Martes, 26 de noviembre de  2024



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Alejandra Pizarnik, biografía de un mito: una travesía hacia sus infiernos
acec3/3/2022



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Alejandra Pizarnik dijo adiós a este mundo hace 50 años. Para conmemorar este medio siglo sin ella, Lumen publica la biografía definitiva de la poeta maldita.


“Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sacha: cinco nombres para una misma persona”. Así comienza la última crónica sobre la vida de la poeta Pizarnik. Biografía de un mito (Lumen, 2022) pretende acercarnos a Alejandra, bajarla del Olimpo maldito, hacerla más terrenal. Comprenderla, odiarla incluso. La noticia sobre nuevos textos inéditos en el archivo de Princeton empujó a las expertas Cristina Piña y Patricia Venti a revisitar el universo de la argentina. Por un lado Venti, doctorada en Pizarnik, ha dedicado treinta años de su vida a consagrarse en los claroscuros de la niña de Avellaneda. Piña fue de las primeras en publicar un libro biográfico de la autora. Ambas constatan que no fue una sumersión sencilla: la sombra alejandrina es alargada, confusa y también tóxica.


“El más hermoso de mis amores fue mi amor por los espejos”, confesaba en un poema parte de Extracción de la piedra de la locura. Para conocer a la mujer y no al reflejo, las autoras han contado con el testimonio de Myriam Pizarnik de Nesis, hermana mayor de Alejandra, quien con una justificada reticencia inicial colabora en este mapa ontológico. Los papeles de Alejandra —la correspondencia con su psicólogo Leon Ostrov, los garabatos en sus cuadernos, borradores de obras hechas y a medio hacer— y especialmente sus Diarios, un tomo publicado en su totalidad en el 2015, también han sido determinantes para este retrato esencial.


“Esta Alejandra es más frustrante, verdadera”, escriben. Fascinarse por su capacidad de autora colosal, titánica. Pizarnik no hablaba con las musas: sudaba trabajo y palabras. Su devoción literaria iba más allá del oficio, ella era el oficio llevado al extremo. Dormía, literalmente, con el lenguaje. Tarjetas de cartulina que rellenaba con verbos, adjetivos, sinónimos, y revolvía con su cuerpo hasta dar con la exacta. Peñi recuerda que “el aura de maldita no debe eclipsar su extenuante labor como escritora e inteligencia como lectora. Como explica Venti en el prólogo, nos situamos ante una nueva Alejandra mucho más compleja, desgarradora, entrañable, transgresora e insufrible que la que hasta ahora conocíamos”.


Para Pizarnik la escritura es un arma que comienza a manejar a los quince años. La inocencia y su nombre —de nada le sirve Flora y se despoja de él— sus primeras víctimas. Hija de emigrantes judeo-ucranianos, el Buenos Aires de Avellaneda no se ajusta a su persona. Como niña extraviada, la consumen fobias, recelos y complejos. Desea renacer en el lenguaje, dar con un compás litúrgico de vocablos que expresen lo que ha leído en Rimbaud, Apollinaire, o en el existencialismo de Sartre. Exorcizar el dolor y transformarlo en poesía, el único idioma que manejará tanto en sus versos como en sus epístolas, diarios y prosa. Al poco publicará su primera obra, La tierra más ajena, y al poco lo detestará, quemando hasta el último ejemplar. “No sé cómo podía escribir así”, dirá en una carta tras su llegada a París, donde se sentirá un poco más de este mundo. Sumergida en el surrealismo, abrazada por Octavio Paz, Rosa Chacel, Italo Calvino o su madre literaria, Olga Orozco, publicará Árbol de Diana. Malvive satisfecha trabajando como traductora y crítica literaria en un cuartucho cerca de la Sorbonne —La farmacia, La cueva, lo llaman sus amigos expatriados— hasta que cuatro años después vuelve a la tierra matrona que rechaza. Argentina le dio la espalda o fue al revés: publica desde ahí Los trabajos y las noches. Llegará también su Condesa sangrienta y con ella la obsesión por otro alter ego descubierto, una beca Guggenheim y otra Fulbright, pero no la cura para la adicción y el deterioro.


En las investigaciones se han topado con un secretismo disimulado tras un tono de admiración y reverencia. Quienes la conocieron optan por preservarla sin revelar demasiado. No mancillar o romper la imagen de la eterna adolescente, la niña del surrealismo, la prodigio, venerarla en sus contradicciones y misterios. “No quiero ir nada más que hasta el fondo” fue su frase testamental. Alejandra, sin salirse del guión, dijo adiós a este mundo el 25 de septiembre de 1972. Un suicido anticipado de la “muerta viva”. La vida se le quedaba corta y cincuenta pastillas de Seconal sódico la sepultaron a los 36 en su cuarto de Montevideo. Hubiese querido más que esto y a la vez nada. Durante décadas intuyó un destino fatal ansiado.


Quién realmente es Alejandra Pizarnik, la enfant terrible, la Inés corrompida de Elena Garro, la Maga de Cortázar. Con esta biografía acompañamos a la autora en su travesía hacia el infierno.







   
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