Jueves, 31 de octubre de  2024



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El diario: cuando el talento literario se entrelaza con la vida
acec29/9/2023



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Los dietarios no son un género de masas, pero pocas creaciones narrativas son tan confesionales y orgánicas


No puede decirse, con notables excepciones, que el dietarismo sea un género popular. En parte porque, aunque la definición de lo que es un diario literario pudiera parecer inequívoca, son muy diversos tanto los escritos como la vocación literaria que los inspira. Algunos no son más que notas biográficas aisladas, otros son testimonios de lecturas (cuando no directamente crítica literaria); hay también ajustes de cuentas, crónicas sociales o de un tiempo, transcripción casi taquigráfica de la cotidianeidad o apuntes ensayísticos. Y otros, los menos, tratan al diario como un género mayor, con el respeto y el esfuerzo que le dedicarían a una novela, un ensayo o un poemario.


De este modo, es difícil para el escritor de diarios adscribirse a una tradición consolidada, y para el lector saber a qué tipo de dietario se enfrenta, más allá de lo interesante que a priori parezca la peripecia vital del autor.


Es casi obligado, cuando se habla de diarios, mencionar a Samuel Pepys. Pepys, funcionario y político inglés de cierta importancia que no hubiera tenido un lugar en la historia de no ser por su diario, que abarca desde 1660 hasta 1669, y que fue publicado ya en el siglo XIX. A través de él conocemos de primera mano la época de la Restauración inglesa, los acontecimientos y las múltiples intrigas políticas y palaciegas, pero lo que le otorga valor al diario son las anotaciones que hacen referencia a su vida doméstica y privada; la relación con su mujer y con muchas otras (hoy más que un mujeriego sería considerado un acosador) y sus reflexiones sobre política y literatura, en especial sobre un Shakespeare todavía no situado en la cúspide de la literatura universal.


El diario de Pepys no fue, además, escrito para ser publicado, como denotan las notas en diferentes lenguas y cierta dejadez, sino para sí mismo, quizás de modo terapéutico y nos proporcionan una visión privilegiada, y sin censura, de cómo pensaba y vivía un ambicioso político en la Inglaterra del siglo XVII.


Otro diario impactante, mucho más reciente (y también presumiblemente escrito sin intención de publicarse) es el diario que va de 1984 a 1989 de Sándor Márai. Estas notas del prolífico autor húngaro no tienen realmente una intención literaria pero están llenas de nostalgia y de pesimismo y nos ofrecen el ocaso del ya enfermo escritor con una vida triste, y de inaugurada viudedad, en San Diego. En una momento dado compra una pistola con la que se quitará la vida. Su última entrada dice: “Ha llegado la hora”.


La nómina, sin embargo, de escritores cuyos dietarios están entre lo mejor de su creación literaria no es corta. Witold Gombrowicz, Cesare Pavese o Jules Renard son algunos ejemplos. Y no incluimos aquí el “diario intelectual” de Paul Valéry, porque sus Cuadernos son más bien notas dispersas, reflexiones y apuntes de apoyo al resto de su obra que una labor de dietarista, incluso en su acepción más laxa.


Y eso sucede también en España, donde la tradición se remonta al siglo XVI, con el sacerdote valenciano Pere Joan Porcar que en el redactó miles de entradas durante más de cuatro décadas. Más cercano a la crónica (expulsión de los moriscos, sucesos violentos, fenómenos meteorológicos, etc.) y a las notas de opinión sobre los poderes de su época y sus corruptelas, sus Coses evengudes en la ciutat y regne de València (Cosas acaecidas en la ciudad y reino de Valencia).


Un siglo más tarde, otro sacerdote valenciano, Joaquim Aierdi, escribía siete volúmenes de dietarios titulados Notícies de València i son regne, de los que solamente nos han llegado dos, que -también muy cercano a la crónica- nos ofrecen los detalles de la vida eclesiástica, y de la crónica de sucesos, de la segunda mitad del siglo XVII.



La tradición española se ha ido alimentando con múltiples diaristas, como muchos de la generación del 98, y si nos acercamos más a nuestros días, encontramos autores que han sublimado el género, como Josep Pla o Andrés Trapiello, que ha conseguido más allá de lo contado, dotar de un tono, de una voz literaria particular a sus diarios, que se extienden ya por décadas a razón de uno por año, y hacer de sus hipnóticos diarios gran literatura.


También cabe destacar a Miguel Sánchez Ostiz, cuyos dietarios son muy apreciables, si bien no llega a construir un corpus unitario. Hay otros autores que han frecuentado los diarios, como José Jiménez Lozano; sus dietarios abarcan desde los años 70 hasta su muerte, en nueve volúmenes que, lamentablemente, van perdiendo fuerza narrativa a medida que pasan los años vividos y contados, o José Carlos LLop, que escribió unos diarios elegantes y deliciosos pero que dejó de frecuentar el género hace ya un tiempo.


Se han publicado, por supuesto, muchos otros: Luis García Martín, Antonio Martínez Sarrión, Andrés Sánchez Robayna y muchos otros que los lectores pueden echar en falta y, cómo no, hay también nuevas incorporaciones de gran calado, como Lo que cuenta es la ilusión, de Ignacio Vidal Folch, un dietario estupendo y brillante de cuya continuidad no tenemos noticia, los de Iñaki Uriarte, desenfadados y llenos de humor, o los de Antonio Muñoz Molina, que ofrecen la mirada lúcida y reflexiva del observador que se concentra en diferentes espacios de la realidad.


Capítulo aparte son los diarios publicados de manera póstuma. Como pasó con los diarios de Kafka, los diarios de muchos autores se han publicado tras su fallecimiento. Ese es el caso de Cuadernos de todo, de Carmen Martín Gaite, que aglutinaba sus notas y reflexiones. Es un texto íntimo, fragmentario y esquemático (a pesar de sus más de 500 páginas) que ilumina y complementa la obra de Carmiña, pero se trata más bien de apuntes de índole diversa que de un diario en el sentido estricto.



Otro caso, no exento de polémica, fueron los diarios de Rafael Chirbes, que destilan mucha amargura y tristeza. En ellos carga, además, contra la obra de muchos de sus colegas como Belén Gopegui, Ricardo Piglia, Alfredo Bryce Echenique o Juan Goytisolo. La maledicencia también fue noticia en los diarios de Juan Marsé, que embiste contra Nuria Amat Juancho Armas, Marcelo, Isabel Clara Simó, Luis y (otra vez) Juan Goytisolo, Jaime Campmany o Juan Manuel de Prada. Son estos unos diarios ligeros y que no están a la altura de su obra, pero (y quizás por ello el novelista quiso que se publicaran) resaltan el carácter insobornable de autor de Últimas tardes con Teresa.


También póstumos fueron los Diarios anónimos de José Ángel Valente, editados por Andrés Sánchez Robayna, que se adentran poco en la vida íntima del poeta, con la excepción de la muerte de su hijo por sobredosis, y como en el caso de Carmiña, son anotaciones, a veces perspicaces, que fue apuntando en unas libretas durante los años.


Polémicos fueron también los diarios de Jaime Gil de Biedma, solo en parte póstumos, por su confesión de un encuentro erótico con un menor en Filipinas. Este episodio, anecdótico para unos y troncal para otros, empaña unos diarios que denotan la voluntad de mitificar su propia figura literaria, muy prestigiosa pero exigua, y que reflejan, sin pudor, la relación del autor con la vida y con su obra.


Los dietarios no son un género de masas y no parece que vayan a serlo. Pero pocas creaciones literarias son tan confesionales y orgánicas como los diarios. Habrá lectores que se acerquen por las maldades, por las intimidades, por las confesiones, por las reflexiones o por entender mejor el resto de la obra. Otros lo harán por mero gozo literario, porque pocas cosas hay tan placenteras como el talento literario entrelazado con la vida y la vida propia detallada con talento.





   
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