Martes, 26 de noviembre de  2024



Català  


Las ciudades invisibles
acec5/9/2022



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Hay dos juegos de la infancia que ejemplifican bien las formas de mirar aquello que tenemos justo delante. El primero es el ¿Quién es quién?, un doble tablero en el que cada participante ha de adivinar cuál es el personaje que se esconde detrás de las fichas giradas. Preguntando si lleva sombrero, barba blanca, o gafas, deberemos desvelar la identidad de Sam, Amy o Al. Poco a poco, a cada nueva pregunta, el juego se convierte en un interrogatorio. Nos transformamos en una suerte de policías que quieren acabar con el encubrimiento. El otro juego, en realidad, nace con una serie de libros, creada en 1987 por el dibujante británico Martin Handford. Se trata de ¿Dónde está Wally?, y aquí la estrategia de observación es justamente la contraria. No hay velos, ni ocultaciones. El protagonista de esta historia siempre viste igual: jersey de rayas horizontales rojas y blancas, gafas, pantalón vaquero y un gorro, también a rayas. Y está siempre presente ante el espectador, aunque sea en medio de múltiples personajes. Nos convertimos, ahora, en un detective. Lo más visible de todo es lo que parece más difícil de ver.


¿Cuántas veces nos ha pasado eso, tener en nuestra ciudad, a solo unos pasos, algo en lo que jamás nos habíamos fijado? ¿Realmente conocemos el sitio en el que vivimos? ¿Miramos nuestro entorno como policías o como detectives?


La literatura nos invita a mirar el mundo como si fuéramos detectives, no policías. Es lo que hace Edgar Allan Poe en La carta robada, una historia publicada en 1844. Se trata del último de los relatos protagonizados por el detective Auguste Dupin. El argumento es muy simple, pero muy clarificador. Un ladrón ha robado una carta con información sensible, y saben que la tiene en su casa. La policía busca una y otra vez por todos los rincones. Inspeccionan minuciosamente los lugares más recónditos, registrando muebles y objetos. No encuentran nada. Desesperados, ofrecen una gran recompensa al detective para que los ayude. ¿Qué hace este? Mostrarles que el ladrón la había dejado en el lugar más visible de la vivienda, “en un miserable tarjetero de cartón afiligranado” colocado “justamente sobre la repisa de la chimenea”. El lugar era tan obvio, estaba tan a la vista de todo el mundo, que nadie se había preocupado de mirar allí.


El pensador francés Michel Foucault, en una conferencia titulada El pensamiento del afuera, nos habla de esa brecha de posibilidad de la literatura. “La ficción consiste no en hacer ver lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible”, nos dice, en algo que parece más un trabalenguas que un argumento. Sin embargo, no hay que dejarse confundir por lo críptico de la sentencia. Lo que afirma el filósofo es lo mismo que podíamos comprobar cuando éramos niños y nos preguntaban dónde estaba Wally.


El extrañamiento, o la desfamiliarización de la mirada, es como llaman los formalistas rusos –en especial, el crítico Víktor Shklovski– a esa capacidad de la literatura para ofrecer una nueva perspectiva de la habitual visión de la realidad. “El propósito del arte es el de impartir la sensación de las cosas como son percibidas y no como son sabidas.”


¿Cuántas veces un extranjero que visita nuestra ciudad por primera vez nos ha descubierto algo en lo que nunca nos habíamos fijado antes? ¿Por qué somos inmunes a los detalles de la calle en la que vivimos si pasamos por allí, día tras días, miles de veces?


Eso es lo que puede ofrecernos una literatura de la periferia. Una literatura que narra los márgenes, sin resignarse a la marginalidad. Es evidente que narrar la periferia tiene sus tentaciones, tentaciones que deberíamos evitar si no queremos caer en la burda caricatura. De nada sirve la folklorización  –como si la vida del suburbio ofreciera siempre una vida más auténtica– ni tampoco la estigmatización –como si el barrio fuera el único lugar en el que ocurre todo tipo de violencias–. Lo interesante de los tropos de la periferia es, paradójicamente, que nos permiten pensar la diferencia de la ciudad, poner en cuestión sus centros, resignificar sus límites y sus formas de identidad falsamente homogéneas e inamovibles.


En toda periferia literaria hay fábricas y cemento, pero también la naturaleza que quiere escapar de un progreso deshumanizado

La ciudad necesita mirarse a sí misma, no como forma de autocomplacencia o de lamento, sino para comprender su complejidad, y las infinitas posibilidades que alberga. No existe una ciudad viva sin imaginación propia. Eso lo sabe bien Italo Calvino cuando escribe, en 1972, Las ciudades invisibles. Se trata de un libro de ficción en el que Marco Polo explica al emperador de los tártaros sus viajes imaginarios, no como una forma de fabulación, sino como “una discusión sobre la ciudad moderna”, y como “un último poema de amor a las ciudades”, según reconoce el propio autor. Casi al final del libro, el narrador habla sobre qué significa caminar (y, por tanto, describir) los límites de la urbe: “Continúas así, pasando de una periferia a la otra… fuera de Pentesilea, ¿existe un afuera? ¿O por más que te alejes de la ciudad no haces sino pasar de un limbo a otro y no consigues salir de ella?”.


Es Wittgenstein quien dice que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, en uno de sus aforismos más conocidos. ¿Realmente es así? ¿O el límite, como defiende Calvino, es la posibilidad de conocer la ciudad desde un ángulo extraño, diferente, donde percibir lo que desde siempre ha estado allí, aunque nos hayamos empeñado en ignorarlo?


Yo nací en una ciudad invisible , dentro de Barcelona. Y esa invisibilidad de lo visible es la que he intentado narrar en la novela de La travesía de las anguilas primero, y, luego, caminando durante las rutas literarias por los límites de la ciudad que he comisariado recientemente en el CCCB. Para ello, antes, debía esbozar una tradición propia, necesariamente heterodoxa, necesariamente incompleta. Pero que me ayudara a plantear las preguntas que quería explorar, y, como sostiene Sanchis Sinisterra, mostrar que “desde las zonas fronterizas no se perciben las fronteras”.


El último bloque

Crecí en una ciudad invisible. Al menos lo es, aún, para la mayor parte de los habitantes de Barcelona. Se trata de Ciutat Meridiana, un barrio de la periferia de la capital catalana que se construyó en los años sesenta –época del alcalde franquista José María de Porcioles– en unos terrenos que estaban destinados a ser el nuevo cementerio de Collserola, proyecto que se descartó por la mala calidad del suelo. En vez de los muertos de Barcelona, pusieron allí, sin ningún servicio básico, a personas que por su bajo nivel adquisitivo no podrían vivir en el centro de la ciudad.


Nací justo en el último bloque de la ciudad. Si cruzabas la acera, te adentrabas en una especie de bosque indómito, y estabas ya, de hecho, en el Vallès Occidental. Al principio pensaba que mi madre no nos dejaba cruzar la calle para que no abandonáramos del todo la ciudad. Pero la ciudad hacía tiempo que nos había abandonado a nosotros.


Muchos han oído hablar de Ciutat Meridiana porque es hoy una de las zonas con más desahucios de España. A la mayoría les suena, simplemente, porque, hace pocos años, en la esquina de mi edificio colocaron un gigantesco letrero que dice “Bienvenidos a Barcelona”. Se puede ver desde la carretera. El muro da la bienvenida a una ciudad que para nosotros era tan extranjera como para el conductor que cruza los interminables nudos de la carretera que separa el barrio del resto del mundo.


Decía André Malraux que “la tradición no se hereda, se conquista”. Algo de eso es lo que he buscado en autores tan dispares como Francisco Candel, Luis Goytisolo o Javier Pérez Andújar. Necesitaba conquistar una tradición –una caja de resonancias– que se hubiese atrevido ya a narrar la periferia.


Paco Candel

Candel nos ha ayudado a entender la historia de Catalunya, y de España, desde un rincón pobre y promiscuo de Barcelona, el barrio de Can Tunis, al otro lado de las faldas de Montjuïc. Desde una ciudad invisible. Desde Donde la ciudad cambia su nombre, la novela que publicó en 1957.


Para entender quién es Paco Candel es interesante ir a sus diarios, titulados El gran dolor del mundo, que le sirven para recordar nombres y hechos, y que se convierten en un observatorio permanente de su entorno. Su primera anotación, a los dieciocho años, es para dejar escrito que su madre ha muerto. La ausencia es el primer motor creativo de Candel, igual que lo es para Goytisolo, que pierde a su madre cuando es muy pequeño, durante un bombardeo en la Guerra Civil.


Los Candel llegaron a Barcelona, desde Valencia, para vivir en las Casas Baratas, en lo que luego se llamó el barrio de Eduardo Aunós, en la Zona Franca. En toda periferia literaria hay fábricas y cemento, pero también una naturaleza que, en medio de los procesos urbanísticos, quiere escaparse de un progreso deshumanizado. Candel retrata ese ambiente en Donde la ciudad cambia su nombre. Él y su familia pasan a habitar la portería de la parroquia de Nuestra Señora de Port. La madre se encarga de la limpieza de la iglesia, mientras su padre ayuda al sacerdote. Tienen un patio con higuera, un huerto y un gallinero. Pronto el progreso, la remodelación del barrio, acaba con las acacias del paseo, que se construye con materiales baratos. El joven escritor sufre esa transformación como un dolor casi físico, individual y colectivo. Y hay que hacer un mapa de esa ausencia. De los rituales sociales que están a punto de desaparecer.


Candel cartografía, desde la novela, una ciudad que era invisible para la literatura y para la política institucional

La periferia es un universo propio –por eso es universal–, como un universo propio –y universal– es el Macondo de Gabriel García Márquez. En el primer Francisco Candel emerge la voluntad de cartografiar una ciudad invisible para la literatura y para la política institucional. Por eso, en el libro incluye mapas y esbozos del espacio. Hace geografía a través de la novela.


El autor, que poco después será reconocido por el libro Els altres catalans, está intentando narrar una comunidad –con sus particularidades– que no sea vista como una simple masa de individuos fácilmente domesticables.


Luis Goytisolo

Luis Goytisolo gana la primera edición del Premio Biblioteca Breve en 1958 con Las afueras (libro reeditado recientemente por Anagrama). La crítica destaca que escribe bien, pero pone en duda que lo que ha hecho el joven escritor (tiene veintitrés años) sea una novela. ¿Son siete relatos independientes o existe algún tipo de unidad que teja esas voces que, aparentemente, pertenecen a distintos argumentos?


Lo que busca Goytisolo es crear un ­paisaje común en el que el individuo deja el papel protagonista a la sociedad como conjuntos de singularidades. ¿No es eso una ciudad y una novela? Los siete ca­pítulos (que no llevan título) son partes que no adquieren su significado hasta la suma final. Son singulares que, sin perder su individualidad, conforman una cartografía común. Al utilizar los mismos nombres para distintos personajes (Víctor, Don Augusto, Magdalena, Bernardo, Claudina, Domingo, …) construye una especie de juego de lenguaje que obliga al lector a ser quien articule su puzle interpretativo.


No hay enlaces directos, pero sí equivalencias. Resonancias. Aunque no se dice explícitamente, el lector puede situar la acción en las afueras de Barcelona, y en un contexto muy determinado; algunos años después de la Guerra Civil. Esto es, ya, una posibilidad para narrar las afueras sin falsas epopeyas ni connotaciones manidas. La creación es el lenguaje que consigue narrar acontecimientos.


El acontecimiento es por sí mismo problemático. Y es ahí donde la literatura puede comprometerse, hablar de la realidad sin caer en el realismo, utilizar el símbolo o la metáfora para sortear la tentación de la pancarta, hacer literatura sin dejarse atrapar por las jaulas de la literalidad. Todos podemos citar los acontecimientos de nuestras vidas (un nacimiento, un accidente, un encuentro fortuito). Lo que hace el escritor de ciudades invisibles es proponer nuevos acontecimientos para poner en crisis esa invisibilidad.


La literatura tiene la capacidad de ofrecernos una nueva perspectiva de la habitual visión de la realidad

En esta suerte de tradición de la periferia que estamos dibujando, la naturaleza tiene un papel fundamental. Los geranios aparecen en Las afueras como un símbolo de resistencia. Son las plantas que mejor resisten el frío y el calor, y no necesitan demasiados cuidados (Ciutat Meridiana, mi ciudad invisible, está llena de geranios).


Los geranios aportan belleza en lugares aparentemente derrumbados. Don Augusto, en Las afueras, tiene dos formas de resistencia: los paseos y el cultivo de los geranios. El personaje está escribiendo un libro, cuya tesis es que “las leyes económicas tienen su raíz en la sabia naturaleza”. Pero alguien le ha arrancado las plantas. Lo que queda es la amenaza del desahucio y la ausencia del hijo muerto.

¿Por qué al niño de esa novela le fascinan los mapas? Se pasa todo un capítulo sin hablar, solo construyendo e imaginando cartografías. Hay un interés por construir una nueva geografía, una cartografía diferente de la resistencia. Al final, los geranios, arrancados y amontonados, son quemados en forma de hoguera por Don Augusto. “Sería horrible dejar que se pudrieran a la vista de todo el mundo”.


Javier Pérez Andújar

Han de pasar más de cincuenta años para que de una manera tan clara, tan directa, un escritor ponga de nuevo la periferia en el centro de la discusión literaria. Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán, antes, han logrado universalizar la vida de barrio, pero lo que hace Pérez Andújar con Paseos con mi madre, publicado en el 2011, es establecer un diálogo entre diversas poéticas de los márgenes urbanos en el que han participado        –seguramente, sin pretenderlo– autores tan diferentes, en estilo y forma, como Carlos Zanón, Toni Hill, Kiko Amat, Anna Pacheco, o Hernán Migoya, entre muchísimos otros.


Pérez Andújar narra lo que se encuentra cuando los domingos pasea junto a su madre por Sant Adrià y otros barrios periféricos de la ciudad. Constituye, pues, un paisaje y una atmósfera. Decide mirar desde las zonas fronterizas. La estrategia es, siempre, la mirada. La mirada es lo que nos hace singulares: “Devorar el mundo con los ojos como un marinero subido a la cofa del barco. Aprender mirando…”


Hay que construir una lírica. Una comedia humana. Unos personajes y unas heridas. Se puede ser de Barcelona de muchas maneras, nos dice. Pero lo importante es que, en esa voluntad de narrar los márgenes, la escritura se hace caminando. Porque los barrios se han hecho así, analógicamente. Pero la periferia tiene algo de isla, de ciudad invisible para los demás: “De Barcelona no hay ni rastro… forma parte del mismo cuerpo y está muy cerca, pero es inalcanzable”.


En la periferia, el lenguaje puede escapar de la propaganda. Y el escritor busca un lenguaje que sea nombrador, no mera repetición: “La frase hecha es la comida preparada, es la comida basura del lenguaje”. Eso, a la vez, le permite crear una gramática propia. La mirada atenta, y el caminar como deriva, van dibujando el itinerario de una ciudad que ensancha sus mapas. Y estos autores, pertenecientes a una tradición heterogénea, lo hacen, al mismo tiempo, a través del compromiso y la imaginación. Es una invitación que permanece abierta. Y es que no es verdad que todo está narrado ya. No de la misma manera.


¿Cómo se ha narrado en catalán la periferia?

Cuando se anunció el curso que hice en el Institut d’Humanitats, Literatura y periferia. Hacia un pensamiento del afuera, una serie de conferencias en las que desarrollaba algunas de las ideas que he reelaborado aquí, algunas personas me criticaron en las redes sociales por no incorporar autores en catalán. Como si la periferia de Barcelona no hubiese sido narrada, también, desde una tradición –igual de heterodoxa– perteneciente a la literatura catalana. Tenían parte de razón.
Una cosa es que uno, cuando escribe en castellano sus novelas, quiera dialogar preferentemente con la literatura en castellano, y otra es presuponer que por ello exista una pretensión de obviar algunos escritores y títulos fundamentales para ese pensamiento del afuera. Es tan absurdo vincular exclusivamente el obrerismo al castellano, como pensar que los escritores en catalán no han explorado desde hace mucho tiempo, y también en la actualidad, los márgenes de la ciudad.
Uno de los autores más destacados, en ese sentido, es Juli Vallmitjana. Mucho antes de que lo hiciera Francisco Candel, y bajo el pseudónimo de J.V. Colomines, el escritor describe los barrios que ocupan la falda de Montjuïc –los únicos con carácter, según afirma– en una novela titulada La Xava, y publicada en 1910. Aunque tuvo un gran éxito entre los lectores, la crítica del momento no le dio el valor que su propuesta realmente supone. Consigue dotar a sus personajes de una lengua viva, llena de temperatura y de matices.


Ya a finales del siglo XX, un título destaca especialmente. Se trata de Carrer Bolívia, de Maria Barbal, editado por primera vez en 1999. Situada en el Besòs, la trama nos adentra en temas como la inmigración, la lucha sindical y la identidad, durante los últimos años del franquismo. Otro nombre destacado es David Castillo, con títulos como El cel de l’infern y El mar de la tranquil·litat o, aún más recientemente, Anna Ballbona, con No soc aquí, novela reconocida con el premio Anagrama en 2020, y que, con la lúcida ironía que suele utilizar su autora, ofrece un paisaje que emerge entre la naturaleza, el cementerio, la autopista y los polígonos industriales, tropos todos ellos de la mejor literatura de periferia. 


Paisajes actuales del extrarradio

En Anatomía de la crítica, el teórico canadiense Northrop Frye distingue cuatro tipos de tropos narrativos: agon, pathos, anagnórisis y sparagmos. Así, en la ficción solemos encontrar imágenes que, gracias a su reiteración, van infundiendo capas de significado a un metáfora que se actualiza una y otra vez bajo las ideas de conflicto, sufrimiento, el descubrimiento de la propia identidad, o la destrucción de un mundo concreto y singular.


Los tropos de la literatura de periferia no han dejado de actualizarse en los últimos años. Uno de esos no lugares es, sin duda, el centro comercial situado en el extrarradio. Tanto es así que Hernán Migoya decide titular Baricentro (Reservoir Books, 2020) la novela en la que narra la ciudad dormitorio en la que creció, Barberà del Vallès. La cultura popular y el descubrimiento sexual aparecen como los episodios de una iniciación vital que trascurre a pocos kilómetros de Barcelona. 
También la joven autora Meryem El Mehdati ha titulado su debut literario con el nombre de un supermercado (Supersaurio, Blackie Books, 2022), la cadena más importante del archipiélago canario, y en cuyas oficinas trabaja la protagonista. “Esto no es Madrid, donde el metro pasa cada cinco minutos”, leemos, en lo que resulta una odisea de guaguas (autobuses), durante cada jornada laboral, para llegar al centro de la ciudad.


Si el conflicto principal de estas novelas muchas veces coincide con la búsqueda de la propia identidad, en paisajes protagonizados por el descampado y el polígono industrial, los tropos del sufrimiento y de la destrucción suelen estar asociados a la aparición de la droga. Lo vemos en Facendera (Anagrama, 2022), desde donde Óscar García Sierra nos traslada a un universo en el que, tras el cierre de la central térmica y las minas, se han ido esfumando las expectativas de la comunidad. 
Como en los paisajes que tan bien supo ilustrar Bigas Luna en su película Yo soy la Juani (2006), y que también ha sabido resignificar Rosalía en videoclips como Malamente y Pienso en tu mirá, los coches tuneados y el parking de una gasolinera solitaria son los escenarios de un mundo que busca sobrevivir al olvido y a la inercia.


Los tropos usan la repetición, y la actualización, para hacer comunicable un espacio de vida que, pese a las múltiples dificultades, encuentra en la narración de sus propios códigos la manera de no ser eliminado definitivamente del mapa. El recuerdo es, pues, una forma de resistencia, y Bárbara Blasco, con La memoria del alambre (Tusquets, 2022), nos transporta a la Valencia de la ruta del bakalao, donde la presencia de la droga y la música mákina no han podido borrar, veinticinco años después, la pregunta sobre cuándo y por qué perdimos la inocencia. A. Ll.







   
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