Fui a visitarle, pocos días antes de su muerte, al hospital Clínic de Barcelona. Área de neurología, escalera séptima, cuarta planta. Llevaba el pelo al cero y la barba recortada, entre blanca y color oro. Me cogió la mano y hablamos muy poco; Maria-Àngels le animó a comentar su última novela, en la que había estado trabajando. Su hija Violant me puso al tanto de los detalles médicos. Sabían que el plazo expiraba.
Volví otras dos veces, le encontré durmiendo. El lunes 29 de junio al mediodía tuvo su último momento de lucidez y expresó a los familiares que estaba preocupado por su columna para La Vanguardia (la había dejado de escribir a finales de mayo, y esa falta de contacto con los lectores le desasosegaba).
Le había conocido a principios de verano de 1980, cuando subí a Vallvidrera a entrevistarle para El Correo Catalán (pero esta entrevista yo se la había propuesto a mis jefes porque había seguido su trayectoria y quería conocerle). Charlamos en su piso con vistas al Vallés y Montserrat, entre cuadros de Ràfols, Ponç, Maria Girona, sus íntimos Arranz Bravo y Bartolozzi.
Me pregunto a menudo qué diría hoy Baltasar del procés, de la situación política española, de Ada Colau y Manuel Valls, de la revolución digital, el movimiento “me too”, el transhumanismo, las novelas de Knausgård, el arte de Plensa, la música de Rosalía y tantas otras cosas
Me habló de sus viajes por EE.UU., China, África. De su giro narrativo, desde el realismo mágico con base en Andratx a una visión del ser humano marcada por el cosmopolitismo. De sus tan debatidos compromisos y giros políticos: antifranquismo, catalanismo, anticapitalismo versión Mayo del 68, maoísmo, anarquismo, hasta un centro izquierda entonces en fase de definición (y que acabaría desembocando en su alineación, clara aunque no incondicional, con el pujolismo, y simultáneamente en su defensa de la monarquía democrática).
Hablamos también de su filosofía individualista: “Yo apuesto por la vida misma porque fuera de ella no existe otra cosa”, me dijo. A partir de mi entrada en La Vanguardia en 1987 nos vimos con regularidad y solíamos comer un par de veces al año. Le fascinaba la historia interna del diario, donde había empezado a colaborar en 1966, y su influencia sobre la sociedad catalana y española. A mí me llamaba mucho la atención su potencia analítica, esa capacidad de detectar las contradicciones de cualquier situación, y en su misma persona y sus propios puntos de vista, para ponerlas de manifiesto como factor evolutivo.
Era un luchador, con alto concepto de sí mismo; podía resultar muy duro en sus polémicas, y a lo largo de los años he ido encontrado no pocos testimonios adversos a su figura. Pero para mí constituyó siempre un interlocutor incisivo, sabio y estimulante. Viví de cerca la publicación de dos de sus mejores obras, Mediterráneo y El cor del senglar, y con motivo de esta última pasé con él en invierno del 2002 un largo fin de semana en Mallorca, recorriendo junto con el fotógrafo José María Alguersuari sus paisajes de infancia y juventud.
Sergio Vila Sanjuán
La Vanguardia