Martes, 26 de noviembre de  2024



Català  


Por qué les robaron el nombre a estas grandes escritoras?
acec20/2/2020



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Seix Barral publica a autoras sin el seudónimo masculino que las hizo célebres



Son las escritoras enmascaradas. George Sand (1804-1976) no era George Sand sino Amantine Aurore Dupin. Rafael Luna (1833-1880) se llamaba Matilde Cherner. George Eliot (1819-1880) respondía al nombre de Mary Ann Evans. Víctor Català (1869-1966) era Caterina Albert. Fernán Caballero(1796-1877), Cecilia Böhl de Faber... ¿Ha llegado el momento de que llamemos por su nombre a las autoras que se vieron obligadas a utilizar un seudónimo masculino?





Elena Ramírez, directora de la editorial, explica que “vimos la pertinencia de recuperar las obras de Sand y ponerla, al igual que otros clásicos, en contacto con los lectores jóvenes, aprovechando para hacer un gesto de justicia simbólico, devolviéndole su nombre, y también a otras autoras que en su día no pudieron publicar con él. En los próximos meses publicaremos Silas Marner de George Eliot-Mary Ann Evans y Embrujadas de Vernon Lee, seudónimo de Violet Paget. Y estamos cerrando otras contrataciones”.


La biógrafa Anna Caballé juzga “interesante” la iniciativa de Seix Barral aunque “personalmente, soy partidaria de respetar el uso de los pseudónimos en la historia literaria porque dicen de un tiempo, tal vez de un conflicto y si lo reescribimos eliminamos el nudo que pudo haber en la relación entre un autor/autora y su público”.



Caso por caso, explica que “en George Sand el origen del pseudónimo es que ella empieza a escribir, ya casada, en colaboración con su amante Jules Sandeau en Le Figaro. De la contracción de Sandeau, Sand. Pero para ella escribir no era una simple aventura, era una necesidad, una vocación, la tendencia principal de su carácter, de modo que siguió escribiendo cuando la relación con Sandeau languidecía. Y para su primera novela firmada en solitario, Indiana, siguió con el nombre para evitar comprometer el apellido de su marido, del que separaría muy pronto, si no lo había hecho ya. Para ella ocultar su nombre era imprescindible para garantizarse un mínimo de libertad, después ya no le importó porque era el nombre por el que se la conocía en público”.



En el caso de Víctor Català “es el trauma que le ocasiona el escándalo obtenido con su monólogo dramático La infanticida el que la conduce a refugiarse en un pseudónimo masculino: ‘No les parecía correcto que yo (es decir, una mujer) contase la historia de un infanticidio. ¿Acaso puede tener límites la obra del artista?’, escribe en una carta posterior al escándalo”.



La profesora Margarida Casacuberta, que acaba de publicar Víctor Català, l’escriptora emmascarada (L’Avenç), no está a favor de firmar sus libros como Caterina Albert: “Víctor Català es el personaje que ella creó para poder escribir, para dirigirse a sus lectores. Detrás hay toda una historia que, si se le cambiara el nombre de pluma, quedaría oculta”.



Laura Freixas, autora de obras como Literatura y mujeres, cree, en cambio que “rebautizar está bien, es reapropiarnos de lo que es nuestro, terminar con la ficción de que una buena escritora en el fondo es un hombre, ese es el motivo último de que adoptaran el seudónimo masculino.



Contrariamente a lo que se cree, la mayoría de seudónimos no eran masculinos, no forzosamente. Los hay de todo tipo: Flora del Valle, Una religiosa del Convento del Espíritu Santo, Un individuo del Círculo Familiar Espiritista de Córdoba... El seudónimo masculino es de las que aspiran a escribir alta literatura, jugar en primera división. Publicar era una transgresión de la definición de la mujer, que es un ser púdico que se encierra en casa y que calla. Hay una larga lista de hombres que las han hecho callar: San Pablo, Telémaco, Fray Luis de León... El último ejemplo es Kevin Roldán, con su canción Quiero una mujer que no diga nada. Clarín dice que las literatas son caballos o peces, no mujeres”.




La escritora Luna Miguel, en su reciente obra El coloquio de las perras, rescata la memoria de varias escritoras latinoamericanas. Allí hace una referencia a la mexicana Josefina Vicens (1911-1988) que usó seudónimos como Pepe Faroles, José García o Diógenes García. Admite que “tengo mis dudas. Por un lado, está bien que se corrija y que sepamos que esos eran sus verdaderos nombres, pero también tiendo a pensar que su identidad se construyó a través de un seudónimo. En el futuro, deberíamos dejar de fijarnos en el género de los escritores. Me parece muy bien que Paul B. Preciado mantenga la B de su antiguo nombre femenino en su identidad masculina”. Miguel opina que “un nombre es una imposición, como agujerear la oreja a un bebé niña, y en el mundo del arte estamos acostumbrados a ver seudónimos”.



Sobre los problemas de hoy, cree que “no hay ninguna escritora a la que no le pidan que reivindique a alguna madre o abuela literaria. Es algo que pesa mucho sobre nosotras, y debería estar más repartido, las escritoras deben interesarnos a todos por igual, a hombres y a mujeres”. Opina que “el acoso y el abuso se dan también en el mundo literario. Por otro lado, no queremos que sigan hablando de si tal escritora llevaba medias o los labios pintados y que dejen de preguntarles cómo pueden compaginar la escritura con la crianza”.


Xavi Ayén
La Vanguardia




   
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