Martes, 26 de noviembre de  2024



Català  


Yolanda Morató: «El uso amateur de un traductor automático no puede sustituir un trabajo profesional
12/7/2024



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Cuando habla de su profesión, Yolanda Morató (Huelva, 1976) destila entusiasmo por los cuatro costados. O mejor cabría hablar de sus profesiones: profesora universitaria, investigadora, traductora, escritora. Su curiosidad y su pasión la han llevado a abordar muchos y muy distintos palos sin salir del ámbito de los libros y la literatura. Wyndham Lewis, Ezra Pound, Rebecca West, George Perec, Josef Albers, Manuel Chaves Nogales y E. Millicent Sowerby son algunos de los autores a los que ha estudiado y traducido.

Convencida de que la  Facultad de Filología es algo muy distinto a la fábrica de desempleados que muchos ven, ante un café en el Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (Cicus), Morató apuesta por el futuro de esta disciplina, que ya se está beneficiando de los últimos avances tecnológicos. Y no pierde del todo la sonrisa, ni siquiera cuando rememora algunos momentos ingratos de su trayectoria.

Me gustaría empezar preguntándole por un artículo reciente de Lola Pons, compañera suya de la Universidad de Sevilla, en la que lamentaba que no se considere científicas a las filólogas y estudiosas de las humanidades en general. ¿Lo suscribe?  

Absolutamente, lo retuiteé en cuanto lo vi la mañana del sábado. En mi caso, de hecho, prefiero la denominación de Ciencias Humanas en lugar de Humanidades, porque, en cuanto empiezas a separar «ciencias y letras» o «ciencias y humanidades», estás dejando fuera a todos los que aplicamos el método científico en nuestras investigaciones. A las Humanidades se les ha otorgado un halo bohemio que, en el caso de la Universidad, casi nunca tienen: la mayoría de nosotros pertenece a equipos de investigación, en los que, cada uno con los métodos propios de su disciplina, no hace otra cosa que ciencia. Ahí no caben distinciones que no sean las que se establecen entre las ciencias básicas y las ciencias aplicadas.

Y la gente piensa que solo se hace ciencia alrededor de tubos de ensayo y matraces con fluidos humeantes, ¿no?

Nosotros participamos en programas de iniciación a la investigación para jóvenes que vienen de distintos institutos y, cuando llegan a la Universidad, les enseñamos el laboratorio de fonética y ciencias del habla y se quedan totalmente impactados, porque no se imaginan que nosotros también tenemos laboratorios. Desde pequeños, se les traslada esa división artificial y alejada de nuestras disciplinas, con la que, por desgracia, desechan pronto muchas áreas de conocimiento. En nuestra primera actividad, como toma de contacto, les pedimos que dibujen a un científico (a scientist, lo hacemos en inglés para no condicionar con el género gramatical). Hasta hace poco eran todos señores con bata, barba, gafas y pelo a lo Einstein. Este año la sorpresa ha sido encontrarnos con dibujos de mujeres científicas. Y eso ya es un paso… Pero tenían en la mano tubos de ensayo o la representación de un átomo junto a la cabeza.

Hablemos de sus grandes amores filológicos. ¿El primero fue Wyndham Lewis?

Mi primera pasión investigadora fue mi hermano [risas]. Desde muy pequeña me interesó la lexicología y la lexicografía, mucho antes de saber lo que eran. Mi hermano y yo nos llevamos casi seis años, y cuando él empezó a hablar a los dos años —y no con palabras sueltas, sino con frases casi completas—, a mí me encantaba observar cómo se expresaba. Me pasaba el día apuntando y buscando palabras en el diccionario. Esto es algo muy friki, pero conservo una libreta en la que escribía las expresiones que él decía y que me parecían más curiosas, así que tengo la infancia de mi hermano documentada en ese cuaderno. Luego, cuando estudié Filología Hispánica, pude ver que muchos de los fenómenos de la evolución del castellano estaban presentes en el habla infantil de mi hermano. 

Una vocación, entonces, tempranísima, ¿no?

Tempranísima, sí.

¿Y en qué momento aparece el señor Lewis?

Wyndham Lewis aparece, todavía lo recuerdo, una tarde del año 96, en la biblioteca general de la Universidad de Huelva, cuando estaba haciendo un trabajo sobre el modernismo británico y Ezra Pound. Buscando información sobre Pound, leí que había fundado un movimiento con el nombre de vorticismo; su socio en el proyecto era Wyndham Lewis. No encontraba nada sobre el movimiento ni sobre Lewis. Y ahí empezó todo.

¿Qué le sorprendió más, la obra o el personaje?

El personaje es indescriptible, porque, la verdad, no es tan frecuente encontrarse en el área de los estudios filológicos con alguien que tenga tanto dominio de la pintura, de las artes estéticas y de la escritura en sus distintos géneros. A partir de ese personaje, me pasó, como un poco más tarde con Chaves Nogales, algo estupendo: pude ir desenterrando a toda una red de artistas, escritoras y pensadores igualmente potentes, que es lo que me mantiene activa en la investigación filológica. Cuando alguien me dice que está todo estudiado, siempre le digo que no, todo lo contrario. Incluso en las cosas que creemos conocer razonablemente bien, nos encontramos en muchas ocasiones con que los datos que tenemos a nuestro alcance están incompletos o son erróneos. Es uno de los mandamientos de la vanguardia: hay que destruir para poder construir de nuevo.

Cuando uno estudia a fondo un personaje concreto, incluso llega a obsesionarse con él, ¿hasta qué punto está uno trabajándose a sí mismo a través de ese personaje?

Bueno, un personaje que se estudie a fondo acaba por volverse un miembro más de tu familia. No es que sea parte de uno mismo —al menos, a mí no me ocurre—, pero, por ejemplo, en el proceso de escritura de las tesis doctorales suele verse esa evolución, que abarca desde la completa fascinación por los autores que se estudian en profundidad hasta el descubrimiento de sus sombras y sus contradicciones. Por otra parte, por mucha curiosidad que despierte una figura, al final, es la obra lo que importa. Yo pertenezco a ese grupo que separa a las personas de sus obras.

Pero ¿es posible atenerse únicamente al texto y no querer saber nada de la vida del autor?

En mi caso, no es que no quiera saber nada, porque precisamente en mis trabajos he reconstruido parte de las biografías de los autores a los que he estudiado. Pero, más que los factores vitales, a mí, lo que me interesa es el diálogo entre la obra y su época a través de una mirada singular. Hay ciertos condicionantes históricos que, si no se tuvieran en cuenta, empobrecerían nuestra experiencia lectora. Muchos de los grandes autores lo son porque reaccionan a su entorno y construyen valores universales que luego se van a repetir en otras generaciones, de otras maneras. Se mire por donde se mire, eliminar la época de la ecuación no tiene sentido. Otra cosa es que lo basemos todo en una época o empecemos a buscar explicaciones psicoanalíticas, cosa que a mí tampoco me interesa.

¿No cree determinante, por ejemplo, analizar la infancia?

No, porque hay infancias muy parecidas y textos muy diferentes. Los niños de la guerra vivieron en momentos de carestía y grandes dificultades y, sin embargo, los textos que surgieron de esa experiencia son muy distintos. Como ocurre en la biología, la genética puede que tenga un peso muy importante, pero los hábitos a lo largo de la vida importan más de lo que nos gustaría creer. Con la historia y los textos sucede algo parecido.

Hablemos de su libro Libres y libreras. ¿Hasta qué punto, después de leerlo, podemos acabar pensando que se trata de un oficio especialmente de mujeres?

Yo no diría tanto que es un oficio de mujeres, sino que son oficios de personas con una convicción u obsesión, que al final es lo que marca nuestras vidas. Con las decisiones personales da un poco igual si eres mujer u hombre. La diferencia es que las mujeres lo tuvieron el doble o el triple de difícil, porque la propia sociedad les ponía trabas legales, económicas, sociales. Pero la dedicación a un oficio contra viento y marea, y eso es algo que he visto en la pregunta que me hacía sobre la vocación, es algo que, en muchos casos, obedece únicamente a un empeño personal.

En todo caso, el oficio de librero está rodeado de cierto misticismo, y de cierto romanticismo. ¿Existía ya en el Reino Unido, en la época que usted estudió? 

En el libro presento a mujeres libreras de muy distinto carácter y no creo que haya necesariamente un tipo de personalidad para ser librera, como tampoco hay un rasgo definitorio para ser médico o para ser profesora universitaria. Al final, es precisamente tu personalidad la que aporta algo singular a tu oficio. Es verdad que las libreras de Londres son distintas de, digamos, las libreras de Madrid, porque el Reino Unido tiene un lecho lector muy potente y las librerías son parte inseparable de la cultura. Cuando tú vives en una sociedad en la que los libros son un alimento más, lo tienes mucho más fácil que en otra cultura en la que tienes que enfrentarte a factores externos, burocráticos incluso, cuando, por ejemplo, ni siquiera tienes libertad suficiente para vender lo que quieres vender.

Ante esta hecatombe que hemos vivido de librerías sevillanas, diez cerradas el año pasado… ¿Sus libreras darían algún buen consejo a los libreros de ahora para resistir?

Es que mis libreras no dependían de un distribuidor. Y creo que muchas veces desviamos el debate hacia lugares en los que no está la respuesta. La distribución en nuestro país (y creo que tanto las libreras como las lectoras estarán de acuerdo conmigo) es un problema. Aquí te imponen ciertos títulos que tienes que vender y colocar, con unas cajas que tienes que embalar y desembalar… Básicamente se parece bastante al mundo universitario, donde la burocracia está sustituyendo al trabajo que se presupone en nosotros. Convertir al librero en un gestor de pedidos e intereses editoriales es un gran error.

Usted insistía mucho en la sororidad entre libreras, lo que ponía de manifiesto que el librero no es un oficio solitario, sino que forma parte de un sector. ¿Es así?

Al final, una librera, un profesor o un médico… hay en las grandes profesiones una función de guía, y también de conexión. Cada uno en su terreno lo que está haciendo es orientar a quien viene con preguntas o inquietudes. Y en esa parte, si no cuentas con redes y si no estableces cierta complicidad con el otro…, es muy fácil que te conviertas —en el caso de las librerías— en un supermercado, y no es de lo que se trata.

Hablemos de traducción, otro gremio del que usted forma parte, y que también parece ser muy incomprendido por el común de la gente. ¿Por qué cree que es así?

La traducción siempre ha sido una profesión mal entendida. Hay varios mitos que nos han hecho daño: la denominada «traición» al texto original; la confianza ciega en el poder de los diccionarios, como si fueran un arma invencible que todo lo soluciona… Luego, con el boom de la multiculturalidad, se empezó a extender esa creencia de que las personas bilingües o las que habían pasado un tiempo en el extranjero ya eran traductoras, cosa que desmentimos en las aulas universitarias. El propio alumnado se sorprende: tenemos casos de personas bilingües que, en un comienzo al menos, no son buenas traductoras. El procesamiento de dos lenguas en las distintas regiones del cerebro necesita de un puente (una metáfora que nos gusta mucho) para llevarlas de un lado a otro. La traducción está muy mal entendida en todas sus facetas. Con la subtitulación, en auge ahora, está pasando un poco lo que ocurría con la poesía en edición bilingüe: como no ha habido nunca formación en las aulas ni campañas de divulgación que dieran a conocer lo que significa este fenómeno… pues se llega a conclusiones erróneas. 

¿En qué sentido?

En casi todos los oficios que tienen contacto con el público ha habido campañas para explicar las herramientas que utilizan sus expertos. Pienso, por ejemplo, en los partes meteorológicos. Se han hecho labores de divulgación en los principales espacios informativos para explicarnos qué es una borrasca y por qué avanza de una determinada manera. Con las vacunas hubo todo tipo de estrategias divulgativas en televisión para conectar con el gran público. Y, sin embargo, con la traducción —en todas sus modalidades—, como está hecha de lengua y todos hablamos al menos una, parece que no es necesario, y sí lo es. Los canales lingüísticos multimodales están cada vez más presentes en nuestras vidas, pero llegan a los usuarios sin explicación alguna de sus características y funciones.

Bueno, aquella fe en los diccionarios se ha sustituido por la fe en el Google Translator. ¿Es muy diferente?

No solo es un error, sino que puede resultar peligroso. La confianza en este tipo de herramientas banaliza la profesión y está creando situaciones cada vez más complicadas de resolver en el plano legal. Es como si de repente dijéramos: vamos a dejar de ir al médico, porque, si busco en Google mi enfermedad, recibiré los resultados que necesito. Hacer consultas en motores de búsqueda de Internet no conduce a nada que no sea obtener una solución rápida para calmar un primer impulso. En el plano lingüístico, el uso amateur de un traductor automático no puede sustituir un trabajo profesional, igual que buscar tus síntomas en Google jamás podrá suplir la consulta con un especialista. A nadie se le ha ocurrido proclamar en las facultades de Ciencias de la Salud que «la medicina va a desaparecer porque tenemos Google y, además, ahora tenemos también ChatGPT». Sin embargo, llevamos más de cuarenta años escuchando en las aulas de Filología y Traducción que no íbamos a tener trabajo porque, desde los años cincuenta, se está trabajando en la automatización de los códigos lingüísticos y en el desarrollo de la traducción automática. El resultado es que ya van más de setenta años con esta cantinela y aún queda bastante por resolver. Creo que el debate es otro: cómo afectan estos supuestos avances a nuestras tarifas, cada vez más precarias, y quién va a defender estos derechos. 

Luego está la traducción de la poesía, que yo creo que es una de las grandes patatas calientes del oficio. Usted lo ha hecho, ¿eso sí que está fuera del alcance de las máquinas?

Las máquinas pueden ofrecer resultados basados en frecuencias y combinaciones lingüísticas. Y hay programas interesantes, pero no dejan de ser juegos. En los traductores de poesía siempre opto por una imagen que representa esa patata caliente y que es la del regalo. Además de la división obvia entre buenos y malos, hay una característica que separa a los dos enfoques en la traducción de poesía: hay personas que, cuando hacen un regalo, piensan en lo que les gusta regalar, convencidas de que, si les gusta a ellas, le gustará a quien lo reciba. En el segundo grupo están las que, cuando regalan, piensan únicamente en el destinatario y no en ellas mismas. Cuando uno se enfrenta a un poema, tiene esas dos opciones; ha de elegir qué quiere llevar a la otra lengua: ¿el tipo de poesía que hace, o que cree que es el adecuado, o el tipo de poesía que ha leído en su lengua original? A mí, esta reflexión me parece fundamental como punto de partida. La máquina no maneja este tipo de decisiones, que son fruto de preocupaciones humanas.

¿Y esta idea de que la poesía solo la puede traducir un poeta?

Claro, primero habría que definir qué es ser poeta y cómo afecta esa naturaleza al plano de la traducción. Yo he publicado varios libros de poesía, pero, cuando me preguntan si soy poeta, suelo decir que no. Para empezar, porque la autodefinición no te convierte en lo que defines. Se te puede dar muy bien cierto patrón métrico, cierta recreación de una estructura interna, pero, si tienes que traducir a Quevedo y no sabes escribir sonetos que no suenen artificiosos o llenos de ripios, quizá no sea tu poeta. Aquí vuelvo a la imagen del regalo: estás regalando al otro, no te estás regalando a ti. Hay traductores de poesía que tienen oído, que conservan incluso la métrica o la rima en los versos que traducen… y, con todo, si dejas de oír al autor del original, ya estás leyendo otra cosa. Esto no solo sucede con la poesía. Se da también en la música. Hay cantantes que cogen cualquier canción y acaba sonando a ellos. Quien vaya a escuchar a Shakira sabrá que todas las canciones van a sonar a Shakira, porque ella tiene su estilo. Da igual que te cante «Cumpleaños feliz» que su último éxito. Con la poesía, sin embargo, somos menos conscientes de este fenómeno; a mí eso me molesta un poco, porque nos encontramos con poemas que, a partir de su traducción, han pasado a ser versiones muy libres, piezas independientes. Llevo algunos años con un proyecto sobre Emily Dickinson y su obra encaja en este caso. Dickinson tiene una voz muy personal y lo que se observa en buena parte de las traducciones al español —no en todas— es que lleva la voz del traductor pegada.

Para terminar con el asunto de la traducción en poesía, ¿es partidaria de conservar la rima cuando se traduce?

Eso depende de muchos factores. Porque hay pares de lenguas en los que la rima se conserva sin ninguna dificultad, ya sea porque son lenguas que pertenecen a una misma rama o porque el poeta no carga el verso de tal manera que haya que enfrentarse al dilema de qué es lo que se va a conservar y qué hay que sacrificar… Y luego están los traductores que dan con ciertas soluciones naturales que no necesariamente encontrarán otros. No tengo una respuesta rotunda. Por más que se parta de unos presupuestos, suele pasar lo mismo que con las reformas… Tienes un plano y, en cuanto empiezas a hacer la obra, surgen muchos problemas que hay que solucionar en poco tiempo y con escasos recursos. Soy partidaria de conservar, por encima de todo, la singularidad, los rasgos que distinguen a un poeta de otro.

Una parada obligatoria en su carrera como traductora y estudiosa es Georges Perec. ¿Cómo llegó a él? 

Llegué a Perec en mis últimos meses en Estados Unidos, allá por 2004. En aquel momento trabajaba en maneras de explorar el lenguaje creativo en el aula de lengua extranjera. Los autores de OuLiPo, el grupo francés al que Perec pertenecía, tienen una serie de libros sobre juegos lingüístico-literarios que son muy fáciles de aplicar en talleres de escritura creativa. Durante las semanas de vacaciones de invierno fui traduciendo el Me acuerdo, de Perec, poniéndole notas académicas y personales, y, bueno, a partir de ahí, se fraguó un proyecto que vio la luz un par de años más tarde, gracias a la intermediación del escritor Juan Bonilla, que lo utilizaba en sus talleres desde los años noventa, y del editor David González.

Y diez años después, cuando usted está en otra cosa, se encuentra el desagradable episodio del presunto plagio de su versión de Me acuerdo… ¿Le había pasado antes algo parecido?

Creo que todos hemos oído casos de plagio, en todos los ámbitos, en el editorial, el periodístico y el universitario… El plagio siempre ha sido una práctica común y frecuente, aunque poco denunciada, porque España no tiene una legislación especialmente fuerte sobre el plagio; la tiene sobre el papel, pero los casos que reciben una condena a la altura del delito siguen en su mayoría un mismo patrón: el rendimiento económico que haya podido obtener el plagiario. He examinado muchos casos de plagio —dirigí un proyecto universitario entre 2010 y 2012—, pero nunca uno tan evidente y descarado como este.

¿Se puso antes en contacto con la persona que firmaba la traducción, Mercedes Cebrián?

Con Mercedes, no, ni siquiera me hizo falta. Empezaron, la traductora y su editor, negando en redes sociales que conocieran el libro, pero ambos aparecen en distintos vídeos en los que se habla de mi edición. Mercedes y yo compartimos en septiembre de 2012 unas jornadas de homenaje a Perec en Buenos Aires que había organizado el escritor, traductor y poeta Jorge Fondebrider. Nos sentamos frente a una mesa, la una junto a la otra, a escuchar los «me acuerdo» de Perec que yo había traducido y anotado en 2006. Sobran los comentarios.

Pero con el editor de Impedimenta sí tendría amistad, porque publicó su traducción de Wyndham Lewis…

Sí, durante años tuve amistad con Enrique [Redel] y para mí fue una situación muy desagradable. En primer lugar, porque quise ser muy clara desde el principio. No buscaba ningún tipo de compensación económica, pero tampoco podía quedarme de brazos cruzados ante algo tan descarado. Solo quería que reconocieran que habían utilizado mi edición, publicada once años antes. Se negaron, a pesar de que, por si fuera poco, la edición de Impedimenta llevaba en su contratapa el título de mi prólogo, «Viaje a la memoria colectiva de un país». Fue todo tan surrealista… Las notas a pie de página estaban plagiadas con tanta desfachatez que muchas frases eran las mismas y solo cambiaban verbos por sustantivos o directamente por sinónimos. El caso llegó a Latinoamérica y me alegró, por mi afán reivindicativo en la profesión, pero terminó volviéndose en mi contra. Iba a presentaciones de libros y la gente me preguntaba «¿tú eres la del plagio?», y tenía que aclarar que yo era la de la edición original, que la del plagio era Mercedes Cebrián.

¿Nunca obtuvo el menor reconocimiento por parte de la editorial?

Nunca. De hecho, llegaron a mentir públicamente en los medios diciendo que habían contratado a un «prestigioso perito forense», que, como es obvio, nunca apareció… Los plagiaros suelen ser, además de vagos, mentirosos: primero hubo declaraciones acerca de que no conocían el libro; luego, dijeron que se habían puesto en contacto conmigo, pero que yo no contestaba; se echaron atrás ante una posible mediación de la ACEtt… Fueron actos censurables y de enorme deslealtad a distintos niveles. Cuando Impedimenta empezó su camino en el sector editorial, Enrique [Redel] no tenía demasiados contactos en Sevilla y yo lo alojé en mi casa. Conservo todos los emails de aquel episodio, que, por cierto, dejan a la editorial y a otras partes implicadas en muy mal lugar, pero, bueno, me quedo tranquila por haber hecho lo que tenía que hacer: no ser cómplice de este tipo de prácticas y denunciarlas públicamente. Las pruebas están en los textos y son fáciles de apreciar. Muchas veces, las cosas se solucionan con el diálogo, basta con sentarse a hablar, pero no hubo voluntad por la otra parte. Y no soy amiga del sensacionalismo. Podría haber hecho una campaña en prensa sobre la indefensión de nuestros derechos ante ataques de este tipo, pero, sinceramente, no quise entrar en el juego, porque, al final, esto es como los fuegos artificiales, nos quedamos con una última imagen y pagamos justos por pecadores. Hay gente que escribió sobre el asunto y llegó a recibir alguna presión al respecto. No creo ciegamente en el sistema legal británico o estadounidense —que, a veces, pecan de lo contrario, de querer judicializarlo todo—, pero, si algo me ha enseñado este tipo de cosas, es que en España hay un sentido de la impunidad bastante arraigado entre personas de ciertos colectivos.

Me gustaría volver a lo que comentaba antes de cuando era estudiante y le decían que ser filóloga no tenía salidas. Treinta años más tarde tiene usted alumnos, ¿qué les cuenta?

Que, al contrario de lo que se suele decir sobre los estudios sobre la lengua, la literatura y la cultura, hay poca gente de nuestro sector en el paro. Cuando organizamos cursos de orientación profesional en la Universidad, lo primero que hacemos es mostrarles las tasas de inserción laboral. Y mira que tampoco son muy fiables, porque gran parte de nuestros egresados se van al extranjero, como es lógico en quienes son expertos en dos o más idiomas. Una de las profesoras que participa en estos seminarios, Elisa Calvo, les suele hablar, entre muchas otras cosas, de la «música de miedo» que abunda en los sectores lingüísticos. La imagen es muy acertada: hay muchas películas de terror en las que, si suprimes la música, lo único que ves es a una mujer caminando por un pasillo. Y nosotras somos esas mujeres que caminan por el pasillo; de hecho, las Facultades de Filología y Traducción cuentan con un alto porcentaje de mujeres. En este punto, tu trayectoria inicial depende del volumen al que tengas tu música de miedo. Si la música de miedo está muy alta, es posible que tú misma te paralices y ya no puedas avanzar. La mayor parte de la gente a la que yo he tenido en las aulas y que quería hacer cosas interesantes las está haciendo. ¡Y mucho mejor que en mi generación! Además, a una edad más temprana y con mejor sueldo. Las cosas para ellos se han vuelto más fáciles en determinados aspectos a pesar de los tiempos difíciles que atraviesa nuestra economía, que es inestable y precaria, como en los noventa. Pero hay más redes, mayor posibilidad de establecer contactos. Mis doctorandos viajan a otros países europeos, se avisan de los congresos y becas, colaboran en actividades en un tiempo mucho menor que en la época en la que todo era fax, carta y teléfono. El problema ahora es que llegan a la facultad con menos competencias personales, con más inseguridades. A veces comentamos que primero de carrera es una especie de tercero de bachillerato… ¡muchos vienen con los apuntes del instituto! Al terminar, por el contrario, les espera un mundo muy burocratizado y competitivo. Ojalá pudiéramos ser sus mentores, pero en cursos en los que das clase a más de cien personas resulta inviable. Solo puedes llegar a un grupo muy reducido de personas.

Sobre la Universidad, que usted ha conocido en distintas ciudades, ¿por qué parece pesar un tabú? ¿Nadie se atreve a cuestionarla desde dentro?

Bueno, yo soy una persona muy reivindicativa —quien me conoce lo sabe— y siempre he hablado abiertamente y me he implicado allí donde hubiera una posibilidad para cambiar las cosas. Algún precio ya he pagado por ello. No es ningún secreto que la Universidad acumula en estos momentos una montaña de males. Para empezar, es una institución que reúne a un grupo heterogéneo de profesorado (hemos llegado a tener más de diez figuras laborales y funcionariales distintas), que coexiste en un mismo espacio de trabajo, al que ha accedido con reglas distintas, con sistemas de evaluación que cambian cada vez más rápido y que deja a los más jóvenes, o a quienes no han permanecido en esa misma institución a lo largo de los años, con menos capacidad de reacción para responder a esos continuos cambios. En un ecosistema en el que los mecanismos de control son insuficientes, las tensiones, por llamarlas con diplomacia, son cada vez más frecuentes. Ni siquiera tengo que citar casos personales; solo hay que leer la prensa. Creo que, en general y como punto de partida, cualquiera que trabaje en la Universidad española dirá que está asfixiado por la burocracia y por la arbitrariedad de ciertas decisiones. 

Creo que hasta en Primaria y Secundaria se quejan de eso…

Lo que sucede es que, para el profesor universitario, al contrario de lo que ocurre en el resto de los cuerpos docentes, el peso que se le otorga a la docencia apenas llega al 40 % de su trabajo. Se piensa por error que nos dedicamos a dar clases a un grupo escogido, pero luego no solo no es verdad, sino que hay una interminable lista de tareas que tienes que llevar a cabo para completar ese 60 % restante. Tienes que ser gestor, investigador en proyectos extranjeros, hacer estancias y dar conferencias en congresos internacionales, diseñar planes de innovación y transferencia al conocimiento, hasta crear vídeos… ¿y de dónde sale ese tiempo? Hace años que muchos hemos hipotecado las pocas vacaciones que teníamos. Luego está esa otra asimetría de la que no se habla demasiado. Como funcionarios del Estado, cobramos lo mismo en todo el territorio nacional y se nos juzga con los mismos baremos. Pero no es lo mismo trabajar en una universidad pequeña, con una ratio de entre nueve y veinticinco estudiantes por clase, que enfrentarse a grupos grandes, en instituciones como la nuestra, a la que acceden anualmente más de ciento cincuenta estudiantes por curso y grado. Cuando heredas unos grupos con tasas de suspensos tremendas, porque las asignaturas se van repartiendo entre el profesorado por orden de antigüedad en una misma categoría profesional, y te encuentras con trescientos estudiantes a los que tienes que ayudar y examinar, yo no puedo plantarme y decirles «mirad, ese no es mi problema». Con situaciones como estas en las aulas, tan distintas de una institución a otra, que se juzgue con los mismos criterios el desarrollo de nuestra investigación y transferencia es de todo menos justo. ¿Qué haces? ¿Abandonas al grupo? ¿Les haces un examen tipo test? Ahí es donde se ve tu grado de implicación y compromiso. Creo que, en esto, los que tenemos vocación en la Universidad nos parecemos a quienes se dejan la vida en Primaria y Secundaria. 

¿Cómo se conserva esa vocación?

Hace ahora diez años me escogieron para ser la madrina de la promoción de Traducción e Interpretación de Francés en la Universidad Pablo de Olavide. Como parte de la ceremonia, la madrina ofrece un pequeño discurso. Recuerdo que les dije que, para mí, la vocación se asemeja a ser hincha de un equipo de fútbol. Tú no estás en el campo, pero, cuando tu equipo gana el partido, se convierte de repente en el mejor día de tu vida. Para mí, cuando los estudiantes ganan, cuando consiguen becas, proyectos, puestos de trabajo o algo de estabilidad, es cuando experimento verdadera satisfacción. Lo que me emociona es que alguien me escriba y me cuente que ha conseguido lo que se proponía (o incluso lo que no se proponía, pero es algo que ahora le hace feliz). Desde pequeña, uno de mis grandes pesares era ser muy miedosa con la sangre y las inyecciones. Me preguntaba cómo podría ayudar a alguien sin ser médico. Esta es la única manera que tengo.

Vamos con el último hito en sus investigaciones. ¿Cómo se le ocurre meterse en el jardín de Chaves Nogales, cuestionando lo que se había hecho antes?

Yo entro en Chaves Nogales como traductora, aunque con total ignorancia de los jardines que lo rodean. Cuando empecé a traducir por encargo sus artículos en el exilio, como era contemporáneo de muchas de las figuras en las que yo había trabajado previamente, me pareció un autor interesante, poco explorado en el marco temporal en el que yo investigo, que es el periodo de guerra y entreguerras. Aunque se ha hablado mucho de la recuperación de su figura en estas últimas décadas, tengo que decir que, además del Belmonte que publicó Alianza, la primera edición comercial de Chaves Nogales que se lanzó en España con una gran tirada vino precisamente de la mano de Juan Bonilla, en Espasa, y ese es un dato que rara vez se nombra. 

¿A sangre y fuego?

Sí. Por eso, cuando cada uno empieza a colgarse medallas como si esto fueran los Juegos Olímpicos, la situación me desencanta un poco. Renacimiento es, sin ninguna duda, la editorial que ha publicado a Chaves de manera sostenida en el tiempo, como apuesta personal de Abelardo Linares. Siempre digo que la investigación es una tarea de equipo y una carrera de relevos. El problema llega cuando el que te da el relevo, en lugar de dártelo en la mano, lo tira al monte [risas]. En un comienzo desconocía las dinámicas de este universo. No era consciente de que, en esta carrera de relevos, estaban los que corrían por una pista, los que iban por la montaña y los que tenían testigos abandonados en el fondo de una piscina. Buena parte de mi investigación nace de la observación de todos estos detalles. Cuando empiezo a contrastar una serie de datos, de hechos históricos que no casan…, me convenzo de que hay que poner las cosas en orden. En un principio entré pensando que iba a escribir un artículo extenso, pero terminé con un mamotreto de mil páginas, que más tarde quedó reducido a un tercio, para que fuera una versión más asequible porque… son años y años llenos de errores por todas partes y tampoco puedes martirizar a los lectores con una relación interminable de problemas. Hay que saber dosificar.

¿Qué había fallado?

Además del texto de Josefina Carabias y de Las armas y las letras, de Andrés Trapiello, hay dos autores que reúnen los primeros datos sobre Chaves Nogales: el primero es Luis Monferrer Catalán, al que se ha nombrado muy poco, a pesar de estar entre los primeros en investigar el exilio español de Chaves; la segunda es María Isabel Cintas Guillén, que hace un par de años reeditó su primera biografía del periodista sevillano, pero, en lugar de corregir los errores, los amplió. La situación actual es un verdadero quebradero de cabeza para la investigación, porque, a partir de esa primera biografía, los libros y artículos de figuras de referencia en este país se contaminaron con esos errores. Hablas con historiadores, periodistas, investigadores que te confiesan abiertamente: «¿Yo cómo iba a pensar que la biografía tenía todos estos datos erróneos? Yo me he basado en las fuentes que había disponibles». A partir de la conciencia de estos fallos comienza necesariamente una labor de reconstrucción: hay que buscar registros alternativos, volver a contrastar todas las fuentes… en resumen, empezar desde cero. El lado positivo es que me ha permitido recuperar más de dos mil páginas de artículos que permanecían hasta ahora en la más absoluta oscuridad.

Pero los doctores de esa iglesia ¿se han puesto en pie de guerra contra usted?

De todo ha habido. Con Chaves Nogales se da una especie de síndrome de Gollum, el personaje de Tolkien: hay quien cree que Chaves Nogales es su anillo… La investigación no puede convertirse en un asunto personal, porque es ciencia. Tampoco puedes dedicarte a intentar destruir a la gente que venga a sumar, ni utilizar las redes sociales o los contactos personales para cargar contra una edición determinada… Quien empieza a hacer jugadas sucias deja de ser investigador y se convierte en fanático.

Siento curiosidad por su proyecto con inteligencia artificial para reconstruir la voz de Chaves Nogales. ¿No venía la IA a quitarnos el trabajo a todos?

Con el asunto de las herramientas basadas en IA me gusta recurrir a la imagen de la cuerda de Antonio Escohotado: es un elemento que te puede servir tanto para escalar una montaña como para ahorcarte… La idea de reconstruir la voz de Chaves se me ocurrió hace cinco años. En aquella época estaba haciendo análisis con una herramienta distinta, AntConc, un software de licencia libre para trabajar con un gran volumen de textos y analizar corpus lingüísticos. La creó Laurence Anthony, un profesor universitario de la Universidad Waseda de Tokio. Es muy buena, por su simplicidad, para examinar frecuencias y patrones lingüísticos. Esto, para que nos entendamos, es reconstruir mediante un conjunto de datos lo que en lingüística llamamos idiolecto. Cada uno de nosotros se expresa de una manera distinta según el destinatario, el registro y el canal en el que estamos. Si te enseñan un mensaje que has escrito en WhatsApp, aunque no tengas nociones de lingüística, sabrás de inmediato si es tuyo o no. Pues bien, con esta herramienta se puede obtener un análisis individual a gran escala. Analicé los patrones de la escritura de Chaves Nogales y, con esa radiografía, obtuve el idiolecto del escritor y rehíce las traducciones que había publicado previamente para que sonaran a él y no a mí. 

Usted empezó a investigar estas herramientas antes de este boom, ¿no?

Empecé con los modelos de automatización lingüística en 2008, a raíz de un curso sobre traducción automática. Ahora, con el boom del que me habla, los alumnos me preguntan si pueden utilizar ChatGPT y siempre respondo: «Pues como si le preguntas a un matemático si puede utilizar una calculadora, o a Joan Roca, el róner y otros sistemas complejos de procesamiento de alimentos, o a un arquitecto, sus herramientas para el diseño de planos…». Las aplicaciones lingüísticas de la inteligencia artificial están hechas de lenguaje humano, las controlan y las utilizan los seres humanos, pero el resultado no deja de ser artificial. En esta serie, la máquina no es más que un enlace, no el culpable de nuestros males. Cuando los usuarios no han aprendido a utilizar con eficiencia este tipo de herramientas, el boom corre el riesgo de distorsionarse. Por ejemplo, hay mucha gente que le pregunta a ChatGPT como si fuera Google, pero sus mejores funciones lingüísticas son otras: sintetizar párrafos, acortar o condensar frases, elaborar listas con los puntos principales de un texto… Es muy bueno si se le ofrecen las instrucciones o prompts adecuadas, pero no le puedes pedir que te entregue un texto que sea coherente, que suene humano y que contenga datos correctos y actualizados. Sería como pedirle a tu abuela que te diera recomendaciones de las mejores discotecas [risas].

El caso es que teníamos las obras completas del sevillano, y ahora resulta que tenemos que hacer el hueco casi para un espacio similar… Pero ¿cuándo llegaremos a eso?

Todo lo publicado y sin recopilar está básicamente en Latinoamérica y en dos lenguas, por lo que tenemos mucho trabajo por delante. Estamos cotejando todo lo publicado en lengua española y francesa que no está recopilado (y que ha reunido Abelardo Linares) con lo que he localizado yo en inglés, francés y portugués brasileño. Solo con eso, ya se sobrepasan mil artículos y más de cuatro mil páginas… Es un trabajo arduo que vamos realizando paso a paso y sobre seguro. En 2025 ya veremos los primeros frutos.

Creo que una de las conclusiones más chocantes de su libro es descartar a Chaves Nogales como el paradigma de esa Tercera España, una opinión que usted no comparte en absoluto. 

Mi punto de vista es que en los conflictos bélicos es difícil mantener una posición estable e inamovible, porque las guerras son lugares complejos, metafísicos, donde hay que tomar decisiones sobre la marcha que quizá no se habrían adoptado en otras circunstancias… Los exilios tienen muchos condicionantes externos difícilmente controlables. Y si estás en tu segundo exilio, has escapado de una guerra en tu país y ahora estás en tu segunda huida, en otro territorio donde ni siquiera te desenvuelves con solvencia en su idioma, hay muchas decisiones que tomar. Lo que sí sabemos es que Chaves estaba en contacto con representantes de todas las ideologías, algo que, lejos de ser una desventaja, resulta maravilloso, porque no tienes a un personaje aislado, sino a un personaje total, que te abre puertas en todas las direcciones. Comparo muy a menudo su coyuntura con la serie The Wire. Cuando empiezas a ver los primeros episodios, puede resultar un poco pesada, pero, conforme se van tejiendo las redes de personajes, no hay quien se despegue de esa trama. Empiezan a aparecer personajes que creías secundarios y que, de repente, asumen un papel protagonista… En el universo de Chaves hay cosas que yo no llegaré a ver, sobre todo porque hay archivos para cuya desclasificación hay que esperar décadas. Los británicos tienen carpetas en las que puede haber siete folios o siete mil. Y contienen de todo. Pudiera parecer que lo digo en broma, pero hace tiempo que no duermo demasiado: solo para encontrar una mención al nombre de Chaves Nogales tuve que leer durante años montañas de informes de inteligencia en los que lo fui rastreando hasta dar con él…

Le propongo acabar hablando de su obra poética, en la que usted abre una ventana a su intimidad y a la vez expone asuntos que pueden compartir muchos lectores. ¿Es la poesía un buen espacio de debate?

Creo que la poesía es otro lugar que, por lo general, tampoco se conoce demasiado, como demuestra el reducido número de lectores con el que cuenta. Poca gente disfruta de la experiencia de encontrar poemas que le permitan establecer una conexión o una forma de sentirse reflejada en las palabras de otra persona. Normalmente, la poesía se enseña como algo mecánico que hay que aprender a desentrañar en el colegio, y muchos estudiantes, incluso en Filología, te dicen: «a mí es que la poesía no me gusta». Es una generalización, como la mayoría de las generalizaciones, bastante peligrosa. Es como decir que no te gusta el arte… ¡pero si cada cuadro es un universo en sí, y cada poema, un mundo! La formación es insuficiente y suele someterse a los estilos individuales de un número de autores mal enseñados. Con tantas reformas educativas, es un espacio que ya se ha perdido hace tiempo. Al final, el punto débil de nuestro sistema es la metodología de la enseñanza. Es muy grave tener que depender de que te toque un docente que te lleve por un camino interesante y, si no tienes suerte, pues qué le vamos a hacer. En un sistema público, el azar no puede convertirse en el factor fundamental que guíe tu camino. Yo escribía poesía desde muy pequeña, pero muy, muy pequeña, y no sabía decir por qué. Estoy casi convencida de que quizá fuera por mi primer contacto con la poesía, con Lorca, gracias a una profesora que nos hacía aprender sus poemas de memoria, como hacen ahora los niños con el rap, el trap o el reguetón. De ahí a escribir hubo un salto muy fácil para mí. Ayudó mucho la ingenuidad, la inocencia, pero también los referentes. Como es obvio, eran poemas infantiles, pero eso me llevó a pedir durante muchas Navidades que me regalaran libros de Gloria Fuentes, que era una de mis poetas favoritas…

Ahora muy reivindicada…

¡Claro! Aunque en mi escritura ni siquiera fui consciente de todo esto hasta mucho más tarde. Creo que ocurrió cuando estaba en el instituto en los noventa y montamos una revista literaria que yo quería dirigir. Ese fue mi primer acercamiento; luego me presenté al concurso de poesía, y ahí me di cuenta de que lo que estaba haciendo se había convertido en algo distinto de la intimidad. Mis textos podían tener una salida o una proyección que los alejaba de mí. Y empecé a escribir muchísimo, incluso durante las clases, lo que pasa es que, al llegar a la carrera, el consejo de nuestros mejores profesores era que no escribiéramos poesía. ¿Y quién se atreve si lees todos los días a T. S. Eliot o a Dorothy Parker? 

Pero al mismo tiempo era inevitable… La tentación de imitar es irresistible. 

Sí, pasé muchísimos años escribiendo, pero no volví a publicar nada después de acabar COU en el instituto. Confié en el consejo de mis profesores universitarios y creo que hice bien. Hoy me habría arrepentido. Lo que me hizo dar el primer paso para publicar un libro fue meramente accidental. Sufrí un ictus y como tenía posibilidades de que se repitiera y pasase a ser algo serio, decidí publicar un libro en el que recopilar los poemas que más me gustaban.

¿Ha seguido todo bien hasta ahora?

Sí, ya hace once años de aquello.

¿Causa?

Estrés laboral. Tenía treinta y seis años y lo que hice fue marcharme a León, con eso lo digo todo [risas]. Estaba en la Olavide, había montado la primera asociación de profesores asociados para defender nuestros derechos: cobrábamos trescientos euros netos y nos dejábamos allí la vida. En mi departamento, buena parte de los que éramos asociados caímos enfermos. Yo no fumo ni bebo alcohol y siempre he tenido la tensión muy baja, todo eso fue lo que me salvó. Una mañana me levanté de la cama, me caí y vi que había perdido el lado izquierdo. Desde entonces soy sorda. Cambié de vida porque el médico me dijo que eso había sido solo una llamada de atención, un aviso de cortesía: «ya sabrá usted lo que tiene que hacer…». Y salió León. En mi familia, la mayoría ha muerto con noventa y pico, pero el estrés es lo peor. Es necesario hacer campañas de concienciación.

Pues la última cosa, para no entretenerla más…

Tranquilo, esa es otra cosa que he aprendido. Cuando estoy hablando con alguien, me dedico a esa persona. El tiempo es un bien preciado que hay que saber aprovechar.

Quería acabar de nuevo con la tecnología, y con una anécdota que me contó de sus problemas en algunos aeropuertos…

Sí [risas], el inconveniente de buena parte de las herramientas tecnológicas es que suelen basarse en parámetros de comparación y contraste… Eso se vio muy bien cuando apareció el software antiplagio, que son programas que detectan la similitud entre dos o más fuentes. Lo que te indica cualquier fragmento marcado es que ya se encuentra previamente en otra parte, pero puede ser una cita, una referencia bibliográfica, un cliché… El problema crece cuando se pierde el control de la herramienta, ya sea un software antiplagio o un escáner biométrico. Durante un par de décadas he sufrido de primera mano los problemas y sesgos de estos instrumentos en los aeropuertos. A partir del atentado a las Torres Gemelas, en la base de datos de Estados Unidos entró una persona que tiene —o tenía— los mismos marcadores faciales que yo. Desde aquel momento, pasé a ser sospechosa en un gran número de aeropuertos, donde me invitaban a ir a salas de interrogatorio con demasiada frecuencia. Se podría pensar que es fruto de la selección aleatoria, pero, como le dije una vez a un policía, el problema con la palabra aleatorio es que en mi caso significa «siempre» [risas]. Después de perder vuelos porque estás en una habitación con la policía, terminas por viajar con muchas horas de margen, por el miedo a no llegar a las conexiones y porque sabes que te van a parar. En cuanto deposito el pasaporte electrónico en el cristal del escáner y le toca el turno a la biometría, un mensaje me aparta de la cola. Digo con humor que, si alguien quisiera escribir la historia de mi vida, solo tendría que pedir un registro de mi paso por los aeropuertos, donde encontrará todo tipo de preguntas y respuestas acerca de adónde iba o de dónde venía, con quién y por qué estaba allí. Y eso que soy europea y tengo ese privilegio, soy muy consciente de ello. Si llego a ser de otro país, quizás me hubieran pasado cosas más graves, y eso es un peligro que no podemos sufrir los ciudadanos. Con la irrupción de la inteligencia artificial, hemos conocido el caso de Amazon, que discriminó a todas las candidatas en el proceso de selección para un puesto de trabajo por el mero hecho de ser mujeres; o el de una agencia inmobiliaria estadounidense que rechazaba a los afroamericanos que buscaban vivienda identificando las características de sus voces… Esos sesgos están ahí. No podemos dejar en manos de sistemas no controlados el futuro de cualquier ser humano. Hay que revisarlo todo. Lo que hoy creemos indiscutible es muy probable que mañana resulte ser un error. Por eso me gusta partir de cero y empezar por la sospecha.



Texto  Alejandro Luque    Fotografía Ángel L. Fernández Jotdonw




   
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