Martes, 26 de noviembre de  2024



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''Hay más cosas dignas de admiración que de desprecio'', por Albert Lladó
acec26/3/2020



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“Me parece que tengo miedo”, le dice Diego a Victoria, dos enamorados que se han comprometido un día antes de ser conscientes de que están inmersos en una epidemia que azotará España.  Ocurre en el primer acto de El estado de sitio, la obra de teatro que Albert Camus escribió, en 1948, a petición del actor y director Jean-Louis Barrault.


La pieza, divida en tres actos, adopta los motivos de la novela que el propio Camus había publicado un año antes, La peste, aunque ahora la ciudad confinada es Cádiz, y no Orán. Aunque el pensador y dramaturgo insiste en que no se trata de una adaptación —aquí incluye el coro, la mímica y la pantomima—, lo cierto es que existe una atmósfera muy parecida. La amenaza de muerte que sufre la ciudad, su aislamiento, sirve para mostrar lo mejor y lo peor del ser humano.


Ya en el prólogo vemos que aparece un cometa como señal de alarma. Nadie quiere hacer caso al aviso. Uno de los ciudadanos cree que es el fin del mundo, mientras que otro le responde que el mundo puede morir, “¡pero no España!”. Pronto se darán cuenta de que lo que viene es algo muy parecido a una guerra.


Ocurre cuando alguien —un médico— se atreve a decir la palabra maldita: “la peste”. Solo entonces, cuando aparecen los primeros cadáveres, como ahora con los primeros muertos por el coronavirus, se decreta la cuarentena. Las autoridades tardan en reaccionar. Saben que lo mejor para la política —para lo que ellos consideran que es la política— es que nada cambie, aparentemente. “La epidemia se desencadena con una rapidez que supera todos los auxilios. Los barrios están más contaminados de lo que se cree, lo cual me inclina a pensar que es preciso disimular la situación y no decir la verdad al pueblo a ningún precio”, dice el alcalde.


Aquí ha pasado algo parecido. El Covid-19 era como una gripe, aseguraban. Un poco de fiebre, una tos seca. Sólo mueren los viejos, y los que ya estaban enfermos previamente. Como si el darwinismo social se hubiese instalado, con toda su crueldad, en cuestión de segundos. Incluso Boris Johnson se ha atrevido a decir en público que la mejor estrategia es no hacer nada. Esperar a que, por arte de magia, los británicos se inmunicen antes, y más rápido, que el resto del mundo.


El miedo de Diego no tiene nada de cobardía. Aparece con una máscara —Camus parece que escribe justo un segundo antes de que lo leamos—, y reconoce ante Victoria que lo que de verdad teme es contagiarla. ¿Hay algo más aterrador, y más absurdo, que una caricia nuestra se convierta en una puñalada a los que amamos? ¿Cómo el resultado del deseo, el cuerpo a cuerpo, puede transformarse en cadena incontenible de muerte?


Después de los atentados de las Ramblas, los ciudadanos, espontáneamente, gritamos que no teníamos miedo. “No tinc por”, decíamos. ¿Y si, en este caso, ante un enemigo tan invisible como eficaz, lo audaz es gritar nuestro miedo? ¿Y si, con las armas de la vulnerabilidad compartida, identificar el temor es una forma de desactivarlo?


En la obra de Camus pasa lo que pasa ahora en España. Los gobernantes prohíben toda reunión pública, no se puede circular por las calles, mientras aseguran que garantizarán los artículos de primera necesidad. Leer El estado de sitio es leer el diario de ayer mismo. Vemos cómo algunos personajes esconden sus provisiones, y cómo los habitantes de ese Cádiz tan remoto como actual han de taparse la boca para no transmitir el mal a sus vecinos. Las puertas de ciudad se cierran una tras otra.



En la segunda parte de la obra de Albert Camus somos testigos de cómo La Peste, que ha tomado el control de la ciudad, junto a su secretaria, que ejecuta todas las ejecuciones —el autor juega con la gramática como el lúcido escritor que es—, reclama un certificado de existencia a todos los afectados. ¿Cómo le pedimos a una persona sin hogar, en pleno siglo XXI, que vuelva a una casa de la que le hemos desahuciado? ¿Quién se va acordar ahora de los que, sin papeles ni derechos, hemos encerrado en los Centros de Internamiento de Extranjeros?


“La desesperación es una mordaza. El trueno de la esperanza, la fulguración de la felicidad son los que desgarran el silencio de esta ciudad sitiada”, afirma Diego, que ha ido entendiendo su miedo hasta neutralizarlo. Ha convertido un sustantivo, letal, pegado a la epidermis como una alimaña, en un atributo que poco a poco va a poder impermeabilizar.



La secretaria, burocracia del espanto, se da cuenta de la metamorfosis de Diego. También el ser humano puede mutar hasta encarnar la mayor de las resistencias. “Siempre ha bastado que un hombre se sobrepusiera al miedo y se rebelara para que la máquina comenzase a rechinar”, admite.


“¡Despierta, España!”, grita Diego, en un aullido que es todo menos patriótico. Es la reacción frente a quien, sumido en la angustia, le da la razón a La Peste, y llega a afirmar en voz alta que “es cierto que hay que hacer algunas limpiezas”. Ahí está el combate. En ese Cádiz remoto, y en esta Europa amnésica. No se puede salir de un desafío colectivo de tal magnitud si no es haciendo más grueso, más tenaz, el cordón umbilical que, más que amigos de la coincidencia, celebra la fraternidad de la diferencia.


“¡Tiempo de hombres libres!”, sostiene el personaje, que ya habla como su autor. Porque ni el confín ni el confinamiento son características de la servidumbre. “Hay límites. Y aquellos que pretenden no dar ningún regla, como los otros que entendían darla para todo, exceden igualmente los límites”, leemos. Las mujeres y hombres también son libres, nos dice Camus, en sus presidios. Lo hemos visto en estas horas difíciles. En la redes de solidaridad que atienden a los más mayores, trayéndoles la compra y paseándoles la mascota. Lo hemos visto en la comunidad china de Madrid y Barcelona, regalando todo su stock sanitario a los equipos de emergencias. Lo hemos visto en los que aplauden cada noche a quienes se están dejando la piel en los hospitales. Públicos, por cierto.


Diego se tendrá que sacrificar para que los ciudadanos vuelvan a relacionarse desde la compasión. Victoria —la victoria de la vida en libertad— le ruega que no lo haga. Si han de morir, morirán los dos. La respuesta de quien agoniza, hoy, con todo lo que hemos aprendido del feminismo, no puede ser más clarividente: “No, este mundo te necesita. Necesita mujeres para aprender a vivir. Nosotros nunca hemos sido capaces sino de morir”.


Necesitamos a esas enfermeras, a esas médicas, que están acompañando a los infectados. ¿Hay alguna revolución más honesta que la empatía? Pero también necesitaremos a quien interprete con acierto lo que esto nos tiene que cambiar, a quien no olvide que el dolor también puede ser un aprendizaje. Como el doctor Rieux, narrador de la novela La peste, publicada en 1947, tan sólo un año antes que la obra de teatro, y que se empeña, cuando todo el mundo ya está brindando por el fin de la epidemia, en “testificar en favor de los apestados”. Para simplemente decir algo, según sus propias palabras, que se aprende en medio de las plagas: que en los seres humanos “hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.


Albert Lladó
Revista de letras


   
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