El Quincenal ha conversado con Manuel
Serrat Crespo, reconocido traductor con más de 500 obras traducidas y
socio de la ACEC, sobre la importancia de organizar iniciativas como la
de "Barcelona, ciudad de la traducción" para revalorar la figura del
traductor literario y sobre las dificultades y las gratificaciones de
esta profesión. Serrat Crespo participó, el pasado 5 de febrero, en la
mesa redonda 'Argot. Qué es y cómo se traduce' –en el marco de la
Bcnegra '09–, la primera de las actividades del programa diseñado por
la ACEC y la AELC durante este año.
Serrat
Crespo (Barcelona, 1942) ha destacado por sus traducciones del francés
y ha sido condecorado como Caballero de las Artes y las Letras
francesas. Es también miembro de honor del Consejo Europeo de
Traductores Literarios.
¿Por qué son tan importantes iniciativas com la de “Barcelona, ciudad de la traducción”, organizada por la ACEC y la AELC?
Sencillamente
porque contribuye a poner de relieve la idea de que muchos de los
autores que nos interesan no escribieron sus obras en una lengua que
nos resulte inteligible y de que, por lo tanto, el esfuerzo y la
sensibilidad del traductor literario son decisivos pues, sin su
trabajo, la “literatura universal” desaparece.
¿El traductor literario no acostumbra a estar incluido en la programación cultural de Barcelona?
No,
el traductor literario es, siempre, el farolillo rojo de cualquier
paripé literario y, por lo tanto, su presencia en las programaciones
literarias es en verdad excepcional. Sintomaticamente, es posible leer
estudios eruditos o escuchar programas de radio o televisión sobre
determinado autor extranjero sin que se mencione, ni una sola vez, si
siquiera en los créditos, el nombre del traductor cuyas frases se citan
a diestro y siniestro (entrecomillándolas, claro); diríase que nuestros
estudiosos, nuestros críticos literarios y nuestros lectores se ven
constantemente beneficiados por un especial Pentecostés
Los
traductores literarios siempre denuncian la invisibilidad que sufren.
¿Por qué cree que no tienen la consideración y el prestigio del autor,
aunque son autores?
Decían
nuestro abuelos que el gato escaldado del agua tibia huye y, tras más
de cuarenta años de profesión, soy un gato escaldadísimo. Cuando, hace
un par de lustros, comenzó a correr –sobre todo en los círculos
universitarios- la teoría de la “transparencia” del traductor, no pude
evitar la sospecha de que tras tan peregrina afirmación se escondía la
industria editorial y su afán de reducir gastos. Si el trabajo del
traductor literario comenzara a ser valorado (en especial por el
lector) sin duda tendría que pagarse de un modo adecuado... Y eso
resultaría un peligro para la cuenta de resultados. “El capital no té
entranyes...”, cantaba –creo- La Trinca.
¿Las mejoras laborales de los traductores, pues, pasan primero por su reconocimiento social?
Eso
depende, también, de la cuenta de resultados. Si una mala traducción
fuera denunciada por la crítica, si el lector tomara conciencia, por
fin, de que una mala traducción pude destrozar un buen libro (y creo
que lo contrario también es cierto), si el primer gesto al adquirir un
libro de autor extranjero fuera averiguar quién lo ha traducido, si se
implantara –por fin- una cultura de la traducción literaria que
penalizara a la editoriales poco cuidadosas con los “productos” que
ponen en el mercado, otro gallo nos cantaría. Pero para ello es
imprescindible lograr ese reconocimiento (más “literario” que “social”
a mi entender) y no creo que el “mercado” (ese fatum de nuestras tragedias cotidianas) esté por la labor.
¿Se pueden tomar medidas para acabar con esta invisibilidad? ¿Quién las ha de tomar?
Claro,
pero no será fácil (soy un gato escaldadísmo, ya lo he dicho). Sin
embargo, iniciativas como las de ACEC y AELC son un paso en este
sentido, no cabe duda.
¿Cuáles son los incumplimientos más comunes de la Ley de Propiedad Intelectual en los contratos de los traductores?
Los
hay de todo tipo, aún. Incluso la inexistencia de contrato... Parece a
veces que el editor (o el departamento jurídico en los grandes grupos)
desconozca una ley de la propiedad intelectual que supera ya los cuatro
lustros de vida. Pero estos desconocimientos me resultan siempre
sospechosos... Lo del “gato escaldado”, claro está). De todos modos, a
mi entender, se están produciendo algunos cambios... Como si, tras
algunas sentencias desfavorables, los editores comenzaran a ser
conscientes de que los derechos de autor deben respetarsde -¡también!-
cuando se refieren al traductor literario.
El
CEATL (Consejo Europeo de Asociaciones de Traductores) ha publicado un
estudio denunciando las condiciones que impone el mercado a los
traductores literarios. Afirma que en ningún lugar de Europa estos
profesionales pueden subsistir con estas condiciones. ¿Cree que esta
situación está más acentuada en España?
Evidentemente.
Bastaría con comparar las tarifas para comprobarlo. En Francia –por
ejemplo- la media se sitúa en 25 euros por 1500 pulsaciones, cuando en
España está entre 11 y 12 por 2100. Es fácil calcular cuántas páginas
deben traducirse, al mes, para sobrevivir.
¿Esta situación de precipitación a la hora de traducir para poder vivir puede afectar a la calidad de las traducciones?
Es evidente. Reduce el proceso de corrección, los “acabados” (por decirlo de algún modo) del libro una vez traducido.
Supongo
que se mira de manera esperanzadora las negociaciones que están
llevando a cabo la ACEC, la AELC y el Gremi d’Editors de Catalunya para
establecer y actualizar los contratos-marco de este colectivo.
Sí;
pero participé en las discusiones para establecer los primeros
contratos-marco y sé que lo importante es el modo de aplicar la letra
del convenio. Si –de acuerdo con la LPI- se establece un porcentaje de
derechos de autor y, luego, en un contrato determinado, éste se fija en
el 0’0001% (¡existen, los he visto!) el fraude de ley es evidente. No
es fácil; ni las asociaciones profesionales de escritores ni el gremio
de editores tienen la facultad de imponer sus acuerdos a los asociados.
Ya lo he dicho, creo que sólo la cuenta de resultados y, por lo tanto,
la exigencia de los lectores (una cultura de la traducción literaria)
daría frutos relevantes.
¿Cómo valora el papel que juegan las asociaciones de escritores en la defensa de los derechos de autor?
Naturalmente,
es un papel muy importante. El autor es, siempre, la parte débil y las
asociaciones contribuyen a paliar su indefensión.
¿Cuál es el secreto de este trabajo, que lo hace tan apasionante?
Pasión
por la lengua de llegada y profundo conocimiento por las dos lenguas de
que se trate (tanto la de llegada como la de partida); amor por la
literatura, claro está, y un buen fardo de paciencia.
¿Qué es lo más gratificante de traducir un libro?
Depende del libro. Los hay que suponen, sólo, la rutina del día a día, el puro pane lucrando,
la posibilidad de ganarse las habichuelas. Otros, por el contrario, son
un placer (sado-masoquista, a veces) y un reto. Pero, siendo las cosas
lo que son, no es seguro que el segundo caso sea el preferible para el
traductor literario. Un buen libro extranjero, en España, se publica
siempre subvencionado por el sudor y las lágrima de su traductor cuya
paga no compensarà los esfuerzos que le ha dedicado. Y cuanto mejor,
peor... Cuanto mejor sea el libro peor pagado estará su (buen)
traductor. Los malos –que los hay también- no se contemplan aquí.
Traducir no és sólo pasar de una lengua a otra…¿Es volver a crear?
Sí, es crear. Estoy convencido de que un buen traductor literario debe ser –previamente- un escritor.
¿Cuál es la útlima obra que ha traducido o en cuál está trabajando ahora?
Una de las últimas publicadas ha sido Pesares de escuela, de Daniel Pennac (que la editorial se empeñó en llamar Mal de escuela, cosas...). Tengo sin publicar todavía El amor del lobo, un calvario de Hélène Cixous, discípula de Derrida, que me destrozó las meninges, y me dispongo a iniciar la traducción del Enfant Peul, un clásico de Amadou Hampaté Ba.
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