Martes, 26 de noviembre de  2024



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Cristina Grisolía: poesía al acecho
acec29/4/2023



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Mientras leía El paisaje es un animal solitario, de Cristina Grisolía, como en eco, resonaba en mi cabeza una pregunta que tal vez al lector pueda parecerle intrascendente: ¿quién inventó las palabras? ¿Quién dijo por primera vez, por ejemplo, tiempo? ¿Quién fue el primero en pronunciar la palabra idea o paisaje? ¿Quién dijo animal cuando vio un tigre en plena tormenta tropical como el aduanero Rousseau? ¿Y quién le atribuyó la misma palabra animal al caballo, al cerdo y al hombre? La etimología no resulta un consuelo suficiente.


Y como tampoco se lo podemos atribuir todo a Platón, alguien, alguna vez, fue el primero que, de forma atropellada, intentando atinar, se lanzó a decir liberación, sustancia, paradoja, cuchillo, ofertorio, madreperla o choclo. Quien fuera el primero que dijo, por ejemplo, siempreviva, arándanos, uva parra, manojos de lavanda, tuvo que ser poeta. Luego, claro, todos usamos las palabras también para acudir al mercado y pedir medio kilo de garbanzos o en el estante del súper leemos anacardo, perfume, langostino y, fatalmente, caja. Digo todo esto porque en El paisaje es un animal solitario, las palabras recobran un brillo doble de significado y uso, que incita a leerlas de nuevo, como si estuvieran inventadas y algunas, rescatadas del habla cotidiana, usadas por vez primera; y por lo inaudito, porque están empleadas con un determinado sesgo y brillan entre los recursos habituales de la poesía, metáfora, sinécdoque, imagen, como sacadas de contexto, en libertad, como lomos de sardina; y, además, porque «traen misterio» exigen algo más que atención.


Un libro como este no se improvisa ni aparece por arte de birlibirloque. Grisolía viene de lejos, de Rosario (Argentina), pero se ha paseado toda Europa, con estancias en Viena y en Italia, para recalar, desde 1982, en España. Además de sus primeros relatos, publicados en Cuadernos Hispanoamericanos, y de haber sido incluida en varias antologías, sus últimas obras de poesía forman ya un corpus denso y bien trabado: Galope y canto (2014), Levedad en la piedra (2019), este El paisaje es un animal solitario (2023) que comentamos y un preciosista Patio, golondrinas y azules (2021), que firma en simbiosis con Violeta Kovacsics y que se dirige hacia el minimalismo zen. Sé que esta enumeración sacrifica los matices. Este «animal solitario» está dividido en seis partes, seis porque la autora, el séptimo, me imagino, en estado de felicidad, debió de sentarse a descansar para  sentirse como dios, o sea, descansada.


Poesía al acecho

He titulado este comentario «poesía al acecho» porque el título que propone Cristina Grisolía solo pretende retenernos. La poesía es un bosque en el que uno puede sentirse desorientado o todo lo contrario, con demasiadas y contradictorias pistas, porque así lo ha querido la autora, que nos ha metido de lleno en su reserva de versos. En realidad, estamos ante un paisaje nada solitario y, en cambio, muy amenazante. Estamos en el bosque del mayor desasosiego, si acudimos a Pessoa. Lo dice ella misma en un poema de la serie primera:


La acechanza cautiva al cazador, el animal/le presta su olfato lo orienta en la brisa.


La lectura exige ventear y perseguir todos los rastros, para lo que se necesita la complicidad entre cazador y animal. Cuando el cazador está al acecho, a la espera, conviene tener decidido el puesto, la perspectiva, y saber que la costumbre hará que la presa cruce por delante de la puntería verbal del que escribe. Una vez abatida, la presa se transforma en poema. Escribir es un acto cinegético en el que hay una presa que acabará dentro del morral del cazador: el buen poema o el mal poema; una pieza cobrada o una pieza malherida. Autor y lector confluyen en la figura del cazador, pero el intermediario que orienta al cazador es el animal, el que todos cebamos dentro; no el amaestrado perro que señala y levanta la presa; somos el animal que cobra la pieza. Hay, no obstante, otros modos de caza, como aquel «de altanería», pero propongamos algunas pistas, algunos rastros, puesto que estamos, cazadores cazados, también al acecho frente a este paisaje.


El jardín de los senderos que

Cuando he llegado al verso «dime en cuál de los senderos bifurcados/ te esperan», inevitablemente, como todos ya imaginan, me he acercado hasta «El jardín de senderos que se bifurcan», de Borges, quien está aludido en otro poema al lado de Brueghel el Viejo. Y enseguida he alcanzado la conclusión de que este «paisaje solitario» comparte la misma razón última por la que Ts’ui Pên, en el relato de Borges, decidió arriesgarse a todo: «componer un libro y un laberinto» cuyo único tema fuera el tiempo. Eso escribió Borges y creo que favorece una sugerente pista sobre este libro de poemas, que es también un libro y un laberinto en el que la referencia a Borges nos complica la lectura, pero también, como la postura estática del perro, muestra la presencia palpitante de la presa, de la comprensión del poema, quiero decir. Borges y la propia Grisolía nos complican la salida, nos la bifurcan.


A veces, no obstante, en esta cerrada selva de poemas, aparecen versos que están escritos para que creamos que los entendemos: «añagazas para retenernos»; en realidad, están escritos para atraernos al texto con el señuelo de una realidad identificable; pero a la vuelta del verso, la autora se trepa a la metafísica o al trapecio de lo abstracto, y allí nos deja, colgados en lo alto, rumiando las consecuencias. Algo así sucede en el poema siguiente.


 Más cerca de la idea y de la nube alta/veloz/se fue haciendo incoloro, transparente,/en cierto modo se hizo papel de seda en las hábiles/manos de la idea. Pensar era su oficio/pero amaba los brazos de las lavanderas/y las piernas sumergidas en los tintes de las hilanderas/demasiado,/a la sombra de los chopos/
murió en contemplación.


Cuando una escribe, puede arriesgarse, debe arriesgar, pues vivir es un compuesto de muchos elementos que finalmente acaban listados en un análisis de sangre; pero escribir poesía es un precipitado distinto que no van a poder suplantar ni la Inteligencia Artificial ni los ChatGPT, tal vez solo imitar de forma basta y engañosa. Los poemas de Cristina Grisolía obligan a ponerte serio, trascendente y amargo; y a no permitirte ni siquiera una boutade, pues ya desde el principio el poema, te coloca en esa zona «Más cerca de la idea y de la nube alta…»; o cuando, en otro, formula «la pregunta inevitable/ sobre el deseo». Estos poemas obligan a ensayar, a intentar una pequeña o gran elucubración porque, además, todo sucede en el lenguaje si es que todavía somos lo que decimos. Aunque tal vez su autora solo nos propone que, como lectores, lo intentemos para no acabar convertidos en ese tipo corriente y moliente que dice lo esperado, y lo temido, pues desde que se penetra en este paisaje de versos, la autora nos impide que, como simples lectores, entremos en esa zona de lo convencional. No nos lo prohíbe: nos los problematiza. Y no permite ni consiente que nos sentemos ante el paisaje, que es vivir, que es el mundo, que es la realidad, para verlo sin más, para contemplarlo como se miran los cerezos, que poseen toda esa belleza premeditada con que nos deleitan los telediarios. No: Grisolía nos advierte del amenazante bicho que se esconde tras esa bucólica y apretada flor que más tarde será fruto rojo, cereza encendida, «ciruela violeta», pero que tal vez aloje en el corazón su íntimo gusano, los huevos que la mosca deposita bajo la piel para perpetuarse como especie, para no dejar de ser célebre en su evocadora vulgaridad machadiana.


Tras leer este libro, el lector aprende también que el paisaje es algo que está ahí, medio abandonado, solo, solitario, pero que adquiere vigor cuando alguien lo mira, cuando alguien lo pulsa, como el arpa becqueriana, y lo rescata de su ensimismamiento autónomo y autárquico. Porque el paisaje, interior y exterior, está ahí, parado, pero necesita voz, no discurso. Los ecologista ya aportan el discurso, pero solo los poetas pueden darle voz; solo ellos logran que intervenga, que se haga palabra, que se convierta en un personaje que adelantándose hacia el patio de butacas, diga su línea o que, como Cristina Grisolía quiere en este libro, se convierta en un animal vivo, aunque sea solitario y, también, al acecho.


Al leer algunos poemas de Cristina Grisolía, acuden en tropel a la memoria no solo determinados cuadros de Henri Rousseau el Aduanero, sino su mirada y, sobre todo, sus procedimientos, su método. Me explicaré. Algunos poemas de esta obra, como algunos cuadros de Rousseau, se remiten o reproducen paisajes, pero son escenarios plagados de amenazas. Por ejemplo, en El sueño, Rousseau utiliza el entorno de una sofocante selva para replantear un tópico histórico de la pintura que se ha formulado de muchas maneras distintas: el deseo y la desnudez, sobre todo femenina. Aquellos viejos que espían a Susana mientras se baña persisten en la mente de todos y  aparecen en las distintas versiones de Artemisia Gentileschi o de Tintoretto; en La Venus de Urbino o en la Venus recreándose en el amor y la música, de Tiziano; en la misma Olympia o, de otra manera, en Le déjeneur sur l’herbe, ambas de Manet. En El sueño, Rousseau se distancia de todos estos espacios con densidad artística histórica y sitúa muchos de sus cuadros dentro de una auténtica selva, saturada de peligros, en los que la arquitectura ha sido devorada por la naturaleza y donde el humano está sustituido o amenazado por el animal. No se trata de una naturaleza bucólica, sino de una sofocante maleza. De esta manera, el paisaje cede su protagonismo al animal, a lo animal, diría, mejor. El género neutro permite esa condescendencia: es más abstracto. Y lo animal está pintado en esa pareja de tigres que, en El sueño, amenazan el pudor sofisticado, a la vez que expuesto, de la mujer, quien, además, está indicando la presencia de esos dos animales que la miran con felino deseo: uno a ella y el otro, o la otra, fijamente al espectador, a la altura de los ojos del que mira. En sus poemas, Grisolía parte de esa misma mirada del tigre que se dirige de frente al lector, como en Rousseau, retadora.


Sobre el aduanero Rousseau, habría que añadir solo un dato que me parece fundamental y que le viene como dedo al anillo a este poemario de Grisolía. Más que en ninguna otra academia, Rousseau descubrió su propio estilo en el Museo Cluny de París, en el que se exponen los famosos tapices de La Dame à la licorne. Aquí está la clave de muchas de las obras de Rousseau: una naturaleza que ocupa el espacio de la realidad, que la devora e incluso la suplanta. La historia de esta serie de seis tapices —seis partes tiene también el libro de Grisolía— resulta realmente novelesca y la bibliografía sobre el tema ocupa ya buena parte de la Biblioteca de Babel que pensó Borges, pero la leyenda del unicornio todavía se cuenta, porque todavía está fresca.


El unicornio es un animal al que los bestiarios describen como un equino que posee un solo y largo cuerno que le nace de la frente; es un animal recóndito y muy difícil de ver, pues evita al ser humano, al que considera su mayor enemigo, y si lo divisa, puede resultar violento hasta la muerte. Es un animal fortísimo y elusivo, y para cazarlo solo existe una trampa eficaz: en el centro del bosque debe colocarse a una bella joven virgen. Desde la profunda espesura en la que vive, el unicornio oteará su presa y, siguiendo su rastro, se encaminará hacia ella. Cuando el unicornio ve de cerca a la joven virgen, se aproxima hasta ella y al punto declina su amenazante lanza y su poderoso cuello sobre el regazo de la dama. Entonces, una vez aquietado el fiero unicornio, llegan en tropel los cazadores, lo alancean y lo matan. Se dice que el polvo de su único cuerno favorece la fertilidad, que es una réplica de la inmortalidad.  Para algunos, el deseo, la pasión del unicornio, solo se refrena ante la contemplación de la belleza. En los poemas de Grisolía hay mucha naturaleza que, unas veces, es utilizada para refrenar y serenar la pasión, y otras conduce directamente a la reflexión.


La prosa que abre la segunda serie de poemas del libro de Grisolía remite con frecuencia a obras pictóricas y expone un largo recorrido histórico hasta que acaba tropezándose con «un bodegón atiborrado de frutos y animalitos que por razones estéticas dejó caer en el olvido». Aquí aparecen aludidos el claroscuro barroco, las tinieblas románticas, Turner, Hopper, pero confiesa que ninguna representación «calcó su expectativa». Sin embargo, la mirada del yo que protagoniza esta prosa, mantiene sus expectativas y confía en que alguna de aquellas pinturas pudiera calcar sus deseos. Hay, pues, una añadida y confesada intención plástica en los poemas de este paisaje, pero es un paisaje al que nunca le falta la figura, sea animal o persona. En realidad, los poemas de El paisaje es un animal solitario funcionan usurpando, en parte, la mirada de Rousseau, que a su vez roba la mirada de los artesanos del final de la Edad Media y la lección de los maestros del Renacimiento. Grisolía procede por selección de experiencias propias y por acumulación de sedimentos, en los que está no solo su propia tradición latinoamericana, sino otras capas de cultura acumulada: los pintores del Renacimiento; los museos visitados, el de Viena, por ejemplo, que tiene La torre de Babel de Brueghel, los manojos de lavanda, «la perseverancia impermeable» de unos patos a la deriva en el río Tisza, el aduanero Rousseau, «las gaviotas, idiotizadas por la arbitrariedad del símbolo y el número», «el alacrán de la sequía» y «el polvillo de las sogas de palma»…


Cierre y final

Al volver sobre este bifurcado paisaje de Grisolía, recuerdo, por coincidencia, el poema de Carlos Barral «La Dame à la licorne», otra forma de expresar el deseo. Lo busco entre los libros de mi biblioteca hundida. Busco también a Octavio Paz y a Felisberto Hernández. Están ahí, bajo pilas de libros en montonera. No encuentro a ninguno de los tres, y los pongo aquí como otro rastro probable. El libro de Cristina Grisolía convoca, en esa misma sala oval donde se exhibe La dame à la licorne en París, los nombres canónicos de la tradición poética, entre ellos, Vallejo, Camus, Dylan Thomas, Emily Dickinson y también Santos Discépolo, que hace temblar las baldosas de un bailongo… Y en esa reunión, junto a la voz original, propia y distinta de Cristina Grisolía, se percibe el susurro de una conversación con la libertad sintáctica y la rotundidad de Blanca Varela; las preocupaciones metafísicas de Borges o los paradójicos destellos de Antonio Gamoneda: «la nieve cruje como pan caliente». Ahí queda.









   
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