Martes, 26 de noviembre de  2024



Català  


Las lágrimas de cocodrilo
(En la muerte de Ricard Salvat)

3/4/2009


<i>MANUEL SERRRAT CRESPO</i>

Ricard, amigo mío, ha caído ahora el último telón y he salido de la sala -como tantas otras veces- con el corazón encogido y en las tripas algo que quería escapar hecho llanto o carcajada tal vez; hecho grito sin duda.

Ricard, amigo mío, me he alejado de tu silencio de hoy mientras el ataúd comenzaba a llenarse con los lagrimones de tantos mandarines que nunca pudieron silenciarte aunque -eso sí, eso sí- lo intentaron por todos los medios, año tras año, lustro tras lustro. Y luego, en el protector espacio de mi casa, que tantas veces escuchó tu voz, siempre tranquila, siempre pausada, he recordado el deslumbramiento de aquellas primeras sesiones en la cúpula del Coliseum donde comenzaba a fructificar tu labor de joven dramaturgo, de maestro en ciernes y, más tarde, el estremecimiento de tus espectáculos Espriu -aquella inolvidable Ronda de mort a Sinera y tu Nova història de Esther- que sacudieron el polvo grisáceo que se había acumulado en los escenarios barceloneses.

Ricard, amigo mío, te debo -te debía entonces, antes de conocerte- tantas horas de emoción, de gozo intelectual, de placer estético que ahora, cuando repaso con ese dolor sordo que me ha dejado tu silencio y el olor enfermizo de las flores -tan mentirosas a veces, tan hipócritas- las densas y luminosas jornadas de Sitges, aquella inolvidable fiesta del teatro a la que se asomaron tantos rostros de la escena internacional y que me permitió conocer al cubano Pepe Triana o al mexicano Vicente Leñero, o..., mientras, conmovidos, asistíamos a la íntima, casi ritual Casa de Bernarda Alba que había puesto en pie Kaposvar, una compañía húngara que teñía de insólitos matices las palabras de Lorca. En Sitges, en tu festival, La Cubana hizo estallar su Tempestad y Rafael Álvarez “El Brujo” se emborrachó brutal, magistralmente, en La taberna fantástica de Alfonso Sastre... Todo antes de que una cerril decisión política te apartara de la dirección, se la entregara a un jovenzuelo y se iniciase así la lenta, inevitable agonía del Festival Internacional de Teatro.

Mucho más tarde -Ricard, amigo mío-, porque tu amor al teatro no tenía límites, porque te arrastraba siempre tu sereno entusiasmo, levantaste en tu Tortosa natal Entre Cultures que puso a nuestro alcance inapreciables muestras del teatro árabe o africano... Bastaron unas elecciones, un cambio en el consistorio para que, de nuevo, todo tu esfuerzo se viniera abajo.

¿Qué quieres Ricard, amigo mío? Mal que te pese somos un país de botiguers que ha sido capaz de cerrarte los escenarios de su teatro nacional, de su teatro público que, sin embargo, se abrieron de par en par para ciertos espectáculos ante los que era imposible no sentir vergüenza ajena. Y algunos de ellos -¡lo recuerdo aún!- precisamente en las tablas donde tú habías levantado, nos habías dado a conocer el teatro de Bertold Brecht en la gris Barcelona de los años sesenta.

Ricard, amigo mío, ahora, cuando termine estas escasas líneas, buscaré tus libros en mi biblioteca, acariciaré sus lomos como un abrazo y recordaré tu media sonrisa, tu exigente amistad; ¡has sido un tipo difícil, Ricard!, pero nada podrá aliviar la náusea que he sentido -que siento todavía- ante las elogiosas, las lastimeras palabras de quienes tantos palos pusieron en tus ruedas. Esa pandilla de hipócritas, burócratas de la escena que -sin duda temiendo por sus prebendas- te obligaron a buscar otros paisajes (Alemania, Hungría o Latinoamérica) para tu sensibilidad y tu sabiduría, para tu aún imprescindible labor de dramaturgo.
    
Ricard, amigo mío, tal vez estaban imaginando entonces alguna «relectura» de Shakespeare, alguno de esos estúpidos sacrilegios que me erizan los vellos más íntimos, mientras tú te veías obligado a estrenar tu magnífico Un dia. Mirall trencat, el texto de la Rodoreda adaptado por Manel Molins, en un teatro privado porque el público te había cerrado, de nuevo, las puertas.
    
Ricard, amigo mío, olvida el olor enfermizo de las flores que rodean tu ataúd y no te enojes conmigo (es clar, com que ja no m'estimes, me decías a veces, sabiendo que no era verdad), no, no te enojes conmigo aunque mis últimas palabras puedan herir tu compostura algo germánica, tu mesura. El teatro y el poder nunca han hecho buenas migas... ¡Que les den morcilla, pues!

Barcelona, 24 de marzo de 2009



   
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