Domingo, 24 de noviembre de  2024



Català  


Literaturas que no funcionan. Fuera de sus territorios lingüísticos, muchos escritores en catalán, euskera, gallego o asturiano apenas tienen lectores
acec30/1/2019



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España tiene 46,5 millones de habitantes, veinte de los cuales per­tenecen a comunidades autó­nomas en las que conviven dos –y hasta tres– sistemas lingüísticos. Así pues, prácticamente la mitad de la población tiene la posibilidad de ser bilingüe, mientras que la otra mitad no sólo ha de conformarse con el castellano como única herramienta de comunicación, sino que además vive de espaldas a la realidad idiomática del Estado al que pertenece. En el ámbito de la literatura, este desconocimiento se percibe con una claridad asombrosa, ya que existe una enorme cantidad de escritores catalanes, vascos, gallegos y asturianos de los que sus compatriotas no saben absolutamente nada. Son, por así decirlo, los españoles a quienes los españoles no leen. Y no lo hacen porque ni siquiera saben de su existencia.


Los escritores que elaboran su obra en cualquiera de las lenguas cooficiales del Estado –a las que, en este reportaje, añadiremos el bable– no sólo permanecen ocultos a los ojos de los lectores monolingües, sino que además observan con estupefacción el modo en que el Gobierno central protege a la ­literatura en castellano al tiempo que abandona a su suerte a esas otras letras que, en algunos casos, agonizan por las esquinas del país. Poco antes de verano, el ejecutivo de Pedro Sánchez anunció una ley de Pluralidad Lingüística de la que nada se sabe hasta la fecha. Y es una lástima, porque sería hermoso tener un Ministerio de Cultura que incitara a los lectores del sur y del centro a que se acercaran, sin necesidad de traducciones, a los autores del norte que escriben en unos idiomas que, salvo el euskera, tampoco son tan indescifrables. “La existencia de distintas lenguas en un mismo Estado es motivo suficiente para que toda la ciudadanía, y no sólo la que reside en esas comunidades, tenga un conocimiento básico de cada una de ellas –dice la escritora Inma López Silva, quien ha acuñado la expresión saltar el telón de grelos para referirse al muro de enormes proporciones que los autores gallegos han de sortear para conseguir cierta resonancia nacional–. Puede parecer una utopía, pero la posibilidad de atraer a la gente hacia la cultura de sus vecinos no debería de serlo”. El Gobierno socialista ha prometido que lo hará. Ya veremos.


Sin embargo, no todos los problemas a los que se enfrentan los escritores en euskera, gallego, catalán o bable provienen de las políticas gubernamentales. También existen ciertos tópicos aceptados en el mundillo editorial que ponen trabas a la difusión de su trabajo. Por ejemplo: sobrevuela en dicho sector la idea generalizada –aunque no verbalizada– de que las lenguas periféricas son una especie de primer obstáculo que sus representantes deben superar para acceder al gran mercado hispanohablante. Se considera que saltar el telón de grelos (o su equivalente en otras comunidades) es algo que los escritores han de hacer si quieren alcanzar la gloria, pero lo cierto es que se están dando casos de autores que o bien acceden al mercado internacional antes incluso de pasar por el español (como Arantza Portabales, que vendió los derechos de Deje su mensaje después de la señal a Israel, Italia y Alemania sin que todavía existiera la versión que publicó Lumen) o bien rechazan directamente la traducción al castellano (como Marta Rojals, que no quiere ver sus obras en el idioma común de los españoles porque, entre otros motivos, considera que el catalán es una lengua perfectamente comprensible para los habitantes de otras comunidades).


“Se nos intenta convencer de que sólo seremos relevantes si nos orientamos al sistema en lengua castellana –dice María Reimóndez, a quien algunos críticos consideran el secreto mejor guardado de Galicia–. Se nos venden falacias como que venderemos más o que seremos más relevantes. Pero ambas cosas son inciertas. Hay miles de libros en castellano, inglés o francés que nunca alcanzarán las cifras de ventas de ciertos autores de comunidades pequeñas”. La escritora vasca Katixa Agirre refrenda estas palabras añadiendo que “la mayoría de autores periféricos ven la traducción (al castellano o a otra lengua) como un extra, no como un fin. Hay escritores que se han adaptado muy bien al mercado español, como Kirmen Uribe, y otros que han sido muy criticados por reconocer que aspiran a la traducción al castellano, como Unai Elorriaga, pero luego hay otros que, siendo grandes literatos, han decidido quedar al margen de ese mercado, como Ramon Saizarbitoria”. Eso sin olvidar que, como añade su coterránea Miren Agur Meabe, algunos autores “prefieren ser luciérnaga en su barrio, bailando entre congéneres, que cometa en el infinito universo de las letras”.


Los motivos por los que un autor bilingüe se inclina por una lengua u otra son harto variados, pero todos los escritores consultados parecen rubricar las palabras del guipuzcoano Harkaitz Cano, para quien el bilingüismo simétrico no existe, dado que “siempre hay un idioma que prevalece en el fuero interno de cada uno”. Normalmente, esa pre­valencia recae sobre la lengua materna, que sigue teniendo más fuerza que esa lengua de la cultura –el castellano– en la que la mayoría de ellos fueron educados. Pero hay causas más reivindicativas, como por ejemplo las que alega Ledicia Costas, autora a quien sólo le abrieron las puertas de la industria editorial en castellano cuando ganó el premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en el 2015 por una obra, Escarlatina, a cociñeira defunta, escrita originariamente en gallego: “Vivimos en un Estado plurinacional en el que la diversidad debería premiarse, no penalizarse. Pero, como no es así, los escritores nos vemos obligados a convertir nuestros idiomas en culturas de la resistencia. Si nosotros no los defendemos, morirán. Por eso escribo en gallego, para asegurar su supervivencia”.


Ahora bien, no hay escritor que no sepa que la elección de la lengua puede ser vista, al menos por cierto tipo de personas, como una declaración de carácter político. Todavía existen individuos que consideran que los españoles que evitan el castellano no están haciendo más que lanzar un mensaje de rechazo hacia un sistema cultural al que, quieran o no, pertenecen. En algunos casos puede ser cierto, pero ni mucho menos en todos. Es más, el argumento de la opción lingüística como manifestación de una ideo­logía es totalmente reversible: “Sería interesante preguntar a las ­autoras y autores gallegos que escriben en castellano por qué lo hacen –plantea María Reimóndez–. Suele presentarse el hecho de escribir en gallego como una opción política (no partidista, pero sí política), pero a mí me llama la atención lo contrario: creo que la opción más política en nuestras comunidades es la de aliarse con el poder y hacerlo pasar como lo normal, es decir, ponerse a escribir en castellano en vez de hacerlo en gallego. A esas autoras y autores nadie les hace la pregunta de marras. ¿Por qué será?”.


Desgraciadamente, esta sospecha sobre las motivaciones políticas de los autores que eligen la lengua materna para elaborar su trabajo crece de modo proporcional al incremento de ese nacionalismo que se detecta en las distintas sociedades que conforman España. De hecho, no son pocos los autores consultados que denuncian una evidente involución en el modo en que los españoles conciben las literaturas del país. El escritor –y director de la editorial asturiana Saltadera– Antón García recuerda con nostalgia aquellas décadas de los setenta y ochenta en las que todo el mundo, independientemente de la comunidad a la que perteneciese, estudiaba y leía a Rosalía de Castro, Gabriel Aresti y Salvador Espriu, y comparte las palabras que su colega Xuan Bello, el gran maestro de la literatura asturiana, lanza a este respecto: “Tenemos que reflexionar seriamente sobre lo que sucedió en aquellos años y el modo en que lo jodimos entre todos con provincianadas que nada tienen que ver con el espíritu de la nación de cada uno”.


Qué ha pasado para que el intercambio literario haya decaído? ¿Qué ha propiciado que los representantes de las diferentes culturas se sientan cada día más alejados? ¿Qué políticas han alimentado semejante distanciamiento? La respuesta es unánime: España es cada día más centralista. España y, también, su industria editorial. “Ser autor en la periferia en un Estado tan centralista como el nuestro, que raramente orbita más allá de Madrid y Barcelona, es difícil –dice Mercedes Corbillón, propietaria de la librería Cronopios–. Estoy convencida de que la literatura gallega ha dado grandes obras que no han encontrado el sitio que merecían”. Los emporios editoriales miran cada vez menos hacia las otras lenguas nacionales, o al menos eso denuncian algunos escritores, cayendo en una suerte de ceguera propia de quien vive demasiado cerca del poder y pierde la perspectiva de la realidad. “El sistema editorial español funciona como el inglés: si hay autores que hablan en inglés en todo el mundo, ¿para qué publicar a los que no lo hacen? Es decir, son sistemas que prefieren asimilar a traducir”, asegura el escritor catalán Màrius Serra. Es cierto que, de vez en cuando, se traduce al castellano a algún autor catalán, gallego, vasco o asturiano, pero se hace con cuentagotas y siempre con el temor de que, más allá de sus fronteras autonómicas, no vaya a interesar. “Siguen existiendo unas pautas, unos modos, heredados de los años en que la batuta la llevaba el grupo Prisa, que se basaban en el sistema de cuotas: la literatura española era literatura en castellano, y luego habían otros escritores, uno por cada lengua cooficial: Quim Monzó, Bernardo Atxaga y Manuel Rivas. Y fin del asunto”, denuncia el escritor asturiano Xandru Fernández.


Las dificultades para llegar al público castellanohablante siembran desánimo entre los escritores periféricos, que siguen viendo cómo se menosprecia a sus idiomas y que continúan soportando que se les diga –siempre en voz baja– que, cuando tengan algo realmente importante que decir, acudan a la lengua dominante. A este respecto, es interesante cierta anécdota de Xandru Fernández: “Hace un par de años publiqué mi primera novela en castellano. Un periodista asturiano me llamó para entrevistarme porque, según dijo, ‘por fin’ había publicado una novela. Cuando le recordé que ya había publicado otras seis, la respuesta fue algo así como ‘Sí, pero esta es de verdad’. Ese es el nivel”. Todo esto provoca que los escritores en lenguas cooficiales tengan la sensación de que han de hacer dos veces el mismo trabajo: tras abrirse camino en su comunidad lingüística, deben hacerlo de nuevo en el sistema editorial español, algo que no ocurre a los narradores que escriben directamente en castellano. “La sensación es de que, en España, se tiene poca idea de lo que se publica en catalán –dice la escritora Tina Vallés–. Por eso, cuando los autores somos enviados a Madrid a promocionar las traducciones de nuestras obras, hemos de explicarnos desde el principio. Es como si volviéramos a empezar, como si fuéramos novatos”. Afortunadamente, ese doble trabajo, pese a ser un engorro, se está dando cada día con más asiduidad, dado que cada vez es más sencillo encontrar a autores catalanes (por poner un ejemplo) que publican en las dos lenguas simultáneamente y sin grandes problemas, como Marta Orriols, Marta Carnicero o la misma Vallés. En este sentido, no puede negarse un cambio de actitud por parte de las editoriales en castellano. De igual modo, la concesión de los últimos premios Nacionales de Cultura a algunos autores en lenguas cooficiales (Antònia Vicens y María Xesús Lama) también señalaría una mejora en la comprensión de la realidad lingüística del país por parte de los estamentos oficiales.


Pero, ¿leen los habitantes de las comunidades bilingües a sus propios autores? En los años 80, el escritor y articulista Juan Cueto inventó la llamada teoría del frontón, según la cual un autor asturiano ganaba veinte lectores en Oviedo por cada dos mil que obtuviese primero en Madrid. Es muy posible que esta teoría siga siendo válida en Galicia y Asturias, pero no cabe duda de que Catalunya y el País Vasco han desarrollado las suficientes políticas de concienciación lingüística como para que sus habitantes lean desacomplejadamente a los autores que se expresan en la lengua interior. A este respecto, es interesante escuchar las opiniones que los escritores vierten sobre el modo en que sus respectivos gobiernos defienden sus letras. En general, puede decirse que los gallegos están profundamente decepcionados con la actitud de la Xunta, que los asturianos aguardan expectantes la obtención de la cooficialidad de su lengua, y que los catalanes y vascos están bastante satisfechos con el modo en que sus ejecutivos defienden sus literaturas. Y estas opiniones resultan más que lógicas si se tienen en cuenta los datos recogidos en el informe El sector del libro en España realizado por el Observatorio de la Lectura y el Libro en abril del 2018, según el cual Madrid y Barcelona siguen controlando la producción editorial española, con una producción del 92,8% de los libros publicados. Además, en el 2016 la edición en euskera aumentó un nada despreciable 34,5%, en catalán un 7,2% y en gallego disminuyó un decepcionante 13,1% por ciento. Del asturiano, ni siquiera habla.


Así pues, los escritores gallegos están que se suben por las paredes. Afean a la Xunta que tenga más interés en el patrocinio del castellano que de la lengua autóctona, se quejan de que la ley del Libro y la Lectura aprobada en el 2006 –cuya finalidad era el fortalecimiento del sistema literario interior y su difusión en el exterior– no está siendo cumplida, y se muestran desesperanzados respecto al Plan para la Cultura que ahora mismo se está elaborando. Y los números les dan la razón: según el Consello da Cultura Galega, de los 2.070 títulos en gallego publicados en el 2008, hemos pasado a 976 en el 2016. “La Xunta está inmersa en un proceso de demolición total del idioma –protesta airada María Reimóndez–. Que sobrevivamos es un milagro. No sólo han reducido la presencia del gallego en la enseñanza hasta lo ridículo, sino que también han recortado los apoyos necesarios para compensar una situación de agravio histórico”.


Los asturianos se dividen en dos grupos: unos tienen ciertas esperanzas puestas en la lucha por cooficializar el bable y otros se muestran totalmente escépticos. “Hay muchas expectativas puestas en lo que pase en los próximos meses, mucha ilusión y también mucho miedo a que, una vez más, esa esperanza de supervivencia para nuestro idioma y la defensa de nuestros derechos lingüísticos sean defraudados”, dice Vanessa Gutiérrez. En cuanto a la producción editorial, basta un dato: en el 2008 se publicaron 150 títulos en asturiano, y ahora 80. Nada más que añadir, salvo la opinión de Consuelo Vega, escritora y ex directora general de Cultura y Política Lingüística durante el gobierno socialista de Álvarez Areces: “No es fácil para un escritor en asturiano acceder al sistema editorial castellano. De hecho, Asturias está en una posición de marginalidad respecto a las estructuras de la industria del libro en español y los autores en asturiano están fuera de circuito”.


Los vascos están notablemente satisfechos con el funcionamiento del Instituto Etxepare, llamado a promover la cultura euskera en el exterior, y muestran cierta conformidad con lo que el escritor Xabier Mendiguren, también responsable de la editorial Elkar, llama no sin cierta ironía “la salomónica equidistancia” de su Gobierno: “Hay un canal de televisión pública en euskera y otro en castellano, un premio literario en euskera y otro en castellano, y así sucesivamente. En principio, parece correcto. Pero un Ferrari y un Seat 600 compitiendo en un mismo circuito no dan como resultado una carrera justa”.


Por su parte, los catalanes no sólo celebran el reciente boom de la literatura en su lengua, sino que ven refrendada la situación con los números. “Estamos en un buen momento, tanto desde el punto de vista de la creación propia como de la incorporación de obras de otras lenguas, y hemos sabido crear una oferta diversa que nos permite ­llegar a diferentes lectores –dice Montse Ayats, presidenta de la Associació d’Editors en Llengua ­Catalana–. Los últimos datos nos permiten ser optimistas, porque constatan un crecimiento pequeño pero sostenido de las ventas en catalán”. Según la Federación de Gremios de Editores, en el 2016 hubo un incremento (3,60%) de la facturación por tercer año consecutivo.


Ahora bien, hay un punto en el que gallegos, asturianos, vascos y catalanes coinciden: las políticas locales pueden ser buenas o malas, pero al menos son políticas. Porque del único Gobierno del que no tienen noticia de que haya hecho nada por las literaturas periféricas es del que está asentado en Madrid. Y un matiz más, en este caso aplicable a todos los ejecutivos: “Tengo la impresión de que tanto el Gobierno catalán como el español tienen una preocupación por la literatura y por la cultura más bien escasa. No veo un interés real para que llegue a todo el mundo, para que empape al conjunto de la sociedad. A fin de cuentas, la literatura educa, despierta el espíritu crítico, hace reflexionar. Y eso es un peligro para un sistema que se sustenta en el consumo”. Lo dice Eva Baltasar y lo rubrican sus colegas.


Mientras el Gobierno central no elabore un plan de defensa de las literaturas cooficiales, tendrán que ser los sistemas literarios de dichas realidades lingüísticas los que generen sus propias estrategias de supervivencia. Y lo están haciendo. De hecho, ahora mismo conviene destacar tres: primera, la creación de agencias literarias especializadas en la difusión en el extranjero de las literaturas periféricas –en este terreno, las gallegas están cogiendo la delantera–; segunda, la defensa de las editoriales independientes que visualizan realidades ajenas a los grandes circuitos; y tercera, la solidaridad entre comunidades. Esta última vía es, sin duda, la más apreciada por los escritores. “Aprecio una especie de empatía periférica que provoca que el lector, pongamos por caso, de literatura en gallego tenga más posibilidades de interesarse por la literatura en catalán que aquel que sólo lee en castellano –dice el asturiano Pablo Texón–. En mi caso, hay traducciones de mi obra al gallego y al catalán, pero no al castellano. No creo que sea una casualidad”. Lo mismo opina la escritora catalana Míriam Cano: “Tengo la sensación de que las tres lenguas cooficiales mantienen una relación de complicidad en la que es más fácil ver a un catalán traducido al gallego o un vasco traducido al catalán que ver a cualquiera de estos autores traducidos al castellano”.


Por otra parte, y aunque resulte un asunto antipático, no se puede abordar un tema como el presente sin mostrar el reverso de la moneda, esto es, el victimismo. Algunos de los autores consultados, como Arantza Portabales, Vanessa Gutiérrez o Tina Vallès, reconocen que, pese a su opinión respecto al funcionamiento del sistema editorial dominante, ellas no han tenido ningún problema a la hora de traducir sus obras al castellano, e incluso ha habido entrevistados que han verbalizado la idea de que, en todo este asunto de las literaturas periféricas, hay muchos escritores que, además de quejarse por vicio, se niegan a mirarse en el espejo y reconocer que, en verdad, el problema no es la lengua. Y es que escribir en castellano, catalán, euskera, gallego o bable no es garantía ni perjuicio de nada, como tampoco lo es hacerlo en inglés. Porque la calidad de la obra siempre está por encima de cualquier otra consideración. Es más, cambiar de idioma para buscar el éxito es uno de los errores más típicos de quienes se preocupan más por las ventas que por la literatura. “Lo que ha supuesto históricamente un fracaso es la figura del escritor en asturiano que decide traducirse al castellano o continuar su carrera en ese idioma publicando en una editorial local –dice Pablo Texón–. Eso me parece un error tremendo y comercialmente casi siempre ha sido un fiasco. De cambiar de idioma, hazlo a lo grande”.


Además de cierto victimismo, algunos escritores reconocen, no sin dolor, que las literaturas periféricas a menudo pecan de ser demasiado endogámicas y de aplaudir trabajos que, en un territorio más amplio, no merecerían ni una triste reseña. “La contrapartida de la eclosión de la literatura catalana, que es muy positiva, es que puede hacernos caer en una cierta ufanía –comenta Míriam Cano–. Se genera un clima de todo vale y todo puede ser visto como the next big thing. Creo que el buen momento que atraviesa nuestra literatura no nos ha de hacer perder la voluntad de separar el grano de la paja y, sobre todo, de hacer autocrítica y no dar cualquier cosa por buena”.


De igual modo, todos los entrevistados, aunque sea off the record, denuncian los trapicheos que ­suelen darse en las comunidades lingüísticas de dimensiones reducidas con el tema de las subven­ciones, los amiguismos y, en defi­nitiva, las ansias de medrar. Los ­cuchicheos y las puñaladas abundan y, aunque sea algo que también ocurra en los sistemas editoriales de mayor envergadura, en estos casos resulta más evidente. “Hay una frase del escritor José Monteagudo que me parece muy significativa, ya que dice que la literatura en gallego se ha convertido en un género en sí mismo –ironiza Arantza Portabales–. Nos gusta vivir encerrados en nuestros temas, mirando nuestros ombligos. Yo creo que, sin perder nuestra identidad y nuestra personalidad, debemos abrirnos a los temas más universales, a otras formas de escribir”.


Con todo, hay una verdad más que evidente: la auténtica literatura no se mide por el volumen de sus lectores potenciales, por lo que convendría que el Gobierno central dejara de focalizar sus esfuerzos en la promoción de las letras en castellano y recordara que, en este país, tenemos la inmensa suerte de contar, cuando menos, con cinco realidades culturales.

 

Álvaro Colomer
La Vanguardia

 



   
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