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Nazario y la balada de los borrachos solitarios
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Nazario y la balada de los borrachos solitarios
  20/3/2025



E l dibujante cuenta en ‘Crónicas del gran tirano’ su amistad con un grupo de personas sin hogar de su barrio barcelonés
No son privativos los tiranos de un régimen dictatorial, de una democracia disfrazada, una empresa o una familia; los hay también en grupos reducidos, marginales, en los mendigos inválidos de la plaza Real de Barcelona, por ejemplo. Y quien reina aquí es Mich, un viejo enfermo, con la pierna amputada, que es quien lleva la voz cantante entre el grupo de desahuciados que se congregan en torno al bar Sidecar, y a los que el dibujante Nazario ve y observa desde su balcón como quien mira un zoológico. Un grupo de gente curtida, con agallas y resistencia, eso sí. Un extraño grupo voluble de mendigos, pedigüeños, supervivientes y náufragos.

Mich, «el gran tirano» (como le apodaban los voluntarios de la Fundación Arrels, de ayuda a las personas sin hogar), es un tipo bruto, despótico y el gran centro del relato del libro de Nazario, Crónicas del gran tirano, un lisiado que da órdenes a todo el mundo y guía a sus compañeros por este oscuro y proceloso mar de asfalto: la plaza Real de Barcelona, a la que el grupo de personas sin hogar que allí se congregan llaman pomposamente «Mesón Real».

Una plaza que es una casa, que quieren que sea una casa; sin intimidad, eso sí, sin baño, ni cocina, sin puertas ni ventanas. «Una casa común escenario de teatro», cuenta Nazario, «con un decorado amarillento de ventanas y balcones vacíos, un decorado que no merecía siquiera una mirada porque los actores circulaban por él como si estuvieran solos, porque ni siquiera había espectadores». Palmeras que ejercen de sombrillas, sillas públicas que sirven de improvisado salón. Y por toda decoración una fuente inútil, en el centro de la plaza, «como una escultura, un jarrón, un cuadro o una alfombra». Un grupo de seres anodinos, insignificantes, «que se deslizan con sus carritos por ese escenario como por una pista de coches locos que funcionaran manualmente, agrupándose, alejándose y volviéndose a agrupar».

El núcleo duro de los que se habrían de convertir en los nuevos –e inesperados– amigos del dibujante Nazario lo conforman el violento y agresivo Mich, Helga, una alemana especialista bebedora de latas fresquitas de VollDamm que chapurrea y mezcla varios idiomas y Omar, una especie de lazarillo del gran tirano. Mich y Omar se habían conocido en la cárcel de Lérida y Mich y Helga se habían conocido muchos años atrás, en Ámsterdam, él tocando la guitarra y ella haciendo de bailarina, y ya no se habían separado. Se ganaban entonces la vida por las terrazas de los bares.

Estamos en 2015 y tenemos al bueno de Nazario, padre del cómic underground barcelonés, encaminándose a la panadería del Pi de la calle Ferran, cuando se cruza con «aquel hombre inválido sentado en una silla de ruedas al que durante años había estado fotografiando desde mi ventana». Se había cruzado con él miles de veces, pero sus miradas nunca se habían encontrado. Un sátiro malicioso, rebuscador de basura, que iba siempre con un sobado sombrero marrón del que emergían unas grasientas greñas grisáceas, y siempre con barba. Aquel día, sin embargo, iba bien afeitado y con el pelo corto y parecía un inofensivo tipo enfermizo.

Soledad y sardinas
 Y aquello obró el milagro, pues «inexplicablemente, aquel día me atreví a dirigirle la palabra», dice Nazario, «y le pregunté al tipo del sombrero por algo tan banal como por qué demonios después de tantos años llevando esa redondeada barba canosa de pronto se la había afeitado». Al hombre de la silla de ruedas le da por hablar, y le confiesa, con dramatismo y buscando la conmiseración, que había estado una semana en el hospital «entre la vida y la muerte». Eso abre la tejedura de la tela de araña con la que Mich y sus compinches enredarán a (o se dejará enredar en) Nazario.
Al día siguiente pasa, les saluda. Una conversación casual: voy al mercado a comprar sardinas. Y el pícaro Mich le dice que había nacido en un pueblo de pescadores, que era marroquí, y que hacía tantos tantos tantos años que no había probado pescado (siendo su comida preferida) que había olvidado su sabor. A partir de aquí, Nazario comenzará a bajarles regularmente tuppers con comida, comenzando por las sardinas y siguiendo con arroz del caldo, guiso de atún fresco con tomate, lentejas con chorizo, butifarra y mucho picante, tortilla de calabacín y atún o albóndigas con patatas.

Gracias a estas visitas (siempre después de haber comido el propio Nazario y hecho la siesta, que esa gran costumbre española no se puede descuidar) comienza a afianzarse entre ellos una suerte de reconocimiento cómplice basado en la comida que Nazario les ofrece, así como los cigarrillos y algunas monedas que les entrega regularmente. Al mismo tiempo, les sirve de divertimento frente a las aburridas horas de cada día, siempre iguales, y opera de conversador silencioso, siendo apenas aquel que escucha las medias mentiras del grupo; en definitiva: les ve. Los sintecho, agradecidos, lo colman de besos, abrazos y lisonjas. Y Nazario se siente satisfecho con ello.

Puede preguntarse uno qué es lo que le lleva a un dibujante famoso (en un determinado momento los sintecho lo averiguan, pero tampoco hacen mucho caso de ello, pues ni siquiera son capaces de recordar bien su nombre) a juntarse con esta extraña troupe. Y aquí es importante saber que Nazario es exalcohólico (su dieta consistía durante muchos años en unos tres o cuatro litros de cerveza por la mañana y unos cinco o seis gintonics por la tarde) y que hacía poco que había muerto Alejandro, su pareja abierta con la que estuvo conviviendo 36 años, y además acababa también de morir su hermano. Con ello, la vida de Nazario había sufrido una dramática transformación. «La soledad terminó minando mi cotidianidad», nos confiesa. Y añade: «En una época de readaptaciones, había decidido un día recurrir, inconscientemente, a mi vena solidaria de raíces religiosas y altruistas».

Seres a la deriva
Así: la soledad provoca extraños vínculos, gracias a los cuales Nazario comienza a mirar, a los sintecho «como si fueran la familia que no tenía». Unos lazos que se consolidan con el correr de los años (la amistad dura hasta la muerte de Helga y Mich, en 2019). Confiesa Nazario: «Más que comida, les regalé mi acercamiento, mi solidaridad y mi atención. Me convertí en alguien ajeno a su mundo y al de las asociaciones caritativas, que los escuchaba y les servía de paño de lágrimas sin pedirles nada a cambio. Y este comportamiento no fue en absoluto premeditado, sino que fue surgiendo con el tiempo». Con ello, se crea sin él darse cuenta «una interdependencia difícil de deshacer». Y añade que, con ello, posiblemente «esté enmascarando mi dependencia de viejo solitario en relación a ellos».
En esta historia no hay nada del lirismo de El diario del ladrón, de Jean Genet; todo es más prosaico y gris. Hay muchas borracheras, algunas caóticas, otras estruendosas, otras patéticas y, las más, (in)disimuladas. Tenemos a un grupo de tullidos, a los que eventualmente se les van incorporando nuevos miembros, quienes no están más preocupados que por conseguir alcohol y cigarrillos y por pelearse por los transistores, acusándose unos a otros de «robos, extravíos y cambios que luego olvidaban en los desvaríos y pérdidas de memoria de las borracheras».

De los tres del núcleo duro del grupo, Mich es el único que no recibe ningún tipo de paga y quizá por ello es el más simpático y zalamero, sin que ello opaque su tiranía. Los que pululan por la plaza Real no son tampoco hermanitas de la caridad: son machistas, misóginos y homófobos. Todos con problemas de malnutrición y circulación por culpa del alcohol que, en muchas ocasiones, provocan las amputaciones de miembros. Todo se debe al Don Simón barato que beben (1,20 euros el tetra brick) y los componentes químicos del vino blanco, que hacen que las venas se sequen y que la sangre no circule con facilidad y no llegue a las extremidades.
Con ello, esta es una balada patética de seres a la deriva, enfermizos, seres que parecía que hubieran comenzado su vida al llegar a la plaza Real, y que apenas viven en una Barcelona limitada, que se reducía a la zona comprendida entre el Raval y la plaza Real, entre Vincles y la Calle del Carmen. Seres unidos exclusivamente por su afición al alcohol. Y, con todo, no podemos no compartir la ansiedad con Nazario por ver cómo todos ellos se «colocan», esto es, acaban acogidos en albergues, hospitales o centros de rehabilitación. Así sea engañándonos por esa falsa sensación de protección pasajera, de una cierta seguridad estable, y casi entrañablemente misericordiosa.
Porque sabemos, desde el principio, que este inestable y quebradizo grupo de seres ignorados por la sociedad (y desatendidos a sí mismos) acabará cansándonos (sus historias siempre son medias verdades magnificadas, y siempre son las mismas: duplicidades pálidas unas de otras), y acabará disgregándose, y se los llevará la muerte. Con todo, un atisbo de ternura nos acecha mientras leemos, y la terrible certidumbre de que, en algún momento, a todos nos alcanzará la soledad, primero como una bruma y, finalmente, en la forma de terrible y estruendoso vacío.




José S. de Montfort -theobjective




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