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Derechos de autor y cultura
Por Antonio Tello, secretario de la Comisión de Derechos de Autor de la ACEC

3/2/2010


El vínculo entre cultura y obra artística no es diferente al que existe entre mercado y mercancía en el marco del sistema capitalista. En este sentido, tanto el artista o el intelectual como el productor se reclaman propietarios originales de su creación artística o de su artículo industrial y como tales propietarios ponen a recaudo legal su patrimonio industrial o intelectual asentándolo en los correspondientes registros de marcas y patentes y de copyright. Cabe apuntar que éste es un derecho sustantivo en el ámbito anglosajón, pero no en la Europa continental, donde opera como advertencia de propiedad.

Un producto artístico o intelectual responde al impulso creador de un determinado individuo –el artista- y está connotado por el espacio socio-cultural donde se produce y a cuya retroalimentación contribuye. Pero es erróneo confundir la obra artística con la cultura misma.  Mientras ésta es el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimiento y grado de evolución artística, científica y técnica de un grupo social en una época determinada, la obra artística es un producto cultural individualizado. Este producto es fruto del impulso creador del artista, por lo que su originalidad depende del talento y la autenticidad de éste y no del derecho a la propiedad que tenga sobre el mismo.

Fue a partir del humanismo renacentista cuando el artista tomó conciencia de su individualidad y reclamó para sí la paternidad de sus obras, es decir, los derechos morales y, consecuentemente, a medida que la sociedad avanzaba por el cauce del pensamiento racionalista y de los avances tecnológicos, de los derechos patrimoniales que ella generaba. El romanticismo, en el marco de las nuevas sociedades burguesas y sus correlatos político, las democracias parlamentarias, y económico, el capitalismo, consolidó esta convicción acorde con el marco determinado por el sistema productivo y sus plusvalías.

Las avanzadas sociedades occidentales, especialmente las europeas, han conseguido un alto nivel de bienestar social merced al desarrollo científico y tecnológico, las regalías del capitalismo y, en no poca medida, a la soberbia maniobra propagandística que los gobiernos de las grandes potencias occidentales impulsaron para oponerse a la amenaza comunista. En estas sociedades se alcanzaron asimismo grandes avances en el terreno de los derechos humanos y laborales. Sin embargo, en la primera década del siglo XXI, la situación de los intelectuales es, especialmente la de los escritores profesionales adscriptos a la industria editorial, equiparable a la de un obrero del siglo XVIII, centuria en la que, precisamente, el llamado Estatuto de la reina Ana de Inglaterra reglamentó, en 1710, los derechos patrimoniales del autor creando el copyright. En tanto trabajadores, los autores profesionales carecen de muchos de los derechos naturalizados que gozan los demás, al punto de que –al menos en España- ni siquiera son reconocidos como tales al carecer de un epígrafe profesional específico para liquidar sus impuestos, los cuales hacen efectivo como artesanos, vendedores ambulantes, etc.

La reclamación del pago de los derechos de autor es tan legítima como lo es la de cualquier trabajador, dependiente o autónomo, por el pago de su salario. A nadie se le ocurriría pedirle a un albañil, fontanero, obrero fabril, administrativo, maestro o profesor, etc., que trabaje gratis, por amor al pueblo, al arte o a la cultura. Sin embargo, sí se exige a los autores –escritores, traductores, etc.- que renuncien a sus derechos patrimoniales en nombre de una supuesta gratuidad de la cultura o de las posibilidades de trasmisión que brinda internet. Tal gratuidad no existe, por la sencilla razón de que no vivimos en una sociedad comunista, socialista ni tampoco autogestionaria. El autor no es un ente espiritual que vive del aire, sino un individuo con las mismas necesidades vitales que los demás, cuya vocación/profesión lo integra en la industria editorial. Esto es, en un sector importante del sistema productivo que representa un alto valor del PIB y que es el encargado de la explotación mercantil de la obra.

Por otra parte, los intelectuales, como se argumenta falazmente, no pretenden «apropiarse» de la cultura, porque ésta es por naturaleza un producto social y por tanto inherente a la comunidad que la genera; tampoco es cierto que los intelectuales pretendan mejorar la calidad de sus obras mediante el copyright, porque éste, en tanto conjunto de normas y reglas que regulan los derechos morales y patrimoniales de una obra, no está vinculado a la calidad de la misma sino a su propiedad. Nadie se animaría a decir que la fertilidad de la tierra depende de su registro catastral.

Las virulentas campañas contra el pago de los derechos de autor, focalizadas en el descrédito de las organizaciones de gestión de tales derechos, no se sustentan en principios filosóficos o ideológicos serios, ni siquiera en argumentos racionales. Quienes defienden a ultranza la gratuidad cultural y fomentan la apropiación indebida de las obras protegidas son portavoces útiles de sociólogos de moda, como Joost Smiers, o intérpretes  de la llamada generación ni-ni, es decir, la de aquellos que ni estudian ni trabajan. Por no decir, de los nuevos jeques de la comunicación global, es decir, las plataformas o servidores digitales.

   
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