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De olvidos y recuperaciones literarias
acec28/12/2018



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Un recorrido por escritores y obras 'olvidadas' que han sido 'resucitadas' gracias a la iniciativa de editoriales independientes, azar, valor estético o aprecio social
     

“En este país nos hemos creído, de pronto, que tenemos una generación de cien grandes novelistas. Ni la tenemos, ni la ha tenido jamás un país en su historia. De todos los escritores que hay, algunos, dos o tres, pueden llegar a ser escritores inmortales. Pero me temo que, si las cosas no cambian, no volverán a producirse fenómenos como Stendhal, Dostoievski o Jane Austen. Günter Grass es uno de los últimos, pero no he leído sus libros más recientes”, le decía el editor Jaime Salinas en 1998 a Juan Cruz durante una larga entrevista que, tiempo después, cuando Salinas ya había fallecido, se publicaría en forma de libro y bajo el título de El oficio de editor.

 

Hasta qué punto tenía razón Salinas al decir que difícilmente se volverán a producir fenómenos como el de Stendhal o el de Austen es difícil decirlo y, seguramente, no serán ni los lectores ni los críticos de este siglo quienes podrán comprobar la veracidad de esas palabras. Se necesita tiempo para ello. En lo que seguramente no erraba es en el hecho de que creemos tener cien o más grandes novelistas por generación; puede que exagerara la cifra, pero hay tanto exceso de consagración literaria como de nombramientos de nuevos santos. Y lo peor, deja entrever Salinas en sus palabras, es que el exceso de consagración conlleva una rebaja por abajo: el mediocre se convierte en grande.

 

¿Qué significa ser un “autor inmortal”? ¿Un “autor inmortal” es como un “autor clásico”, un autor que perdura? Si así lo interpretamos, ¿qué significa perdurar en literatura y qué hace que un libro perdure y otro no? Decía Calvino que un clásico es “una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos” y, por tanto, una obra cuya lectura siempre es posible, porque la obra permanece vigente a lo largo del tiempo.

 

Sin embargo, ¿qué sucede cuando una obra deja de imprimirse y de editarse, desaparece de los estantes de las librerías y de las bibliotecas y resulta inexistente para el lector? Algunos podrán contestar que, al fin y al cabo, no pasa nada, el mundo sigue girando. Sin embargo, la pregunta tiene particular sentido si nos interrogamos acerca de las recuperaciones literarias: obras y autores que, tras años olvidados, vuelven a estar disponibles gracias a editores que los descubren y les dan una segunda vida.

 

Lucia Berlin
Caso paradigmático y muy reciente es el de Lucia Berlin, cuya antología de relatos, Manual para mujeres de la limpieza, realizó Stephen Emerson después de que Lydia Davis diera su nombre a la editorial de Nueva York Farrar, Straus and Giroux. Al parecer, como cuenta en un artículo Laura Fernández, la editora de Alfaguara, Maria Fasce, tardó una sola noche en leer el libro y menos todavía en realizar una oferta. Manual para mujeres de la limpieza, supera ya los 100.000 ejemplares vendidos en España y ha sido un éxito a nivel internacional, siendo publicada en Francia por la editorial Grasset, en Italia por Bollati Boringhieri y en Alemania por Arche.


Los cuentos de Berlin siempre habían estado ahí, pero durante décadas nadie les había prestado atención. Desde su publicación en Estados Unidos, Berlin se ha convertido en una autora clave dentro de la literatura norteamericana del siglo XX y, para muchos, en un referente dentro del género del relato. El caso de Berlin, como el de muchos otros, parece mostrar cómo las recuperaciones editoriales remedian errores, sino históricos, sí de recepción literaria. Si así es, el tema de la posible inmortalidad habría que repensarlo, por lo menos desde el punto de vista de la circulación de las obras. La potencial inmortalidad del texto literario contrasta, en ocasiones, con la inmortalidad del libro y de su autor. En otras palabras: la no circulación de determinadas obras y de sus autores convierte en mortales a textos que intrínsecamente no lo son.


Muy probablemente el crítico Harold Bloom hubiera discutido esta idea o, por lo menos, la manera en que está formulada. De hecho, en uno de sus últimos ensayos publicados, Anatomía de la influencia, escribe: “Siguiendo la estela de teóricos franceses de la cultura, como el historiador Michel Foucault y el sociólogo Pierre Bourdieu, el mundo de las letras se trata muy a menudo como un reino hobbesiano de pura estrategia y batalla. Bourdieu reduce el logro literario de Flaubert a la capacidad casi marcial del gran novelista de evaluar los puntos fuertes y débiles de sus competidores literarios y ubicarse en consecuencia.


Sin entrar en detalle en la nada ingenua infravaloración del crítico de Yale hacia la lectura crítica que realiza Bourdieu de Flaubert --basta leer Las reglas del arte--, no está de más señalar que Bloom, en su interés por señalar que el agón (contienda) es el rasgo central de las relaciones literarias, pasa por alto que lo planteado por Bourdieu trasciende lo literario --el texto-- para reflexionar sobre el campo intelectual, sobre las posiciones dentro de dicho campo que ocupan los escritores y sobre la circulación de las obras dentro del mercado. Si bien Bloom concede que “la explicación de las relaciones literarias de Bourdieu (…) guarda cierta afinidad con mi teoría de la influencia y su énfasis en el agón”, de inmediato puntualiza: “Yo no creo que las relaciones literarias puedan reducirse a una descarnada búsqueda del poder terrenal, aunque en muchos casos puede que se dé esta ambición”.


Dejando de lado las relaciones literarias teorizadas por Bloom y que tienen que ver con las influencias y con la relación dialéctica entre poetas fuertes y poetas débiles, en el momento de hablar de recuperaciones literarias es más útil tener como referente, entre otros, a Bourdieu, quien en Las reglas del arte escribe: “la obra de arte sólo existe como objeto simbólico provisto de valor si es conocida y está reconocida, es decir si está socialmente instituida como obra de arte por unos espectadores dotados de la disposición y de la competencia estética necesarias para conocerla y reconocerla como tal”.

De ahí que para Bourdieu sea imprescindible tener en cuenta el proceso de producción de valor de la obra y, podría añadirse, el proceso de desvalorización de la obra, puesto que, cuando se habla de recuperaciones, muchas veces debe pensarse en autores que perdieron su reconocimiento por cuestiones que, como apunta el sociólogo, no tienen que ver con la obra en sí misma, sino con el contexto económico, social y político del que participaron.


Recuperando que es gerundio
“¿Has leído El gatopardo? ¿Te ha gustado El gatopardo? Cuando salió el libro, la pregunta la hacían los amigos que frecuentaban la literatura. Ahora la oímos en el teatro o en la fila de atrás en el cine. En definitiva, cualquier cubierta amarilla de cartón colocada boca abajo en una mesa o asomando de un bolsillo o de una bolsa, hace pensar ahora en un ejemplar de El gatopardo”. Así comenzaba el artículo publicado en 1959 que Carlo Feltrinelli cita en su libro Senior Service. Mientras el periodista, cuyo nombre Feltrinelli no da, hace hincapié en cuán conocido era Lampedusa tras la publicación de su novela, el poeta y crítico Eugenio Montale apunta, no sin falta de ironía: “¿Quién era este Lampedusa? Hasta ayer nadie sabía que ése era el nombre de un escritor…”.

 

Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Giuseppe Tomasi di Lampedusa no solo no conoció el éxito de su novela, sino que asistió a cómo su manuscrito era rechazado por los principales editores del momento, empezando por Einaudi. Un año después de su muerte, El gatopardo se publicaba y el éxito no tardó en llegar, a pesar de que para los lectores italianos aquel nombre tan principesco nombre en la portada del libro era del todo desconocido.


No es posible hablar de El gatopardo como de una recuperación, puesto que no hay un olvido precedente, pero el fenómeno bien puede ser asimilado al de otros autores que, de repente, se convierten en lecturas casi obligadas, a pesar del más o menos acuciante anonimato al que habían sido relegados. ¿Acaso no podemos formular la misma pregunta que se hacía irónicamente Montale en referencia, por ejemplo, a Lucia Berlin? Obviamente, afirmar que “hasta ayer nadie sabía que este era el nombre de una escritora” sería del todo injusto y falso, pero sí es cierto que su nombre resultaba al cuanto desconocido para el público lector español y, me atrevo a decir, para parte también de la crítica.


Y el caso de Berlín no es único. Los lectores de Vila-Matas descubrieron muy pronto el nombre de Robert Walser, sin embargo, la obra del escritor suizo no solo era desconocida para muchos, sino inencontrable en las librerías. Fue Jacobo Siruela quien decidió recuperar cada uno de los títulos de este autor, que habían permanecido completamente olvidados. Walser había aparecido en España de la mano de Barral Editores, que en 1974 había publicado Jakob Von Gunten en traducción de Juan García Hortelano.


Como indica la profesora Violeta Pérez, el libro tuvo que ser retirado de las librerías por un problema de derechos. En 1982, se publicaría El ayudante, en la editorial Alfaguara, para la que trabajaba García Hortelano, que, en 1984, promovería una nueva edición del malogrado Jakob Van Gunten. Cuando, más de dos décadas más tarde, Siruela publicó las obras de Walser, más de uno, se pudo preguntar: ¿Quién es Robert Walser?


Robert Walser
Según la Real Academia, “recuperar” significa en sus dos primeras acepciones “volver a tomar o adquirir lo que antes se tenía” y “volver a poner en servicio lo que ya estaba inservible”. En su sexta acepción, puede que la más interesante, leemos: “Dicho de una persona o de una cosa: Volver a un estado de normalidad después de haber pasado por una situación difícil”. La recuperación de obras literarias puede entenderse como devolver a estos libros y a sus autores a un estado de normalidad, el de ser legibles y leídos por los lectores. El estado natural de toda obra y, más en general, de todo texto es el de ser leído; el trabajo de las editoriales por recuperar determinados autores es hacer posible su reencuentro con unos lectores, que nunca debieron perder.


Esto bien lo sabía Jaume Vallcorba que, en Acantilado, construyó un excepcional catálogo en el que no solo se proponían nuevas traducciones, sino que se recuperaban obras clásicas que o habían desaparecido del campo literario español o sobrevivían con malas traducciones o malas ediciones. El caso más paradigmático es el de Stefan Zweig que había sido traducido en los años treinta y cuarenta --en 1937 la editorial Apolo publico Momentos estelares de la humanidad y en 1947 Hispano-Americana de Ediciones publicó El mundo de ayer-- y cuyas más recientes traducciones databan de los años 70, década durante la cual la editorial Juventud publicó más de un título del autor austríaco.


Stefan Zweig
Fue a partir del 2001, año en que Vallcorba decidió reeditarlo, que las obras de Zweig volvieron a estar disponibles, convirtiéndose éste en un nombre conocido y reconocido para el público lector español. Junto a Zweig otro caso paradigmático es el de Montaigne, cuyos ensayos fueron publicados recortados, por exigencias de la censura de la época, a finales de los años 40 por la editorial Iberia y posteriormente editados en 1985 por la editorial Cátedra en una traducción bastante deficiente. En 2007 Vallcorba recuperaba al filósofo francés, traducido y editado por Jordi Bayod a partir de la edición de 1595 de Marie de Gournay.


Alba editorial está realizando también un extraordinario trabajo de recuperación de textos, que, como es el caso de Escenas de la vida parroquial, de George Eliot, no habían sido traducidos al castellano en España, que, como en el caso de Los diarios, de Sylvia Plath, habían sido publicados solo parcialmente, o que, habiendo sido editados, estaban ya descatalogados y requerían una nueva traducción. Este es el caso, entre otros, de Mozart, camino de Praga de Eduard Mörike, publicado en 1983 por Alianza y, en catalán, por Edicions del Mall o de Michael Kohlhaas, de Heinrich Von Kleist, que había sido publicado en 1948 por Espasa Calpe, en 1974 por Círculo de Amigos de la Historia y, en lengua catalana, en 1978 por Edicions 62.


Algunos olvidos inmerecidos
Es imposible repasar todas las recuperaciones que se están realizando desde distintas editoriales. También imposible no mencionar algunos casos paradigmáticos como el de Chaves Nogales –también podríamos citar a Gaziel, cuyas Meditacions en el desert, acaba de recuperar L’altra editorial, que también recuperó Història de La Vanguardia-, Luisa Carnés o Mercè Rodoreda, cuya novela La muerte y la primavera, permanecía inédita en castellano hasta que a finales del 2017 la editorial Club Editor decidió publicarla.


La editorial de Maria Bohigas, que en 2018 ha publicado Tots el contes, de Victor Català, cuyas obras habían sido publicada nada más y nada menos que entre 1985 y 1990 por Edicions 62 y cuya traducción al castellano de 2009 publicada Lengua de Trapo es difícilmente encontrable en las librerías, ha vuelto a publicar La mort i la primavera, “la novela maldita de Mercè Rodoreda”, en palabras de Andreu Jaume, escrita en 1960 y que Club Editor había publicado póstumamente en 1986.


Edición de Renacimiento de la obra De Barcelona a Bretaña, de Luisa Carnés. Por lo que se refiere a Luisa Carnés, considerada la mejor narradora de la generación del 27, había sido completamente desterrada a un inconcebible olvido hasta que la editorial de Oviedo, Hoja de Lata, publicó Tea Rooms, donde la autora narra su experiencia como camarera en una sala de té de Madrid. Este año, Renacimiento publicó sus Cuentos Completos, reparando así un olvido que, desgraciadamente, no es único. En efecto, Carnés es una de las tantas autoras olvidadas tanto por el mundo editorial como por el mundo académico y de la crítica. Si bien no tuvo relación con sus contemporáneas, María Teresa León o Margarita Nelken, su eliminación del canon es muy similar al de la autora de Memoria de la melancolía, o al de la poeta Ernestina de Champourcine, cuya obra poética ha sido recientemente reeditada por la Fundación Banco de Santander, encargada también de rescatar del olvido a otra autora de peso, Elisabeth Mulder.


 “Carnés denunció las desigualdades económicas y sociales del sistema capitalista, y se concentró en la emancipación de las mujeres a través de la lucha colectiva y la cultura; en la necesidad de que las obreras se desvincu­laran de padres, maridos, patrones y confesores, para transgredir un modelo de vida abocado a una domesticidad matrimonial o prostibularia”, escribía en el 2016 Marta Sanz, recorriendo así la biografía y la obra de Luisa Carnés, que, antes de exiliarse en México, trabajó con en el periódico Ahora, bajo las órdenes de Chaves Nogales, otra de las interesantes recuperaciones recientes.


Chaves Nogales, como cuenta Trapiello en Las armas y las letras, había adquirido “gran renombre en su época por su inolvidable biografía del torero Juan Belmonte”, libro que era junto a Sangre y fuego los únicos títulos de este autor que el lector podría encontrar, con más o menos facilidad, en las librerías hasta que la Diputación de Sevilla, primero, y Libros del Asteroide, después, decidió reeditar sus obras principales, empezando por estos dos títulos y siguiendo con La agonía de Francia, La vuelta al mundo en avión y El maestro Juan Martínez que estaba allí. En efecto, mientras Sangre y fuego, tras publicarse en 1937, había sido reeditado en 2001 por Espasa Calpe y Juan Belmonte, publicado por primera vez en 1935, había sido recuperado en 1992 por Alianza, títulos como Lo que ha quedado del Imperio de los Zares, permanecían desaparecidos desde los años treinta.


“Por lo que sé, el libro sirvió a no pocos de estos para darse cuenta de que, si en las armas no bastaba con separar a los contendientes en buenos y malos, en las letras menos aún, pues no es infrecuente tropezarnos con quienes, equivocándose de bando en las armas, atinaban en el de las letras”, escribe Trapiello acerca de su ensayo Las armas y las letras.


 

Manuel Chaves Nogales
Muchos de los que se equivocaron de bando en las armas, lo pagaron en las letras, donde sí habían atinado, pero también muchos otros atinaron tanto en el bando político como en el de las letras, pero el exilio --véase Max Aub-- les convirtió en ilustres desconocidos para muchos lectores, que apenas encuentran sus obras en las librerías. A los olvidos patrios están los olvidos de fuera, aquellos que heredamos y asumimos y está también la indiferencia, que no deja de ser una forma de olvido, hacia autores y obras que, pertenecientes a otras literaturas, fueron y son ninguneados, por cuestiones políticas, por cuestiones de sexo o de mercado.


¿Toda recuperación literaria es siempre una buena noticia? Ya en 2009 Vallcorba se mostraba preocupado por el hecho de que “clásicos muy justamente olvidados cobren nueva vida, a pesar de que no convenga resucitarlos”.  A priori, el olvido no siempre es un agravio, el olvido es simplemente un hecho. La pregunta que debe plantearse es por qué determinados olvidos y cuán necesario es remendarlos.


 

En este sentido, tan importante es la lección de Bourdieu como la de Bloom:  tan cierto es que las relaciones entre las fuerzas del campo intelectual determinan la consagración de determinadas obras que terminan por ser consideradas arte como que el valor de dichas obras tiene que ver con su valor estético, con su agón. En otras palabras, Bourdieu nos enseña que el valor estético de Bloom no garantiza la superviviencia en la cultura colectiva de una obra, mientras que Bloom nos recuerda que la vigencia de un texto radica solo en el texto en sí mismo.

 

Anna María Iglesia
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