, no coge el tren y entretiene las horas del día con rutinas de otro calibre. Porque, como ella misma dice, la literatura es una parte de la vida, pero luego está la vida en sí.


La gran cuentista de la literatura española contemporánea no escribe a diario ni se martiriza con los horarios laborales. Da más importancia a los azares de la vida que a las ansiedades por publicar y, si una mañana ha de recibir al fontanero o visitar al médico, pues no entra en su despacho y se queda tan campante. No sufre por ello, igual que tampoco se angustia ante el folio en blanco. Asegura que no entiende a los escritores que viven atenazados por ese miedo, porque, en su opinión, no hay nada más hermoso que una hoja que continúe virgen.


Cristina Fernández Cubas no se deja dominar ni por las rutinas ni por las disciplinas ni por los horarios prusianos, y sólo se sienta ante el ordenador cuando algo la obsesiona. Por ejemplo, una vez soñó con una mujer vestida de verde que la observaba en la calle, y al día siguiente escribió un relato sobre una mujer vestida de verde que la observaba en la calle. También se le metió en la cabeza la idea de una escritora convencida de que todo había sido ya contado y, claro, compuso un relato sobre una escritora convencida de que todo había sido ya contado.


Dice Fernández Cubas que no tiene obsesiones ni manías ni supersticiones, porque las exorciza a través de sus cuentos. Si se le mete una idea en el cuerpo, se la saca de encima literalmente de un plumazo, y luego nota algo así como que se ha quitado un peso de encima. Es una concepción terapéutica de la creación literaria, una que resta romanticismo al oficio, que rompe las cadenas que amargan a tanto creativo. Pero es que esta escritora vive con tanta naturalidad eso de la literatura que ni siquiera tiene un escritorio de los típicos. Hace algunos años cogió una puerta vieja y la colocó sobre dos caballetes, y no ha necesitado otras parafernalias para escribir cuentos hermosos. En el pasado, cuando era muy joven, sí que seguía normas estrictas y se preocupaba por la productividad de su trabajo, hasta que un día comprendió que no tenía sentido coger un tren si uno no tenía un lugar al que dirigirse.




   
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