Martes, 26 de noviembre de  2024



Català  


Alejandro Duque Amusco
acec8/1/2023



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Comenzó firmando con su segundo apellido y durante años fue para mí y para muchos otros lectores suyos Alejandro Amusco. Más tarde, sin renunciar al segundo, recuperó el primero, que es como se le conoce y reconoce hoy. Alejandro Duque Amusco (Sevilla, 1949), el mejor estudioso y editor de Vicente Aleixandre y autor de modélicos trabajos sobre la poesía de Francisco Brines, es - lo ha sido siempre- un poeta elegíaco intenso, profundo, preciso y ejemplar, al margen de modos y de modas, y fiel al único mandato de su obra, que ha ido creciendo hacia sí misma, articulando una poética netamente definida y absolutamente personal. 


Hace un año y medio se publicó en la editorial Renacimiento una cuidada antología suya, Noche Escrita, seleccionada y prologada por el poeta José Corredor-Matheos, que recogía una excelente muestra de su escritura poética desde 1976 hasta 2020, y en la que se adelantaban cinco poemas de este libro nuevo suyo, Un único corazón, que nos ocupa hoy. Corredor-Matheos enunciaba allí algunas de las claves de la poética de Alejandro Duque Amusco, como que «El poema es siempre, no el resultado de un acto de voluntad, sino de obediencia a una voz interior, en el que el poeta no es el protagonista, sino el oyente». Y, en sus poemas iniciales, se advierte ya una pureza de dicción unida a la delicadeza con que expresa sus percepciones, así como no pocos de sus temas recurrentes: «el mar huye a galope», «Oh amor, ¿por qué depones tus armas delicadas?» o «cenizas quedan de lo que fue victoria,/ascuas en vez de amor, /dolor en vez de plenitud y nubes», sensaciones a las que en su último libro va a volver y con las que su visión de la realidad está concatenada. Lo que su autor llama «la tarde íntima» constituye el núcleo temporal de su poética, a la que no son ajenos una plasticidad propia de la retina de un pintor («Quiebra el cielo en la tarde el horizonte») y que ejemplifica su poema «Espejismo» («El fuego es mi conciencia. El aire,/la sombra que respiro./La luz, una palabra/ que devora el silencio./Y el misterio, la noche/del puro pensamiento/en que la luz termina»). 


Lo que tendrá diversos desarrollos en su libro Del agua, del fuego y otras purificaciones (1983), en el que poemas como «Una rima hacia el interior de la noche» anuncian puntos de su pensamiento («la memoria, rosa espectral, espejo interior del tiempo») e innovadoras formas expresivas, en las que el verso se abre o se contiene, se ensancha o se condensa, no por capricho sino por necesidad. Así hay que entender –creo- tanto la amplitud silábica de algunos de sus módulos como su indagación en el hai-ku y la tanka, de los que es maestro. En Sueño en el fuego (1989), título en el que insiste en la fidelidad a algunos de sus símbolos más presentes, se declara no veneciano sino culturalista de otro modo, como en su poema «Pompeya»; demuestra una vez más su capacidad para la más precisa pincelada («Bandas de azules, plateados, fucsias,/y el lento vapor de las barcazas, lejos»), la brillantez sonora descriptiva («entre rojos muarés y tabiques de espejos que regalan miradas, roces, formas») y la frase gnómica («Nada está escrito,/pero todo se cumple: / el precio de la felicidad/ es la desdicha»). En Donde rompe la noche (1994), Premio Loewe de aquel año y que recuerdo entusiasmó a Octavio Paz, despliega una paleta formal, amplia en su varia formulación, pero unitaria en su idea de la vida, de la obra y del mundo: «He visto la luz, /su aullido blanco en la mañana»; «Fuego verbal/ para mi noche/escrita» o «El nunca/es el lugar/más habitado». El poeta, devoto de su vida oculta, encuentra en la figura de Pessoa un alter ego desde el que decirse «esperando de la palabra/lo que no da la vida». En A la ilusión final (2008) la economía expresiva roza la desnudez lingüística y recoge poemas de tan alta calidad como «Nieve», o «Manos»; hace confesiones como en «Renuncia»; y ensaya magníficas y atrevidas distorsiones del soneto en su disposición estrófica como en «Cacería celeste» y «Llamas». 


Por múltiples razones Jardín seco (2017) es tan estremecedor como la experiencia vital que contiene y que sintetiza un verso como éste: Son ceniza los libros y la muerte, y los poemas «Regreso», «Aurora» y «Resurrección», que nos conmueven en su verdad de lo más íntimo. Un único corazón es un libro en el que se afirma la fe en la tradición, se oye la llegada de «los pasos de la noche», se elogia -como quería Nietzsche- la lentitud, se poetiza una antigua fotografía familiar y se recapitula sobre la realidad y la ficción de lo vivido, al tiempo que se investiga en otros modos de formulación, se glosa a Quevedo, se reescribe el carmen VIII de Catulo y algunas de las elegías de Propercio, se hace uso de la fábula y de la ironía, se homenajea a Ovidio, se insiste en Holofernes, se ahonda en las posibilidades de la copla, se practica la alocución al caminante, propia del epigrama, y los poemas -me atrevería a decir que todos ellos- corresponden a una nueva forma de dicción que Alejandro Duque domina magistralmente, ampliando así la geografía de su territorio expresivo, aumentado con el poema en prosa y la epístola y llevado al máximo en la extraordinaria elegía titulada «A Jania». En la última parte, agrupada para el lema «Zona crítica», destacan «Claudio Abbado», texto digno del melómano Gerardo Diego, «El trabajo poético», «Meditación sobre un paisaje de niev», «Pantera», «Olivença», la recreación del suicidio de Pavesse en «Hotel Roma: Turín», la «Balada para dormir al soldado Rudi Sureck» y el poema moral «Años después», en el que el autor rememora el momento en que conoció a Vicente Aleixandre y denuncia la incuria de cuantos de muy distintos modos, muerto éste, han dado muestras de deslealtad. Libro, pues, a la altura ética e intelectual de un poeta que, como Alejandro Duque Amusco, ha sido siempre fiel a su propia escritura y a sí mismo y que, por ello, figura por derecho propio entre los mejores poetas de su generación.




   
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