Jueves, 31 de octubre de  2024



Català  


Sin estética no hay ética
acec26/1/2023



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En un 26 de enero como hoy (en 1926) nació José Mª Valverde, uno de los grandes poetas de su generación. Un muchacho extremeño que a los 19 años publica su primer libro de poesía donde aparece uno de sus versos más citados: “hombre de Dios me llamo, pero sin Dios estoy”. Que poco después anda por Madrid estudiando catalán por su cuenta: porque le han dicho que hay un poeta catalán buenísimo que se llama J. Maragall, y quiere leerlo. Que se doctora en filosofía (contra el parecer de Dámaso Alonso quien le auguraba un gran futuro como poeta) y a mediados de los cincuenta aterriza por Barcelona con una cátedra de estética. Me tocó asistir a sus clases y me disgustó porque yo quería que hablase de poesía, y le dio por hablar de Le Corbusier y otros genios de la arquitectura…


Todo le auguraba ya un porvenir pacífico. Pero hacia 1965, el dictador gallego suspende de su cátedra de ética a José L. Aranguren y a Tierno Galván, y nuestro poeta reacciona rimando en consonante con los maltratados: “sin ética no hay estética”. Fue su verso más famoso que le supuso renunciar a su cátedra y el traslado (con Pilar su mujer y los niños pequeños) a Estados Unidos donde le ofrecen enseñar literaturas hispánicas.


Otra vez, todo parecía pacificado cuando circula por Virginia la noticia de que el gobierno estadounidense llama primariamente a los jóvenes extranjeros para la guerra de Vietnam. La amenaza para sus hijos es tan real que decide marcharse otra vez, yendo a dar a Canadá.


Muerto el dictador, regresa a España y durante algunos años somos vecinos en Sant Cugat. Traduce allí los evangelios y provoca otro escándalo en la clericatura no solo por el título (Las buenas noticias del reino de Dios), sino porque la parábola conocida como “de las diez vírgenes” (de Mateo 25, 1ss) la traduce como “de diez muchachas”. El nacionalcatolicismo se molesta como si hubiese quitado la dignidad a aquellas pobres jóvenes de ficción, que no aparecen en el evangelio más que como invitadas a una boda.


Sigue implicado en todas las causas de izquierdas: con la China de Mao y sobre todo con las revoluciones centroamericanas, siempre con su radicalismo irredento. Un día nos encontramos casualmente en Barcelona, por la plaza de la catedral y me explica que no sabe si recibir a Rigoberta Menchú porque ¡se ha entrevistado con Jordi Pujol!… “Pero José Mª, -me atrevo a decir a mi viejo profesor- es que hay cosas que son inevitables”. Luego le visito algunas veces en su nuevo piso de Barcelona (creo que era en la calle Balmes pero no estoy seguro). Me habla de su obsesión por el lenguaje: sus posibilidades, sus límites, su significado. Siempre ante su máquina eléctrica de escribir, sin decidirse a pasar al ordenador porque se siente ya muy viejo para eso.


Allí conozco e intimo algo con Pilar, su “stradivaria” esposa (uso adrede el epíteto del violín más que el adjetivo casi homónimo porque la finura de aquella mujer tenía algo tan inspirador y pacificador como la buena música). Allí conozco el último drama de la familia: un hijo con SIDA (que acababa casi de estallar en aquellos años ochenta). Y recuerdo la reacción de ambos ante un problema tan nuevo y alarmante: no resolvérselo ellos solos sino ayudar a tanta gente desconcertada. Fundan (o se integran en él, no sé) un centro para ayudar a las familias con hijos sidosos. Y Pilar me cuenta dos anécdotas significativas: a) en reuniones con padres de enfermos, éstos se culpan siempre: “es que fuimos demasiado liberales, le toleramos todo al hijo y ha acabado pasando lo que tenía que pasar”. Y por el otro lado: “la culpa es nuestra porque educamos al niño con demasiado rigor y severidad, y luego no supo usar la libertad cuando la tuvo”. Y b): en tantos años de casada no había visto nunca un preservativo; y ahora estoy repartiéndolos en el Centro…


Un día, en una de esas visitas, le comenté que en Tübingen había oído a Ernst Bloch decir que cuando muriese, tenía que encontrarse con Hegel y decirle dos cosas: no sabía cómo pero eso había de suceder. Semanas después me llegó el libro de José Mª: Nietzsche: de filólogo a anticristo. Y pensé decirle que cuando él muriera se encontraría también con Nietzsche para decirle que la frase antes citada (sin ética no hay estética), Nietzsche se la había completado dándole la vuelta: sin estética no hay ética. Porque toda la crítica nietzscheana de la moral, más allá de sus típicas provocaciones (y sus barbaridades sobre el maltrato a los débiles como afirmación de los fuertes), descansa sobre una intuición como esta: “sin estética no hay ética”. Prima hermana de aquella otra de Agustín de Hipona: “quien obra bien por miedo y no por amor al bien, ese no es bueno sino cobarde”. Sin estética no hay ética sino fariseísmo.


Es por eso muy de lamentar que la viuda de Wagner Cósima (que vivió hasta 1930), de la que Nietzsche anduvo enamorado toda su vida y a la que trató con un respeto increíble, se llevara consigo todas las cartas que él le escribió (las de Cósima a Nietzsche, publicadas no hace mucho por Trotta, son bien sugerentes). Allí le habríamos oído hablar de otra manera menos provocadora y más pedagógica.


Y es que, corrigiendo a Machado y a Serrat: todo pasa, pero no todo queda…





   
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