Jueves, 31 de octubre de  2024



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Gertrude Stein, Virginia Woolf y Monique Wittig: feminismo, perspectiva de género y otras ficciones inestables
acec22/1/2022



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Los escritos de las tres autoras se interrogaron sobre qué es una mujer y abrieron uno de los espacios dialécticos más beligerantes en la actualidad


Un hilo, casi imperceptible pero firme une la primera novela explícitamente lesbiana que Gertrude Stein terminó en 1903 y no se publicó hasta 1950, los dos artículos de Virginia Woolf de 1929 y 1931, y Primavera con Monique Wittig, de Leonor Silvestri, de 2021. Esta última obra torrencial aspira a ir más allá de los tanteos de Stein o de la firmeza con que Woolf se enfrenta con la tarea de hablar para mujeres trabajadoras. Pero al ponerse Silvestri bajo la advocación de Wittig (1935-2003), obliga a revisar a Wittig, sus ficciones —L’Opoponax, Las guerrilleras El cuerpo lesbiano— y su ensayo El pensamiento heterosexual (1992).


Anticipo que ese hilo es un rosario de preguntas dubitativas y sentencias desafiantes sobre la mujer. Leyendo estos textos —una novela y tres ensayos— veremos que, por decirlo brevemente, el pasaje del feminismo a la perspectiva de género supuso el tránsito sinuoso desde saber qué es una mujer hasta dejar de saberlo.


Muchos años después de la muerte de Gertrude Stein, Wittig la invocó como fundadora: “En la obra de un autor solo hay dos opciones: o bien se repiten las formas existentes o bien se crean otras nuevas. No hay otra opción. Pocos escritores han sido más claros sobre esto que Sarraute en Francia y Stein en Estados Unidos”.


El camino de Stein para lograr formas nuevas fue largo y tortuoso, y lo prueba Q.E.D. Las cosas como son. Como dice en el prólogo Annalisa Mirizio, esta fue una novela escondida, censurada, con una versión expurgada y otra restituida. El relato es sencillo. Narra el desdichado y desigual affaire amoroso entre tres norteamericanas bien educadas pero de distinto origen social y estatus económico. Si no fuese porque son tres mujeres, el triángulo sería convencional. Pero hay un desajuste entre lo refinado de lo que las mujeres piensan o dicen y lo que hacen: lo amoroso es “extrañamente lineal”, dice Mirizio; “de desnudez casi escolar”, observó Edmund Wilson. En cambio, Stein es innovadora al detenerse en una zona intermedia entre el discurso y el encuentro erótico. La delectación está en la descripción de los cuerpos, en su clasificación: “La belleza masculina de Helen”, que se despoja del corsé para pasear por Europa, como hizo la propia Stein, “las grandes curvas de Adele, el cuerpo huesudo de Mabel son inseparables tanto de sus razonamientos como de su experiencia del amor”. Stein encabezó la novela con un fragmento de Como gustéis, de Shakespeare, comedia llena de disfraces y mascaradas. Pero el fragmento que elige no es festivo ni permite, observa Mirizio, la “celebración biempensante de la unión lésbica frente a la heterosexual”. Como dice Rosalinda antes de despojarse, en el desenlace de la comedia, de su disfraz de hombre, ella no tiene amor “para ninguna mujer”. Si se toma la escena tal como la presenta Stein, sin el desenlace, Rosalinda es una mujer que proclama que no ama a ninguna mujer.


Esto puede tomarse como la admisión de un fracaso —según lo expone esta novela de 1903—, pero también como una de las paradojas que abre la teoría feminista en la segunda mitad del siglo XX y que Wittig hace patente en sus debates con el psicoanálisis en El pensamiento heterosexual.


Antes de llegar a los finales del siglo XX y admitir el estallido de feminismo que encarnó, entre otras, Wittig, hay que detenerse en los dos extraordinarios ensayos de Virginia Woolf. En ellos se despliega una reflexión que va de la pura observación material a la pregunta filosófica; es decir, la pregunta por las condiciones del conocimiento. La observación está en Las mujeres y la narrativa de ficción: “La mujer extraordinaria depende de la mujer ordinaria”, de la vida material de la trabajadora que sufre la desigualdad y la dependencia. Y concluye: para ser escritora hay que matar al “ángel del hogar”, la mujer ordinaria que todo lo sostiene.


La cuestión epistemológica se desarrolla dos años más tarde, en Profesiones para mujeres: “El ángel había muerto. En otras palabras, una vez que se había liberado a sí misma de la mentira, esa mujer joven solo tenía que ser ella misma. Ah, pero ¿qué es ella misma? Es decir, ¿qué es una mujer? Se lo aseguro, no lo sé. No creo que ustedes lo sepan”.


Cualquiera puede ver la cercanía que existe, casi en la misma época, entre la pregunta de Woolf y la que, según Ernest Jones, Sigmund Freud le hizo a Marie Bonaparte: “¿Qué quiere la mujer?”.


A partir de Wittig todo se desmorona: la perspectiva de género es el rótulo de este vaciamiento del saber sobre la mujer. Wittig fue frontal en su posición teórica. En 1978 culminó su discurso de ruptura del “contrato heterosexual” con la siguiente aserción: “Las lesbianas no son mujeres”. Retomaba a Simone de Beauvoir para fulminar la oposición entre hombre y mujer. Como si ante el celebérrimo “no se nace mujer, se llega a serlo” afirmara: “Solo si se quiere serlo”.


Pero Wittig no rompe con lo establecido y canónico en la literatura. La obra de Proust, dijo, es “uno de los mejores ejemplos que conozco de máquina de guerra con efecto retardado. Al final, Proust ha logrado transformar el mundo real en uno únicamente homosexual”. Por eso, cuando Wittig quiso lograr su propia consagración crítica —con Marguerite Duras y Nathalie Sarraute de valedoras— no dudó en afirmar que “la historia se refiere a las personas, mientras que la literatura se remite a las formas”. No había en ella la hoy nuevamente exigencia de continuidad moral y política entre biografía y obra. Solo está al alcance de la necedad de unos pocos negar la desestabilización que ha producido el feminismo en los discursos filosóficos, psicoanalíticos e históricos en los últimos, al menos, 70 años.


Sería igualmente necio no admitir que los discursos feministas, hoy incluidos dentro de lo que se denomina “perspectiva de género”, son tal vez el espacio dialéctico más beligerante dentro de los debates políticos y estéticos. Contiene ese espacio además algo apetecible para la sociedad de masas: un sector del mercado editorial que adula la ficción escrita por o desde esas perspectivas. Cuando nos inquiete la mercantilización de tal espacio, siempre queda recordar, como hicieron en distintos momentos Stein, Woolf y Wittig, que el arte —encarnado aquí en Proust— sigue conteniendo todas las preguntas y evadiendo todas las respuestas.







Imagen : Una cita extraída de La categoría de sexo, de Monique Wittig, pegada en una farola en Edimburgo.  ALAMY STOCK PHOTO


   
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