Martes, 26 de noviembre de  2024



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«Déjame que me calle con el silencio tuyo»: silencios literarios y judiciales
25/10/2024



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Un artículo de Javier Pérez Escohotado sobre el juez Peinado, Pedro Sánchez, el Lazarillo de Tormes y el silencio.


Es el silencio un reservado archivo
donde la discreción tiene su asiento.

Calderón de la Barca


Inferencias y conclusiones del silencio

Las declaraciones del juez Peinado sobre el silencio se han ganado algo más que un reproche colérico y, desde luego, se merecen un meditado comentario. Aunque han sido breves, sus palabras dicen más que lo que dicen. Recurro a una nota de prensa que, al parecer, repite una providencia, en la que viene a decir, valga la redundancia, que el «silencio» del presidente Sánchez es «legítimo», pero que «como es bien sabido, permite dar lugar a la formación de inferencias, que, en su caso, en conjunto con otros elementos de carácter objetivo, puedan llevar a conclusiones de carácter objetivo, al objeto de valorar la posible concurrencia de aspectos integrantes, de posibles indicios, bien, en sentido inculpatorio hacia algún investigado, o por el contrario, en sentido excluyente de responsabilidad penal».1 Ha dicho. Y no entremos en la retórica propiamente dicha.2


¡Cómo recuerdo aquellas clases de redacción de sentencias en la Escuela Judicial! Entonces como ahora, conviene reivindicar la imperiosa necesidad de una asignatura obligatoria de normativa y redacción para el curso primero de Derecho, propuesta que espero no caiga en saco roto, estimado Bolaños. Y mientras tanto, habrá que pedirle al juez Peinado que, en cuanto resuelva o se jubile, se ponga a escribir una Retórica del silencio, que muchos agradeceremos porque no se le ocurrió ni a Quintiliano.


En esa misma nota de prensa, se le atribuye al juez Peinado haber afirmado que «se pueden sacar «conclusiones» del «silencio» del líder del Ejecutivo cuando se acogió a su derecho de no declarar ante él en Moncloa como testigo». ¿En qué quedamos? ¿Inferencias o conclusiones? Sin embargo, Pedro Sánchez no se ha callado: ha respondido alegando el art. 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal;3 los «silencios» de Sánchez deben de referirse a las restantes preguntas que podría haber contestado si lo hubiera hecho por escrito, pero que han quedado sin responder; no en silencio, sino en una lacónica frase que alega un elemental derecho del citado a permanecer en silencio. No obstante, al haberse acogido a no responder en base al derecho que le concede la ley, efectivamente ha soslayado que conozcamos las respuestas a las demás cuestiones que el juez debía de guardar en su recámara. Como ciudadano bípedo y hasta donde yo entiendo, esta es la situación, sin entrar en la polémica de si respondía como individuo esposado con su señora esposa y/o como presidente del Gobierno. ¡Qué acrobacia de bilocación argumentativa!


Los sonidos del silencio: Neruda y Martín Santos

«¡Tontos, no os dais cuenta de que el silencio crece como un cáncer!», cantaban Simon y Garfunkel en The Sound of Silence (1964). Hacía décadas que no leía nada sobre el silencio porque ahora a casi nadie le interesa el silencio, sino el ruido, todos los ruidos del ruido. Hay que agradecer al juez Peinado que nos descubra o, mejor, nos apunte la trascendencia de un silencio preñado de inferencias y supuestas conclusiones. Todavía perviven en la memoria de muchos de nosotros los versos de Neruda, que tanto nos gustaban en la noche de ayer y que luego han sido interpretados desde un prisma distinto y, en mi opinión, fuera de contexto. Este poema de amor lo han incluido en sus conciertos, entre otros, Víctor Jara (1972), Mercedes Sosa (1976) y Paco Ibáñez (2012), sin duda para ponerle sonido a la letra de muchos torturados, desaparecidos y  silenciados. Es el número 15 de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), del que he usado un verso para título. Ahí dejo un par de estrofas cantables.


Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.


A principio de los sesenta, había llegado Tiempo de silencio (1961), que ya desde su título se remitía a un tiempo y una sociedad en que callar permitía sobrevivir. Por eso el franquismo se mantiene vivo mientras se alimenta de un largo y denso silencio: el de todos los fusilados de la guerra civil, que guardan sus silencios en la prieta oscuridad de muchas cunetas y fosas comunes. La novela de Luis Martín Santos denunciaba la miseria, los abusos en la familia, el aborto mal practicado y el fracaso de la investigación, que, por cierto, no eran nada silenciosos, sino una sordina visible y audible en la España que narra la novela. Para quienes solo leen esa actual literatura de un autobiografismo insulso y a menudo ilegible, pero tal vez todavía vean cine, siempre les quedará la peli Tiempo de silencio que Vicente Aranda estrenó en 1986.


Esta «causa general» y/o «prospectiva», como la han calificado algunos juristas, trae a mi nebulosa memoria ―sin tratar de inferir ni deducir paralelismos fáciles― algunas investigaciones policiacas que se abrían con supuestos indicios y que a menudo solían dar a declaraciones sonsacadas bajo presión y al calabozo. Asimismo, me llevan a ciertos procedimientos de la Inquisición: por ejemplo, los casos de brujas, en los que, a pesar de todo, se pedían determinadas garantías. El secreto, que era un fundamento jurídico de la Inquisición, veo que, en este caso, ha sido violado, porque la declaración del presidente la hemos visto hasta en la tele. Pero si nos retrotraemos al siglo XVI, por ejemplo a 1526, el propio Consejo de la Suprema Inquisición, entre otras advertencias para la correcta instrucción de las causas de brujas, en sus normas de 1526 ordenaba «a los inquisidores que nunca apresasen ni condenasen a nadie basándose solo en la confesión de otras personas y que era preciso advertir si los presos fueron atormentados previamente por la justicia civil». Además, aconsejaba la conveniencia de analizar y comprobar si las personas que confesaban su asistencia a los aquelarres lo hacían físicamente o solo de forma imaginaria. Quiere esto decir que no se podía encausar ni procesar a ninguna mujer que hubiera sido simplemente acusada de bruja sin tener otras pruebas fehacientes que lo demostraran. Durante casi un siglo, hasta 1610, año de los famosos procesos de Zugarramurdi, los tribunales inquisitoriales se abstuvieron de detener y juzgar por bruja o brujo a nadie por una simple declaración o por su propia autoinculpación. Incluso trataban de distinguir si al aquelarre se volaba real y materialmente, o solo con la imaginación, pues la Inquisición nada tenía que tratar con esas fantasías de «la loca de la casa», producto tal vez de algún bebedizo. Que hoy, cinco siglos más tarde, unos recortes de prensa sin otros hechos fehacientes hayan generado semejante proceso, necesita alguna meditación, llevada con más sigilo y mayor pudor procesal.


Los hermanos Valdés y los silencios del Lazarillo

Mucho más tarde en el tiempo, recuerdo el libro de Ramón Andrés No sufrir compañía: escritos místicos sobre el silencio (2010). Ramón Andrés reúne aquí una antología de textos y autores, entre los que están nuestros místicos y escritores espirituales más conocidos (San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada)  y también Juan de Valdés, el hermano del secretario de cartas latinas del emperador Carlos V, Alfonso de Valdés, al que se le ha atribuido el Lazarillo. Por no callarse, por no guardar silencio ―a pesar de que recurrió al anonimato―, al poco de publicar su Diálogo de doctrina cristiana (1529), Juan de Valdés puso pies en polvorosa cuando la Inquisición le estaba pisando los talones.4 Pasó el resto de su vida en Italia, en Roma y luego en Nápoles, donde murió en 1541 y donde alimentó un círculo al que pertenecieron Julia y Dorotea Gonzaga, Constanza de Ávalos, Giovanna de Aragón, mujer de Ascanio Colonna, y su hermana Vittoria Colonna, esposa de Francisco Fernando de Ávalos. Yo no diría que Juan de Valdés fue un místico, pero sí un reformador que, como muchos otros en el siglo XVI, partió de su propia tradición medieval para pasar por los alumbrados, saltar al erasmismo y pasearse por el espinoso jardín luterano. Representa, sin embargo, una síntesis de pensamiento de raíz hispánica que acabó siendo reintroducida en España por el italiano don Carlos de Sesso, quemado en Valladolid en 1559. A su hermano Alfonso se le ha atribuido la autoría del Lazarillo, de cuyos silencios y razones para callar tratamos de inmediato.5 Si no queremos caer en vulgar anacronismo, sobran los paralelismos al pie de la letra, pues los del Lazarillo son silencios de otra especie, que nada tienen que ver con las razones de un presidente para callar hoy en un interrogatorio, ni mucho menos con el silencio administrativo, ese fracaso de la comunicación. En cambio, todavía suena a lo lejos el silencio del místico: «La música callada, la soledad sonora».


Si hemos aprobado el Bachillerato, recordaremos vagamente que la estructura formal del Lazarillo es la de una carta que un Lázaro de Tormes dirige a un genérico Vuestra Merced. En esa carta, con el fin de que el tal V. M. se haga cargo de la dura vida que le ha tocado en suerte, Lázaro relata, a lo largo de siete «tratados», su ajetreada biografía, desde su nacimiento dentro del río Tormes hasta el momento en que logra un «oficio real»: «pregonero de vinos» en Toledo, empleo que complementa con el de «acompañar a los que padecen persecuciones por la justicia». Algunos expertos han advertido que ese formato de carta se parece mucho a un verdadero pliego de alegaciones que, en un hipotético juicio, pudiera ser usado como atenuante de un determinismo que Lázaro ha sufrido a lo largo de su vida. Al final de su ascendente biografía, ya en el tratado séptimo y último, en el irónico colmo de su «prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna», el arcipreste de San Salvador, amigo del destinatario de la carta, ha apañado la boda de su criada con Lázaro, lo que genera entre los vecinos maliciosas sospechas y sibilinas murmuraciones, que Lázaro apenas logra contener, por más que defiende el honor de la suya.


El Lazarillo de Tormes constituye por sí mismo un verdadero caso literario, por ser el primero de su género y por la riqueza de las interpretaciones que ha generado. La obra ha llamado mucho la atención de los comentaristas y viene perfectamente al caso como ilustración e instrumento de referencia para profundizar en la trascendencia y, sobre todo, en la elocuencia y, tal vez también, en la estilística del silencio. Se trata de un silencio paradigmático, que otros llamarían «icónico». En el tratado IV, que solo ocupa ocho líneas mal contadas, se despliega ese silencio protector.


«Hube de buscar el cuarto, y este fue un fraile de la Merced, que las mujercillas que digo me encaminaron. Al cual ellas le llamaban pariente. Gran enemigo del coro y de comer en el convento, perdido por andar fuera, amicísimo de negocios seglares y visitar. Tanto, que pienso que rompía él más zapatos que todo el convento. Este me dio los primeros zapatos que rompí en mi vida; mas no me duraron ocho días, ni yo pude con su trote durar más. Y por esto, y por otras cosillas que no digo salí dél».6


Como leemos en este tratado, el protagonista guarda un férreo y expreso silencio sobre la suerte que le ha tocado con el fraile de la Merced, Orden que mediaba en el rescate de los cautivos; o sea, era lo que se llama un intermediario, aunque no sé si podríamos llamarlo comisionista porque tal vez solo se cobraba en carnes. En 1554, año del que se conservan cuatro ediciones del Lazarillo, no existía un artículo 416, y por eso Lázaro de Tormes encomienda su relato al silencio y a un Vuestra Merced; una dignidad, eclesiástica o tal vez civil, que puede echarle una mano. No obstante, en un contexto judicial, una apelación al silencio como lleno de sentido y de información, me retrotrae no tanto a esa expresión de las medias verdades, tan practicada siempre en la propaganda comercial, o a la frase «el que calla otorga» (el silencio no es consentimiento), como a la casuística; mejor, a un viejo orden de control del pensamiento y de la necesidad del disimulo y la reticencia ante la intolerancia y la persecución de la libertad de conciencia y de pensamiento. O sea, lo que se ha llamado nicodemismo, que se vuelve a practicar como forma corriente de supervivencia, porque hoy, como actitud generalizada, hemos alcanzado un estado de cosas en el que de la presunción de inocencia, es decir, del principio de que todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario, hemos pasado a la inversión completa: todos somos culpables mientras no se demuestre lo contrario. Eso es una perversión del pensamiento francamente delirante en lo social, en lo político y en lo humano.


Marcel Bataillon ya intuyó que «esas cosillas que no digo» del Lazarillo permitían «suponer lo peor sobre las relaciones de tal amo con su joven criado».7 ¿Qué es eso de «lo peor»? ¿Había algo peor que ser un lazarillo? Desde luego ser ciego, pero ¿qué de malo o peor pudo suceder entre el fraile de la Merced y su asistente para evitar declararlo? Entre los intérpretes más convincentes de estos silencios del Lazarillo, sobresalen dos trabajos que publicó el profesor de la Universidad de Dublín Manuel Ferrer-Chivite.8 Este profesor e investigador, tras un exhaustivo análisis de las referencias folclóricas y literarias sobre los distintos usos y significados de los zapatos, llega a la conclusión de que esas cosillas que Lázaro evita decir no son la vida más bien disoluta del de la Merced ―que sí refiere―, sino la inclinación homosexual del fraile y, sobre todo, la iniciación sexual de Lázaro a cargo del mismo fraile; o sea, que el mercedario se habría calzado y cabalgado a buen trote al pícaro de Lázaro,9 que así alcanza la madurez sexual ―por mediación del fraile y esas «mujercillas»―, pero que se refugia, como forma de supervivencia, en un discreto silencio para no admitir abiertamente su nefando pecado y delito, la sodomía, que, como es sabido, era perseguida tanto por la Inquisición como por la justicia secular. Son dos interpretaciones sólidamente argumentadas, pero de esas cosillas que Lázaro no dice, no se puede inferir ni concluir ningún hecho probado: solo suposiciones o interpretaciones, por cierto bien curiosas, pero que, a lo sumo, permiten plantear una hipótesis de lectura, más o menos convincente.


Inferencia, interferencia o interpretación

La inferencia es un mecanismo de razonamiento lógico para el que es necesario sentar unas determinadas y concretas premisas (hechos y declaraciones) que permitan alcanzar alguna conclusión. Pero el silencio de una declaración no aguanta ninguna premisa previa; por tanto, en el mejor de los casos, el silencio consentirá ser interpretado y podrá suscitar una valoración, una suposición, un comentario, una explicación, pero el solo silencio no resiste ni permite alcanzar ninguna conclusión lógica, y mucho menos verdadera. Por otra parte, si no estoy mal informado, la inferencia no se puede llevar a cabo en una fase de instrucción con un testigo que no esté acusado. Desde el sentido común, podría parecer lógico que un silencio pudiera ser interpretado de forma adversa o negativa para alguien que está acusado en un proceso, pero igualmente no parece que esa adversidad pueda extraerse de un silencio; en todo caso será, como digo, una mera interpretación sin valor de prueba inculpatoria; y mucho menos si se tiene en cuenta que incluso la mentira está justificada cuando uno está acusado, al igual que se admite la negativa a responder cuando la declaración puede ir en contra del propio acusado o de su entorno familiar inmediato. Por otra parte, el silencio tampoco genera falso testimonio, con lo que la dificultad para extraer inferencias del silencio resulta más bien ardua, si no imposible, innecesaria, banal, equivocada, inútil, mediática.


La retórica clásica y la lingüística no han rozado la «retórica del silencio», aunque la pragmática haya aceptado que el silencio es «el desafío del inmenso dominio de la retórica».10 Pero cuando se aborda el tema del silencio, esas mismas disciplinas lo acaban entregando a los estudios de la literatura y la etnología, que tienen más que ver con la interpretación. Aquí hemos recurrido a ejemplos literarios, que producen mensajes complejos, para ilustrar un texto y un contexto claramente judicial y jurídico. Tal vez el silencio, por más legislado que esté, sea también un «desafío del inmenso dominio» del derecho.





1 Reproducido textualmente de El País (EFE), 22 de agosto de 2024.

2 Los subrayados son míos.

3 «Están dispensados de la obligación de declarar los parientes del procesado en líneas directa ascendente y descendente, su cónyuge o persona unida por relación de hecho análoga a la matrimonial, sus hermanos consanguíneos o uterinos y los colaterales consanguíneos hasta el segundo grado civil» (Art. 416 LECrim).

4 La obra apareció de forma anónima, pero todos sus próximos conocían a su autor. El anonimato era entonces una forma de silencio protector.

5 Alfonso de Valdés: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, Rosa Navarro Durán (int.) y Milagros Rodríguez Cáceres (ed. y notas), Barcelona: Octaedro, 2003. Rosa Navarro Durán: Alfonso de Valdés, autor del «Lazarillo de Tormes», Madrid: Gredos, 2003.

6 La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, Alberto Blecua ed., Madrid: Castalia, 1987.

7 Marcel Bataillon: Novedad y fecundidad del Lazarillo de Tormes, Salamanca: Anaya, 1968, p., 72, así en Blecua, p. 157.

8 Manuel Ferrer-Chivite: «Lazarillo de Tormes y sus zapatos: una interpretación del tratado IV a través de la literatura y el folklore», en J. L. Alonso Hernández (ed.): Literatura y folklore: problemas de intertextualidad, Groningen-Salamanca: Universidad de Salamanca, 1983, pp. 243-269, y del mismo autor, «Los silencios de Lázaro de Tormes», en Actas del IV Congreso Internacional de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Alcalá de Henares, 22-27 de julio de 1996, María Cruz García de Enterría (ed. lit.), Alicia Cordón Mesa (ed. lit.), vol. 1, 1998, pp. 587-592.

9 La acepción 15 de calzar,según la RAE, no es otra que, coloquialmente, «tener trato sexual con alguien».

10 Brice Mortara Garavelli: Manual de Retórica, Madrid: Cátedra, 1991, p. 363.



Javier Pérez Escohotado, ensayista, poeta y crítico, es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Sus investigaciones se orientan hacia la gastronomía, la Inquisición y la vida cotidiana. Autor de los poemarios Laura llueve (2000), Papel japón (2002) y del experimento textual La vigilancia de los acantos (2017), ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003), Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la Historia (2005), Crítica de la razón gastronómica (2007) y El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía (2014). Asimismo, ha editado y prologado Jaime Gil de Biedma. Conversaciones (2002); ha colaborado en Poemas memorables: antología consultada y comentada 1939-1999 (1999)  y ha editado Inventario de disidencias, suma de calamidades (2010), sobre la vida trágica de don Santiago González Mateo. Recientemente ha prologado Los santos inocentes y El hereje, de Miguel Delibes. Ha publicado artículos de opinión y crítica en diversos diarios y revistas.


   
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