Martes, 26 de noviembre de  2024



Català  


Pepe Zamit y la utilidad de traducir
acec24/7/2023



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No es habitual en la cultura española reconocer la labor del traductor, y por eso resulta tan insólito el homenaje que con ocasión de la redición de su traducción del libro de Fijalkowsky Los Componentes ideológicos en la Filosofía Política de Carl Schmitt por Tecnos, acaba de rendir el Instituto Cervantes a un intérprete como Pepe Zamit. Tanto al menos, como paradójico es también el olvido con el que el mundo de la inteligencia española posterga desaprensivamente a quienes vierten a nuestra legua el saber de otras culturas.

Dos paradojas en una que responden a la misma razón de fondo, la modernidad ha hecho de España una sociedad fuerte en hechos y débil en pensamiento. Y en esa sociedad Pepe Zamit y todo lo que representó pasan inadvertidos. Son tenidos como una minucia a la que no hay que otorgar demasiada importancia.


Pepe Zamit era un funcionario del Estado (un Tac, cuerpo de élite sui géneris en el que han militado literatos como Juan García Hortelano, el poeta Ángel González o Antonio Martínez Menchen) que dedicó parte de su vida a importar cultura a través de traducciones, unas veces ordenadas por sus jefes de turno –al Zamit destinado en Cortes debemos los textos legislativos alemanes que se utilizaron en la Transición– y otras a decidir según su propio criterio que lagunas colmar en la escuchimizada cultura política española del franquismo. Tal es el caso del libro referido, un estudio crítico sobre Carl Schmitt aparecido originalmente en español en 1966, cuando Schmitt era todavía un mito en España y del que –como puso de manifiesto el profesor Esteve Pardo– se imbuyeron maestros de la generación que preparó nuestra Constitución como Pedro de Vega o Jordi Solé Turá. 


Pepe Zamit hizo pues durante la larga noche de piedra de la dictadura, lo mismo que en otra época hiciera en el primerísimo derecho constitucional español, Francisco Ayala, traduciendo la archi famosa Teoría de la Constitución, a saber: suministrar material intelectual a una doctrina famélica e inane. Lo que habían hecho antes Adolfo Posada, o Fernando de los Ríos cuya obra se reduce a la traducción de la Teoría General del Estado de Jellinek. Lo mismo que en el terreno del pensamiento hiciera también Vicente Herrero, talentoso traductor de la legendaria Historia de las Ideas de Sabine o Javier Pradera con el celebérrimo Touchard ¿Hay alguien que haya estudiado pensamiento en español que no los conozca? ¿Se puede hablar de ideas entre nosotros sin recurrir a estas magnificas obras que prácticamente hemos hecho nuestras? Y es que importar saber foráneo permite situar a la cultura nacional a una altura global que los autores nativos no están en condiciones de alcanzar por el recurso a sus solas fuerzas intelectuales. No debe mediar desdoro alguno en reconocerlo, dice Richard Tuck, cuando explica que antes de Bacon y, sobre todo, de Hobbes, no existía pensamiento político en Inglaterra. Será el fabuloso manejo en lenguas del sabio de Malmesbury, lo que permitirá superar el gap y colocar a la cultura inglesa en el lugar de supremacía que hoy ocupa, creando el paradigma intelectual de la modernidad política.


Pero la importación de cultura no acaba ni se contiene –para el saber español– en los muros del derecho y la política. Abarca todos los terrenos y particularmente la literatura. No en vano, Felipe IV tradujo a Gicciardini en momentos de desolación. Y mucho más recientemente, Graziel nos deleitó con las aventuras de Robinson de Defoe –el libro que maravillaba a Rousseau, Adan Smit y a Marx–. Zenobia Camprubí introdujo a Tagore y, en fin, muy recientemente escribieron, meditaron o polemizaron sobre lo que era traducir, Borges, Cabrera Infante, Julio Cortázar –de profesión traductor– y tantos otros. (Cortázar, de quien alguien ha dicho que su versión española de Memorias de Adriano supera creativamente al original francés de Yourcenar). 


Y es que la enormemente rica cultura literaria española, se hace si cabe aún más rica incorporando traducciones que le confieren dimensión universal, y la convierten seguramente en la más universal de todas. Una legua que expresa una cultura creativa en la que casi todos sus hablantes, 500 millones, se expresan naturalmente en su idioma nativo. Algo que no sucede en inglés que además de serlo en menor número, menos de 400 millones, sufren las consecuencias de haberse transformado en legua franca que todo lo simplifica y que mata la creación artística en la medida que hace primar el comunicar sobe el crear.


Y es que ese latín contemporáneo que es el inglés, por su flexibilidad expresiva permite entender muy simplemente los grandes mensajes de autores como Friedrich, Hannah Arednt o Dita Shklar (sólo me atrevo a opinar de lo mío, lo constitucional) a costa de hacerlos más sencillo, porque lo que ese inglés franco tiene de útil comunicativamente hablando, lo pierde en riqueza expresiva-creativa. Y es que a diferencia del español hablado como nativo en 24 naciones (algunas con una enseñanza básica tradicional tan buena como Argentina, México y Colombia) el inglés lengua franca no es creativo y se limita a transmitir información no a crear lenguaje. 


Todos estos datos obran como hechos probados en favor de una cultura que, sin embargo, no ha sabido generar grandes ideas políticas, que son aquellas que sirven para organizar nuestra existencia común, la convivencia. Eso que ahora se llama el lenguaje de la Política. ¿Por qué ha sucedido así? No hace al caso glosarlo. Lo que importa es constarlo en un momento clave - la posmodernidad- en que la cultura política creada por el mundo anglosajón se haya seriamente amenazada y reclama corregir si no cambiar el paradigma en que se asienta. Cuál pueda ser el papel de la cultura que habla nuestra creativa lengua al respecto. Está aún por definir y hasta cabe ensoñar que el Instituto Cervantes pudiera desempeñar al respecto un papel superior al del palacio de la Moncloa… Pero mientras esto no se aclare, deberemos contentarnos con las humildes aportaciones de traductores como Pepe Zamit para ir tirando.  






   
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