Han pasado más de setenta años desde entonces, pero la protesta del escritor continúa resonando en la cabeza de demasiados autores que, mientras echan pestes de la corrupción política, hacen sus tejemanejes para colgarse medallas que no se merecen. Y sé de lo que hablo. En el transcurso del último año he tenido ocasión de ejercer como jurado de dos galardones de no poca relevancia: el Premio Nacional de Periodismo Cultural y el Premio Ciutat de Barcelona a la mejor novela escrita en castellano.
En ambos casos fui lo más imparcial posible y otorgué mi voto a quien consideré el mejor de los candidatos, teniendo ocasión de comprobar que el funcionamiento de ambos reconocimientos es transparente y que no se percibe atisbo de manipulación en ninguno de ellos. El jurado lanza sus propuestas sin injerencia alguna por parte de los organizadores (el Ministerio de Cultura y el Ayuntamiento de Barcelona, respectivamente) y los galardonados pueden jactarse de haber obtenido dos de los escasísimos premios honrados de este país.
Sin embargo, la falta de corrupción por parte de dichas instituciones no quita que existan presiones externas de lo más deleznables. En mi caso concreto, poco después de que se hiciera público el nombre de los miembros del jurado, recibí varios correos electrónicos de ciertos escritores de no poco prestigio -y de quienes no pienso desvelar la identidad- que me instaban a que o bien los colara en la lista de finalistas o bien los hiciera directamente ganadores. Huelga decir que no presté la menor atención a estas peticiones -ni siquiera cuando una de ellas venía acompañada de una advertencia en la que se aseguraba que, de no hacer lo que se me pedía, me ganaría un enemigo de lo más poderoso- y que sus nombres ni siquiera entraron en consideración durante las deliberaciones. También sobra decir que ninguno de los dos tenía una obra lo suficientemente sólida -aunque sí aplaudida, que no es lo mismo- como para aspirar a dichos premios. Si la hubieran tenido, sobrarían las trampas. Lo más divertido -a la par que lamentable- es que, en más de una ocasión, he podido escuchar a los dos escritores despotricar de los premios amañados que se entregan en este país (sobre todo en el sector privado) y defender a ultranza la importancia de la honradez en la literatura. Pero, en fin, ya nadie se sorprende al comprobar que el mundo está lleno de hipócritas... Es cierto que los dos autores que me presionaron para que los votara son hombres de edad avanzada y que, por tanto, provienen de una época en la que esta práctica tal vez fuera habitual.
No en vano Constantino Bértolo dijo en cierta ocasión que los actuales premios literarios son corruptos porque nacieron durante el franquismo, una etapa de nuestra historia en la que no se reconocía lo realmente valioso, sino lo culturalmente adecuado. Tal vez ocurra lo mismo con ciertos intelectuales que empezaron a trabajar en aquel entonces, los cuales no conciben que ahora, cuando el mundo ya pertenece a los nacidos en democracia, la literatura esté en manos de gente honrada.