Martes, 26 de noviembre de  2024



Català  


Cae fina la lluvia
acec2/7/2023



(Foto:)
 
Fran Toro pasó su infancia en el extrarradio barcelonés, concretamente en Sant Adrià de Besòs, el barrio de los bloques de viviendas por antonomasia. Como dice el autor, en ese rincón de la capital catalana, en esa frontera entre dos mundos, en esa tierra de inmigrantes, “ni siquiera el viento, que sopla cruzado, sabe si va o viene”. Ninguna imagen más certera para definir un distrito que, en vez de edificios, parece tener recuerdos.


En este making of, Fran Toro reconstruye el origen de Llovizna (Olé Libros).



Si Olivos de cal fue un homenaje a las voces y a los recuerdos de los veranos de mi infancia en un pueblo de Jaén, con Llovizna, mi segunda novela, no podían faltar los inviernos de aquella misma infancia —años 80— en el extrarradio barcelonés, en la Internacional de los bloques de la que habla el adrianense Javier Pérez Andújar.

Llovizna nace de una de esas imágenes: un anciano —boina, chaquetilla de punto y garrota—, pasa las tardes entre los coches aparcados, a la sombra de uno de esos bloques levantados en lo que en otros tiempos fueron campos y ahora son simples descampados. Remueve con la punta de su bastón, una y otra vez, las jeringuillas abandonadas a sus pies.


Esa imagen había de ser, abriera el libro o no, el principio de una novela, una historia que durante buena parte de su gestación se llamó Cae fina la lluvia, como la canción de Triana, para pasar a llamarse Cae la lluvia fina, aunque en el esprint final fue bautizada con el título definitivo: Llovizna.


Forman parte de la novela esa y otras imágenes de la tierra de frontera, de esas aceras por las que el viandante no sabe a ciencia cierta qué municipio está pisando. Ni tan siquiera el viento, que sopla cruzado, sabe si va o viene.


Pero vale ya de imágenes en color sepia. Sólo la autocensura logró evitar que abusara de los clichés referidos a los años 80, es decir, que la novela se convirtiera en un guion (malo) de una película (mala) de José Antonio de la Loma o de que fuera un ejercicio de autocomplacencia de aquellos que hicimos EGB.


Y, de repente, apareció el vértigo a defraudar a los lectores de Olivos de cal, la novela costumbrista, lorquiana… que me hizo escritor. El remedio contra el mareo fue empezar a investigar, a preguntar, a escuchar. Los hechos, los paisajes, los personajes novelables de Sant Adrià de Besòs y los barrios más al sur de Badalona no tardaron en aparecer: la riada del Vallès (1962); Joaquín Soler Serrano; Luc Béjar, campeón europeo de lucha libre…


Aquel anciano de la boina se convirtió en Manuel Roldán, el personaje principal, que pasa las tardes, como la persona real a la que debe su vida, entre los coches aparcados, solo y en silencio, carcomido por los remordimientos, por la culpa de aquello que hizo la noche del 25 de septiembre de 1962, la misma noche en que el río Besòs cubrió de muerte sus orillas. Manuel, no obstante, tiene dos golpes de suerte: por un lado, la enfermedad que le hace olvidar, y que a él le viene como anillo al dedo; por otro, la presencia de una nueva vecina, escritora, que acabará recogiendo sus vivencias y desenredando lo que en realidad ocurrió aquella noche. Fruto de ello nace Lodo, la novela que aparece, como una muñeca matrioska, dentro de Llovizna.


Se abría ante mí un reto: decidir el narrador —o narradores— y combinar sin tropiezos las dos líneas temporales: los años 60 y los 80. Revancha, de Kiko Amat, me resolvió en parte el primer asunto. La culpa siempre nos habla en segunda persona, directa al oído. Por lo que respecta al segundo reto, al de cómo combinar las dos historias, la pasada y la presente, el Manuel joven y el Manuel anciano, fue el ensayo y error la fórmula que me permitió entrelazar con éxito Lodo y Llovizna. Porque el probar una y otra vez existe en el proceso creativo. Y mucho, aunque el hecho de escribir con un teclado evite la existencia masiva de borradores salpicados de tachones.


Al final, la portada, asunto no menor, aquello que puede atraer o asustar al lector. Afortunadamente conté con la colaboración del Arxiu Municipal de Sant Adrià de Besòs «Isabel Rojas Castroverde» que, entre otras imágenes, cedió la que aparece en la cubierta y la contraportada de la novela.


Se trata de la carretera de La Catalana, escenario de buena parte de Lodo, una calle real que ya no existe, como el resto del barrio, convertido en un barrio de pisos de nueva construcción, que poco tiene que ver con aquel otro de casas bajas que vio llegar las aguas envalentonadas del pequeño —quién lo diría aquella noche— río Besòs.







   
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