Alguna vez dijo que su superpoder era no sentirse nunca cansada. Vehemente, enérgica, apasionada, comprometida, hiperactiva, Rosa Regàs falleció el 17 de julio de 2024, a los 90 años, en su masía ampurdanesa de Llofriu, en Gerona, donde se retiró en 1994 para dedicarse a la escritura. Hizo de su vida un continuo aprendizaje y nunca dejó de cultivar los afectos, la memoria, el inconformismo, los viajes, la literatura y la generosidad en medio de un bullicio de hijos, nietos y amigos que la acompañaron hasta el final de sus días.
Como todos, arrastró su pasado, en la seguridad de que «el día de mañana es hoy», mientras aseguraba: «No recuerdo haberme aburrido jamás y solo quisiera volver a los veinte años para andar día y noche en minifalda».
Hija de republicanos cultos y comprometidos, miembros de la burguesía catalana, su padre, Xavier Regàs i Castells, era periodista, abogado y dramaturgo; y su madre, Mariona Pagès, hablaba cinco idiomas y trabajó en la Fundació Bernat Metge para la difusión de los clásicos latinos en catalán. Se casaron un mes antes de la proclamación de la República y formaron parte de ese sueño de modernidad y progreso que se convirtió en espejismo con el estallido de la Guerra Civil, un acontecimiento histórico que impactó en la familia como una bomba de racimo: él en un campo de concentración, ella en París, los cuatro hijos repartidos por Europa y, tras la guerra y la derrota, el castigo y la humillación.
Pero antes de llegar a esta etapa, en la mochila de la memoria de Rosa Regàs anidaba una infancia profundamente desgraciada. Con solo tres años, su familia la subió a un tren, camino de Francia, junto a Oriol, su hermano pequeño, de tan solo año y medio, para salvarlos de la penuria y los bombardeos de la Guerra Civil. El paraíso infantil de los niños desapareció tan rápido como su identidad y los tiernos besos de su madre. Aquella mañana gris de 1937 quedaron atrás las paredes de su acomodado hogar de la Gran Vía barcelonesa, donde sus padres, que ya no volverían jamás a estar juntos, organizaban tertulias con personajes como García Lorca, quien alguna vez acunó a Rosa. Aquel día se apagó el placer de los juegos con sus tres hermanos, la música de Schubert y de Mahler que acompañaba a su madre, como lo hacían los libros de Joyce y Faulkner. Aquellos dos niños y sus hermanos mayores, igualmente obligados al exilio en Holanda, no regresarían a su Barcelona natal hasta finales de 1939, cuando el abuelo paterno dio con ellos antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, culpabilizándolos, sin atisbo de piedad, de todas las desgracias familiares. Tras un largo y tortuoso viaje en furgoneta, Rosa y Oriol fueron recibidos «con una sonora bofetada» por parte del abuelo Miquel, el padre de su padre. Se trataba solo del preludio de «los castigos físicos y las humillaciones psicológicas» que convertirían sus vidas en un cruel calvario.
Rosa Regàs nunca más volvió a vivir con sus padres, que no regresaron a Barcelona hasta 1948. Su abuelo paterno, reconvertido en ferviente seguidor de Franco, «como toda la burguesía catalana», en palabras de la escritora, ingresó a sus dos hermanos varones en distintos orfanatos catalanes y a ella y a su hermana Georgina en un internado de monjas dominicas. Sus padres seguían vivos pero, estigmatizados por la derrota política y por haberse separado, fue el abuelo quien ejerció su tiranía familiar imponiendo que solo pudieran ver a la madre «en una sala del Tribunal de Menores, custodiados por dos grises», tan solo una hora y media al mes, en las que no se les permitía ni tocarla. Visitas frustrantes, vigiladas por una funcionaria, la señorita Rosalía, que transcribía todo lo que decían y que Regàs convertiría en personaje de ficción, años más tarde, en su novela Luna, lunera (1999), reconocida con el Premio Ciudad de Barcelona y una de las más autobiográficas de la autora.
«Aquella no fue la mejor etapa de mi vida» —declaró en una entrevista en El País—, «pero eso fue algo que me pasó y que me obligó a buscar una salida. Estoy orgullosa de ser hija de la Guerra Civil, incluso de haberla perdido, porque sé que estaba en el bando correcto. La guerra nos destrozó a todos, pero más a los perdedores».
Rosa terminó su bachillerato con 17 años, abandonó el internado y, sin terminar la carrera de piano y deseosa de huir de esa infancia sórdida y represiva, se casó un año después con el fotógrafo Eduard Omedes Rogés, con el que tuvo cinco hijos: Eduard, Anna, David, Loris y Mariona. «Yo quería tener una familia numerosa, porque pensaba que cuanto más numerosa, era más familia». Ni siquiera entonces su abuelo permitió que llegara al altar del brazo de su padre, ni autorizó a su madre a estar presente en la ceremonia. Pero la magia maternal y perenne de su esencia la envolvió entonces y sigue con ella. «El aroma de mi vida es el de la colonia Arpège, de Lanvin, que me envió mi madre el día que me casé, y es la única que he llevado y llevaré a lo largo de mi vida».
En su vida matrimonial, estuvo muy lejos de dedicarse a «sus labores». De hecho, y sorprendentemente, la primera vez que el nombre de Rosa Regàs apareció publicado en un periódico fue como gimnasta. Competía a nivel nacional, su entrenador era Joaquín Blume y, por supuesto, ya estaba casada. Así lo cuenta en su libro de recuerdos Amigos para siempre, continuación de Entre el sentido común y el desvarío, que trataba sobre su niñez, y de Una larga adolescencia, continuación del anterior.
En este volumen, dedicado a los años 50 y 60, aparece la imagen de una Regàs somnolienta, en el autobús, camino de la Universidad, con la cabeza apoyada sobre el cristal, la bolsa llena de libros y embarazada de su tercer hijo. Pero también en una pose desafiante sobre una Harley Davidson ganada en una apuesta, u organizando una proyección clandestina de El acorazado Potemkin en su propia casa, mientras Eduard, su marido, miraba con preocupación la moqueta por miedo a las colillas. Fueron los años de las «sobrasada parties», de las noches del Bocaccio, la discoteca que fundó su hermano Oriol en Barcelona, de la llamada Gauche Divine, en las que se fraguó la amistad de Rosa con cantantes como Raimon y Serrat, o con autores como Carlos Barral, Vázquez Montalbán, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferraté, Terenci Moix o los Goytisolo, que la llevarían casi por accidente a una fulgurante carrera como editora. Fueron años en los que Regàs se movía en un ambiente liberal y de modernidad impropio de la época. La Gauche Divine se convirtió en un movimiento cultural que combatía el tardofranquismo con una ideología de izquierdas y largas noches de copas y tertulia.
Con la sorprendente serenidad con la que se sobrepuso siempre a la desgracia con entereza y sabiduría, el último capítulo de la niñez de Rosa culminó con el drama final, cuando, fallecidos sus padres, la Iglesia despojó a los cuatro hermanos de todos los bienes familiares que, por indicación de su abuelo, pasaron a ser herencia de diversas organizaciones religiosas. Inconformista y sin tirar la toalla jamás, a los 58 años escribió La canción de Dorotea, ganando la 50ª edición del Premio Planeta. Los cien millones de pesetas del galardón no le permitieron recuperar su niñez, pero le sirvieron para «comprar tiempo», retirarse a escribir su Diario de una abuela de verano, ver el mundo desde el Azul de sus eternos lentes y seguir rebelándose contra la injusticia.
Su actividad editorial se inició en 1963 en Seix Barral, de donde se marchó a finales de los 60, cuando Carlos Barral, su mentor y amigo, abandonó el sello para fundar Barral Editores. En 1970, Regàs emprendió su propio proyecto fundando Ediciones Bausán, dedicada a la literatura infantil, y La Gaya Ciencia, un sello bajo el que impulsó Los Cuadernos de la Gaya Ciencia, revista de la que fue directora hasta 1981. A finales de los 80 hacía más de una década que se había divorciado y vendido sus editoriales. Fue pareja de Juan Benet, de quien también se separó, y un día decidió cambiar de vida y se fue a Ginebra, donde trabajó como traductora y editora en la ONU. Tenía 50 años y los hijos adultos, cuando se planteó, finalmente, que había llegado para ella el momento de escribir.
Los años 90 fueron para Rosa Regàs los de su idilio con el gran público lector. Tras un libro de viajes, Ginebra (1987), llegó su primera novela, Memoria de Almator (1991), pero el éxito en mayúsculas le llegó con Azul (1994), la historia de una pasión amorosa entre una mujer casada y un hombre más joven. De Azul se vendieron once ediciones de 10.000 ejemplares en el primer año y, además, se llevó el premio Nadal. Luego aparecerían Viaje a la luz del Cham (1995) y Luna lunera (1999). En 2001 ganó el Premio Planeta con una novela de intriga y denuncia, La canción de Dorotea, novelas que alternaría con sus obras más biográficas, entre las que se incluye Diario de una abuela de verano (2004), que fue llevada a la televisión con Rosa María Sardà como protagonista, y ensayos de calado político, como El valor de la protesta (2004), La desgracia de ser mujer (2010) y Contra la tiranía del dinero (2012). Tan solo dos meses antes de su fallecimiento, se publicó su último libro, Un legado: La aventura de una vida, en el que la escritora reflexiona sobre su trayectoria literaria y su pensamiento, de una manera directa y sin tabúes.
Nunca perteneció a ningún club ni asociación, nunca fue de nada, mucho menos de un partido político. Sin embargo, se acercó a los socialistas y siempre afirmó que, si de ella dependiera, lo que hubiera cambiado con urgencia habría sido la educación, imponiendo una educación pública y laica, cosa que no hizo Felipe González cuando ganó las elecciones generales de 1982 de manera aplastante. «Debe de tener alma de derechas», declaró en relación con el presidente del Gobierno.
En 2004 fue nombrada directora de la Biblioteca Nacional por la entonces ministra de Cultura, Carmen Calvo, puesto que ocupó hasta 2007. En su toma de posesión rindió homenaje a Carlos Barral y entre las decisiones que tomó en el cargo destacó la colocación del busto de Antonio Machado, el único que había en Madrid, y muy especialmente su política de apertura al público (dejó de ser imprescindible ser investigador para consultar sus fondos), lo que comportó la duplicación de visitantes y un crecimiento de un 300% de carnés en 2006. Sin embargo, en 2007 el nuevo ministro de Cultura, César Antonio Molina, se mostró explícitamente hostil con su gestión desde el principio y su salida-dimisión no estuvo exenta de polémica, tras el robo de los mapas de Ptolomeo, documentos de enorme valor. La bronca y el vendaval fueron de tal categoría que, coincidiendo los hechos con el nacimiento de un burro catalán en su finca de Llofriu, lo bautizó con el nombre de César. «Nadie puede ser alcaldesa, o directora de la Biblioteca Nacional, y no cometer errores» —declaró años después—, «pero sí lo puedes hacer lo suficientemente bien para que, cuando vengan otros, puedan apoyarse en lo tuyo para subir un peldaño más. Eso es a lo que siempre he aspirado en el trabajo público».
En 2005, la Generalitat de Catalunya, gobernada por Pasqual Maragall, le concedió la Creu de Sant Jordi. Pero ella no regresó jamás a su ciudad natal, porque decía que «Barcelona no la quería». En el mismo año recibió la condecoración como chevalier de la Legión de Honor de Francia, por la especial vinculación que mantuvo con el país galo durante toda su vida.
Viajera incansable, siempre llevaba el pasaporte en el bolso, para no desaprovechar ninguna oportunidad. Dalí la llamaba Regasol y mientras contemplaba la belleza y el caos del mundo desde su masía del Ampurdán, escuchando a Amy Winehouse y a The Beatles, Rosa Regàs, por fin, se convenció de cuál era su sitio. «Después de tanto movimiento, de tanto viaje, en el final de mi vida, mi puesto está donde estoy ahora. Tengo una numerosa familia con la que me entiendo y me divierto. Vivo en una casa luminosa que durante los últimos 50 años he hecho crecer y adaptarse a lo que somos ahora. Rodeada de árboles que plantaron hermanos y amigos, vivos o muertos, que hoy me hacen compañía día y noche. Tengo también una inmensa biblioteca y toda la música que deseo a mi alcance, una larga novela a medio escribir y poseo una mente que sigue funcionando y suaviza, incluso aleja, los trastornos físicos que la edad me presenta a diario. Me faltan hermanos y amigos del alma que ya murieron, pero aún así, ¿qué más podrían añadir los dioses a mis aspiraciones ya cumplidas?».
Con diecisiete nietos «entre morganáticos y biológicos» y cinco bisnietos, en sus últimos años no dejó de ser la generosa anfitriona de su tribu ni de nadar ni un solo día. En su última etapa, siguió vigente el autorretrato que hizo de sí misma en el diario ABC cuando escribió: «Sé que soy pelirroja y mido un metro setenta, que tengo los ojos claros y la piel de lagartija, que jamás llevo anillos ni etiquetas, que me encantan los sombreros. Sé que me gusta beber y bailar y que mi expectación no tiene límites. Tampoco mi irritabilidad, tan intensa a veces como el temblor ante lo que amo».
Tras su fallecimiento, Rosa Regàs fue despedida en una ceremonia laica, a la que asistieron unas trescientas personas, de la que estuvieron ausentes los símbolos religiosos, por expreso deseo de la escritora. El funeral dio comienzo con el Himno de Riego, y terminó con «She’s leaving home» de The Beatles y el «Cuarteto de cuerda número 14 en re menor» de Schubert, también conocido como «La muerte y la doncella».
Tras hacerse pública la noticia de su fallecimiento, lectores y amigos la recordaron en redes sociales con admiración y ternura. Maruja Torres escribió en X: «Siempre pensé que Marsé se basó en ella para su Teresa». Cristina Fallarás en Instagram: «Queridísima Rosa Regàs, siempre viva en mí. Te he querido con el alma. Te sigo queriendo así y para siempre. Maestra y compañera». Mientras, la periodista Gemma Nierga compartió un breve vídeo de la celebración de su 90º cumpleaños, donde se podía ver a una pletórica Rosa Regàs lanzando un, ante todo y sobre todo, Visca la vida!
Sé que me dejo en el tintero premios, personajes del mundo académico, cultural e intelectural de la época que acompañaron a Rosa Regàs a lo largo de su vida, y tantos momentos interesantes que no dejo de descubrir según escribo este artículo, porque su trayectoria personal y profesional darían para escribir la mejor de las ficciones, de esas que se presentan como basadas en hechos reales, pues nada más real que una existencia larga, productiva y ejemplar, como la de la musa de la Gauche Divine.
Son bastantes los libros que he leído a lo largo de mi vida firmados por Rosa Regàs, y muchos más los que me quedan por leer. Siempre fue un poderoso referente para mí, no solo como escritora, sino como mujer y como persona. El destino le regaló una larga vida, repleta de experiencias, muchas tan negativas que parece difícil salir indemne de una infancia y una adolescencia tan duras como las suyas. Sin embargo ella, con una resiliencia admirable, supo sobreponerse a tanta penuria y convertir el dolor y la injusticia en la mejor de las literaturas.
Rosa Regàs no estuvo quieta ni un solo día en su vida. Fue una niña de la guerra, conoció la angustia del exilio y la crueldad de vivir sin sus padres, pero si algo la identificó siempre, además de sus eternas gafas azules, fueron su sonrisa y su sarcasmo. Un ejemplo de audacia intelectual y compromiso social, de independencia y progresismo, hasta cuando serlo implicaba riesgos terribles.