Martes, 26 de noviembre de  2024



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'Mentiras monumentales': el presente como impostura del pasado
12/1/2024



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El radical ensayo de Robert Bevan ignora el legado y función educadora de la arquitectura y estatutaria públicas


Desde hace algunos meses los barceloneses respiran más tranquilos por la calle, como si no existiera gobierno municipal. Esto se debe al carácter silencioso del alcalde socialista Collboni y a su incapacidad hasta la fecha de hilar pactos para convertir su poder en un mecanismo estable.


Antes, durante ocho años, las riendas condales estuvieron a manos de Ada Colau y Barcelona en Comú. Uno de sus actos más sonados, olvidado a la velocidad del sonido como casi todo en nuestra época, fue la expulsión del Marqués de Comillas de su pedestal estatuario al final de la via Laietana, en la hasta poco su homónima plaza, desde marzo de 2022 rebautizada para homenajear al guineano Idrissa Diallo, migrante fallecido en enero de 2012 tras su estancia en un Centro de Internamiento para Extranjeros. A esto se le llama resignificar la Historia. 


La medida se tomó para erradicar de la vía pública la presencia de un esclavista, venerado durante la segunda mitad del siglo XIX al ser el hombre providencial de esa España por cómo movió su riqueza en múltiples campos en beneficio propio y de la Nación.


Al ser la defensa patrimonial uno de mis campos de estudio participé en la discusión posterior. Mi postura en estos casos consiste en desarrollar una pedagogía urbana para explicar el sentido de estas piezas en la vía pública, pues toda urbe es una acumulación de sedimentos que, si se narran sin tendenciosidad, ayudan a comprenderla. 


Banalidad progresista

Por eso mi sorpresa ha sido enorme al leer Mentiras monumentales, de Robert Bevan. El ensayo, publicado por Barlin Libros, juzga mi posición propia de derechistas desde unos postulados extremistas, reconocibles en sus páginas tanto por el agresivo léxico empleado como por tesis, demasiado apegadas a la banalidad de pensar el progresismo desde cuestiones identitarias.


El libro del escritor afincado en Londres realiza un notable fresco en torno a una problemática de la contemporaneidad, pero no pierde la razón por la contundencia de sus conclusiones. Dice querer hablarnos de arquitectura, pero introduce el texto con el derribo estatuario en el mundo anglosajón derivado de fenómenos como el Black Lives Matter para poner en tela de juicio todo el pasado esclavista. 


La estatuaria pública occidental es un bagaje de siglos. En el Ochocientos germinó con más fuerza desde la voluntad estatal de educar con la piedra a imitación de lo ejecutado en la Edad Media por la Iglesia. Los grandes hombres en la calle otorgarían conciencia a los ciudadanos con relación a los triunfos de la época. Entonces, esos rostros hablaban y contenían, como ahora, un mensaje político. 


Esto último activa la crítica en Mentiras monumentales, pues todo aquello emanado del poder tiene una intención reacia a la verdad histórica, algo por desgracia normal en nuestra centuria, donde la clase política ha suplantado a los historiadores en su función.


Si vamos a lo arquitectónico, comprobaremos una lucha encarnizada del autor contra lo espurio de reconstruir de manera fidedigna aquello arrasado por guerras y masacres de todo tipo. Algunas ruinas tienen por sí solas una potencia infinita a la hora de transmitir un legado. Sin embargo, muchas ciudades y sitios históricos se devuelven a su estado anterior desde la falacia. 


Entre los ejemplos más notorios podríamos citar el rehacer Varsovia tras la Segunda Guerra Mundial o recuperar la estética de las ciudades alemanas tras la hecatombe del nazismo, hasta aplaudir el triunfo de la impostura. Bevan se equivoca al no ponderar casi nunca la idea de ofrecer a la ciudadanía una verdadera educación, sin que ello suponga tratar a nuestros semejantes como imbéciles. 


Palmira, Berlín, Londres o los Estados Unidos confederados son algunos de los escenarios de Mentiras monumentales. También aparecen, era inevitable, los países arrasados por dictaduras fascistas. Italia tiene un paradigma a imitar en Bolzano, único centro urbano con un museo dedicado a los dos fascismos, mientras España es analizada en un santiamén, destacándose el traslado de Franco del Valle de los Caídos, según este especialista patrimonial una egolatría del general para equipararse a Felipe II.


Estos aspectos deben tratarse de modo distinto en función del contexto. Los antiguos Estados comunistas han apostado desde la caída del Muro por una tábula rasa en favor de lo medieval, elevándose castillos imaginarios sin la magia de los de Luis II en Baviera. En Budapest han optado por un despliegue estatuario surrealista. Bevan no contempla esos bronces de Reagan o Colombo en la capital húngara, tampoco su parque de estatuas del Comunismo, un recurso estelar porque conserva el pasado y lo brinda al presente desde un turismo más bien heterodoxo, muy impresionante porque el complejo donde se ubican las sitúa Lost in Translation. Al no estar en su origen son reliquias más impactantes, conjugadas con el espacio y la meteorología cambiante del día a día.  


Guerra cultural

Al fin y al cabo, más allá de banderas y estatuas, esto es una guerra cultural donde el nacionalismo juega un papel muy relevante. Podemos abordar el tema desde lo global o lo específico de cada territorio, pero siempre daremos con que se trata de hilvanar un relato desde la hegemonía.


Bevan es un poco como aquello del elefante en una cacharrería. Entra a lo bestia y, en realidad, mira más bien poco a su alrededor. Su defensa de la arquitectura contemporánea no es reprochable. Si flaquea es por unilateralidad. En Elogio de la melancolía (Galaxia Gutenberg, 2023), el magiar Lászlo Földenyi juzga a los rascacielos de nuestra centuria desde criterios mucho más analíticos enfocados a su espectacularidad, providencial cuando se corta la cinta, neobarroca por su petulancia de no respetar sus aledaños e inútil desde la función. Quizá, sin saberlo, Mentiras monumentales peca de presentismo y más que ofrecer respuestas busca enmarcarse en la perpetua polémica. Y eso sólo es una derrota de la que debemos rehacernos para reconciliar los tiempos del antes y el hoy, con educación, sin fanatismos.







   
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