Sònia Hernández narra en su último libro, ‘Ejercicios de inmovilidad’, la sensación de desconcierto ante la vida, entre la literatura del absurdo y la redención
Ejercicios e inmovilidad son dos conceptos que constituyen un oxímoron, una imposibilidad; el ejercicio implica cierta actividad, por mínima que sea, contiene una cualidad de acción, por eso su combinación con la inmovilidad nos resulta chocante cuando no impracticable. Los protagonistas del nuevo libro de relatos de Sònia Hernández (Terrassa, 1976) están instalados en esa contradicción que da título a la obra, Ejercicios de inmovilidad , y una piensa que pocos autores actuales saben reflejar como lo hace la autora esa extrañeza que de vez en cuando o de forma permanente sentimos ante la vida y lo que se revela como su absurdo.
Poeta, periodista, gestora cultural y sobre todo narradora excepcional, Hernández da forma en palabras e imágenes, porque sus relatos resultan sorprendentemente visuales, a un sentimiento no tanto de enajenación como de disociación. Quienes nos hablan o aquellos de quienes se nos habla se elevan sobre sí mismos como si de una experiencia cercana a la muerte se tratara, se ven desde el exterior, nosotros lectores también flotamos sobre ellos, doblemente.
Experiencias de muerte y por tanto de vida, pero no de realidad, que es algo diferente a ambos conceptos y puede ir por otro lado, como se encarga de explicarnos la autora ya en el primero de los relatos y que da nombre al volumen, Ejercicios de inmovilidad .
Quienes nos hablan se elevan sobre sí mismos como si de una experiencia cercana a la muerte se tratara
Son trece narraciones, el mismo número que en su anterior publicación, Maneras de irse (Acantilado, 2021), y atravesadas igualmente por un alejamiento vital que el lector intuye provocado por algún acontecimiento doloroso, o simplemente por el dolor que implica toda vida.
Un alejamiento que conlleva la separación del mundo físico y el mental: “ Yo llevaba tiempo sin hacer nada, aunque mi cuerpo siguiese implicado en el movimiento del mundo”, explica la narradora/ autora. Y es que hay mucho de autobiográfico en todas las narraciones de Sònia Hernández, pero especialmente en las últimas, en las que la escritora deja traslucir el sufrimiento por diferentes pérdidas familiares y sucesos vitales.
Uno de los aciertos de este volumen es haberse disociado en la misma manera que sus personajes, por decirlo de alguna manera: el contenido está condensado en un ejercicio de minimalismo como suele ocurrir con todas sus obras, duele de tan denso, pero al mismo tiempo su escritura es ágil, precisa, apuntando a lo esencial, sin circunloquios innecesarios, una economía del lenguaje que evita cualquier grandilocuencia y atrapa.
En los relatos se combinan la primera persona a cargo de una narradora anónima con otros en tercera persona protagonizados por Carolina, que bien podría ser la primera, ambas están vinculadas con el mundo artístico y varios de los relatos suceden en una galería de arte de El Masnou, una localidad costera próxima a Barcelona en la que, justamente, Sònia Hernández tiene a su cargo un centro de exposiciones.
En esa galería tienen lugar fiestas, presentaciones. En una de ellas aparece un joven cuyo único interés parece estar no en lo expuesto ni en el artista, sino en su móvil, que tiene que cargar. En otra una madre llega tarde y debe afrontar el enfado de la hija, que muestra una de sus obras; la historia dará un giro inesperado cuando la mujer se obsesione con la narradora.
En otra ocasión, en una escena que enlaza con la literatura del absurdo, una paloma se cuela en la sala y Carolina teme una invasión de pájaros. Una araña se aparece en sueños y un gato se mete en la casa de la narradora, bifurcando la reacción de esta, desconcertada, pero capaz de provocar una mínima actividad que la haga salir de su enfermedad, que no es otra que la parálisis ante la vida –“sin espacio ni movimiento no hay tiempo”–.
Y es que “los cuidados ajenos pueden salvar la situación de extrañamiento, eliminar la distancia, la disociación entre lo que sucede y el ser que debe asimilarlos”.
La narradora escribe en sus cuadernos a mano las definiciones de palabras poco usuales, con caligrafía y buena letra. Una sabe que un buen remedio contra la ansiedad consiste en esas acciones de cuidadosa repetición. Tienen el efecto de calmar el desasosiego, casi tanto como la escritura. Será por ello que el libro comienza con una aseveración: “Soy una persona feliz”. Se mueve.