Javier Pérez Escohotado diserta, a partir de la epidemia de coronavirus y las acusaciones de propagarla al adorable pangolín, sobre el miedo y la tontería, demorándose meándricamente en la obra de la poetisa Marianne Moore, en la tumba de Leonor de Castilla en Westminster o una escultura de Pablo Gargallo en el MOMA, entre otras cuestiones.
Canten otros con mejor plectro las delicias de los pollos hormonados o el chuletón de kilo y medio de ternera al punto casi viva, cocinada al fuego ancestral o a la brasa tres estrellas Michelin. Yo emprendo una cruzada en defensa del mítico pangolín, y no solo porque sea una especie en peligro de extinción. Estos días, más de un periodista se habrá precipitado sobre la Wikipedia y, en su investigación, quizás no haya sido capaz de encontrar ninguna razón para narrar las excelencias de este superviviente de aspecto prehistórico: el pangolín. Hasta tal punto se las ha ingeniado para sobrevivir a la depredación humana que este animal ha logrado ser el huésped intermedio de una enfermedad que acaba con sus depredadores, pero, al parecer, no con él. Tal vez este sea otro de sus mecanismos de defensa o, quizás, su legítima venganza, harto como estará de sufrir el acoso de los humanos con la excusa de las propiedades medicinales de sus escamas, de lo exquisito de su carne e, incluso, de la salutífera propiedad de alguno de sus apéndices. Sus hábitos culinarios son nocturnos, como los del murciélago, pero su refinada técnica para la supervivencia, que también lo es para la transmisión del virus, está basada, según la teoría que intento demostrar, en la seducción plástica y estética, seducción que a los humanos les ha resultado desde siempre irresistible como manjar y como remedio ancestral para sus males, pero, ay, también letal.
La propagación viral
Hasta donde vamos sabiendo, la comunidad científica ha identificado el proceso de transmisión del coronavirus de Wuhan, bautizado Covid-19, a partir del murciélago, en el que el virus, al parecer, tiene un medio favorable donde sobrevivir; pero el murciélago no es el directo responsable de la transmisión del virus al humano, tal vez la exquisita sopa solo para gourmets… Todo parece indicar que el salto vírico necesita un huésped intermedio para acabar alojándose en el organismo del homo sapiens, y para eso ahí está el pangolín, cuya coincidencia entre las muestras de los afectados del virus Covid-19 y este animal se eleva al 99%. Hasta aquí las conclusiones provisionales de la ciencia, que trabaja a destajo para contener la pandemia de un terror universal. Ya padecemos la pandemia digital, esperemos que no vaya a más la analógica ni la real.
Pero, en el plano mediático, la información se disemina en otro campo, digamos que divulgativo. Cuando algún periodista, él mismo huésped intermedio de la big información —otro virus— se inclina sobre los data, le puede parecer de lo más coherente que, entre los seres voladores con posibilidades de transmitir un pernicioso virus, no puede haber otro más culpable de la propagación viral que el murciélago, pues este animalejo ya emprende el vuelo tratando de elevarse por encima de una minuciosa literatura que lastra sus membranas desde los relatos medievales. Ahora, además, ha conseguido completar su mala fama literaria con una literatura científica que acrecienta su desasosiego. Mientras la mayúscula Ciencia se toma su tiempo para acabar describiendo el itinerario, la trazabilidad del virus y lograr el antídoto, toda esta divulgación literaria se erige en evidencia popular, en la voz del miedo común, que circula como los memes, o sea, de la misma manera que cualquier otro virus, incluso con mayor facilidad, a través de los instantáneos avances tecnológicos que la sociedad global de medios pone en nuestras manos: la transmisión, la infección inmediata en el tiempo y en el espacio. Aquí no hay tos, no hay partículas microscópicas que flotan en el éter y que otros respiran; aquí la infección es intensiva y a golpe de dedo, o sea, digital.
Hay un periodismo divulgativo que se abalanza sobre el animal transmisor para demonizarlo, aunque debería tener en cuenta que el murciélago, como tantas otras criaturas, no tiene ninguna culpa de caer tan mal y de tener tan mala literatura. Y sin embargo, es un perfecto desconocido. Él es un frágil y primitivo mamífero volador que amamanta a sus criaturas como cualquier vaca bucólica, pero genera un desmedido rechazo imaginario porque son los únicos mamíferos capaces de volar y porque cuando algunos domingueros irreflexivos se arriesgan a penetrar en su hábitat natural, el murciélago intenta expulsarlos con pésimos modales, incluso les escupe y chilla enloquecido. A veces, esos mismos domingueros cuentan que les chupa la sangre, y el dominguero regresa a casa con un sospechoso moratón a la altura de la yugular. Las resignadas esposas, novias y madres sospechan de ese insistente gestito de levantarse el cuello de la camisa para ocultar la prueba.
Al contemplar un murciélago con los brazos abiertos, a cualquiera se le ocurre pensar que el particular mecanismo para el vuelo que el murciélago ha ido perfeccionando a lo largo del tiempo, sin duda está en la inspiración de algunos dibujos y experimentos que Leonardo empleó para diseñar una máquina que permitiera al hombre volar.
Pero es la envidia humana la que ha estigmatizado a estos mamíferos voladores, que son, además, utilísimos polinizadores. Mientras tanto, la especie de mamífero en mutación llamado todavía humano extermina a las abejas con el uso generalizado de mortíferos pesticidas y los chinos —¿o son los americanos?— nos mandan sus avispas (velutina nigritorax) para que devoren a nuestra abeja común y hacerse con el mercado de la miel, que tan ricamente producimos en este país. Somos el campo, el terreno cultivado para un vasto experimento global. Los murciélagos tienen mala fama y peor literatura porque algunas especies (3 de 1100) chupan la sangre de sus víctimas, pero ¿qué es eso comparado con una jornada laboral de ocho horas, aquí, en Chicago o en Pekín? ¿Qué es eso comparado con el sufrimiento de tener que fichar todos los días, de madrugada, sabiendo que no te van a pagar las horas extraordinarias? Ya sé que esta frase puede parecer un brindis al populismo facilón, pero insisto: ¿qué es eso comparado con la mierda de sueldo que se cobra por una jornada laboral de cuarenta horas semanales? Eso sin mencionar ese complejo y eficacísimo sistema de orientación que se gastan los murciélagos: la ecolocalización o, como antes nos aprendían, el sónar/radar. ¿Hay algo más sofisticado? El móvil, pensará alguien, que por lo menos sirve para localizar los cuerpos de esas pobres criaturas secuestradas, abandonadas, violadas, muertas… para salvarlas, ay, cuando ya es demasiado tarde, de sus depredadores inhumanos.
Quizás esta pandemia tenga su lado favorable, pues después de la sospechosa cancelación del Mobile World Congress 2020 (MWC), tal vez muchos ciudadanos no vamos a estar vigilados ni localizados ni manipulados por los últimos y más sofisticados modelos. El Gran Hermano dice que el miedo, esa pandemia viral informativa, ha impedido que podamos tener acceso a los últimos ejemplares de móvil, plegables, con tres y hasta cuatro cámaras, con tecnología 5G. Atribuir la cancelación del MWC a una epidemia de miedo deja al tamaño del virus la confianza en la capacidad racional de análisis de algunos políticos y gestores económicos. Otra vez, la vuelta a la Edad Media. No bastaba el nacionalismo como regreso al pasado: ahora conviene profundizar en el relato de los miedos medievales y las macabras danzas de la muerte. La declaración de un presidente sobre el cierre del MWC tiene todo el cariz de una recomendación a sus fieles para que corran hacia el confesonario más próximo y tras un sincero arrepentimiento, se sienten a esperar la infección contemplando TV3. Se está ensayando y preparando un futuro distópico en el que la realidad será sustituida por artilugios digitales. ¿Para qué desplazarse a Barcelona si la información la tengo en la mano? El otro argumento, la fuerza mayor, tiene la misma credibilidad que los cuentos de E. T. A. Hoffmann. ¿Miedo a qué? ¿Miedo al miedo? La respuesta no está en el viento: está en el 5G, está en el control de la información, en la mano que mece la pluma que manipula el relato.
Pero cuando el contagio arrecia y la pandemia se extiende, los virus informativos necesitan mutar de animal, pues «al semejante no le gusta lo semejante detestable», como dice Marianne Moore en su Pangolín. Si la ciencia propone una posibilidad, cierta prensa divulgativa, para hacer que los lectores imbéciles lo entendamos, decide que si el murciélago no es culpable de haber sido el transmisor directo de ese virus, se puede recurrir, por ejemplo, al pangolín, que también es un «bicho feo donde los haya, un mamífero con escamas que parece un tropiezo residual de la evolución». Confieso que lo he leído estos días en un periódico español de respetable difusión. Con este comentario, doy yo cuatro conferencias gratis sobre la práctica de la opinión como una modesta proposición para el suicidio colectivo de la neurona humana. Repugnante o feo, el pangolín ha sido propuesto por la Universidad Agrícola del Sur de la China como huésped intermedio, pero huésped necesario para que el virus pueda migrar del murciélago al humano.
La transmisión estética
Pangolín rima con caolín, un componente con el que se fabricaron muchas de las grandes piezas de porcelana en la dinastía Tang o en la Ming. La China nos suministró mercancías diversas: el papel, la pólvora, la imprenta, la porcelana y la seda. Ahora nos manda otro virus, el Covid-19, para poner a prueba a todo el Occidente comprometiendo su salud, su mercado y su capacidad de respuesta. Estratégicamente ha diseminado la noticia en un momento favorable para la reclusión voluntaria de sus ciudadanos: las vacaciones. Además, ha puesto al mundo en alerta máxima y a la bolsa, en pérdidas. La China debió actuar cuando el médico Li Wenliang, que acaba de morir, detectó el virus en diciembre. Pero esta pandemia parece estar siendo gestionada como si fuera el experimento de una gigantesca campaña universal que ya se ha llevado por delante más de 1500 muertos y 68.000 contagiados en el momento de redactar estas precisiones. Además de la tragedia real, el conjunto tiene la traza de un experimento comercial y mediático de ámbito global. «Los experimentos, con gaseosa», alertaba un filósofo del sentido común ante unas tapas sin mascarilla de protección en la barra de un bar de mi pueblo.
Pero quienes propalan en los medios de comunicación estos chascarrillos informativos, están alimentando, al igual que los bestiarios medievales, la fantasía de animales supuestamente perniciosos; por eso, además de leer con atención lo que dicen los científicos, conviene que conozcamos algo más sobre el pangolín, que, como el murciélago, es también un animal fantástico y con mucha literatura sobre su coraza. Del mismo modo, la Ciencia mayúscula, mientras fermentan los remedios al virus, puede leer con provecho el poema que le dedicó a este animal una poeta norteamericana, contemporánea de Eliot, su par en poesía, y compañera de generación de Ezra Pound, Wallace Stevens y William Carlos Williams. Estamos hablando de Marianne Moore (1887-1972) (M. Moore: Pangolines, unicornios y otros poemas, trad. y ed. de Olivia de Miguel, Barcelona: Acantilado, 2005, y Poesía completa, trad., pról. y notas de Olivia de Miguel, Barcelona: Lumen, 2010).
La poesía de Marianne Moore (MM), que era bióloga, está plagada de magníficos poemas sobre animales: «El jerbo», «El búfalo», «El pelícano fragata», «Los peces», «Un pulpo», «A un caracol», «La comadreja del bosque», «A un camaleón», «El buey ártico», «A una jirafa», etcétera. Yo sostengo que lo hacía con algún propósito; entre otros, el de huir de las confidencias en primera persona y alejarse de ese yoísmo del que es muy difícil, casi imposible, expulsar al poeta, a pesar de que el romanticismo pasó hace más de siglo y medio. Huir del yo y dejar de mirarse el ombligo es ya una imperiosa necesidad para la supervivencia de la verdadera poesía, otro género en extinción. Marianne Moore tenía un particular interés por los animales, e incluso tradujo al inglés, por encargo de Auden, las Fábulas de La Fontaine. ¿Qué es lo que le pudo interesar a Moore en esas Fábulas y por qué aceptó el encargo de Auden para traducirlas? (También otros poetas han incorporado a la propia obra sus traducciones; por ejemplo, Cernuda, que incluye, al menos en el apéndice de la edición de L. Maristany y D. Harris, incluso el Troilo y Crésida, de Shakespeare). Es muy evidente y un rasgo general de todas las fábulas en las que intervienen animales, desde que Esopo escribió las suyas: su carácter pedagógico, que incluye la idea de que los humanos pueden y deben aprender de la conducta de los animales, pues la naturaleza es el modelo máximo de orden, perfección y gracia, y es digna, por tanto, de ser imitada.
Entre todos los poemas de MM, viene directamente a cuento el titulado «El pangolín», que arranca de esta guisa:
Otro animal acorazado: las escamas
se ensamblan con regularidad de piña de abeto hasta
formar el ininterrumpido renglón central del rabo.
MM, que, como hemos adelantado, era bióloga, describe en sus poemas, con precisión científica, no solo el aspecto exterior del animal sobre el que escribe, sino su conducta y su hábitat. En los primeros versos citados, sobresale la visión de una naturaleza integrada en la que, recurriendo a la metáfora, aproxima dos reinos, el vegetal y el animal (la piña y el pangolín), que no están tan alejados entre sí, como es evidente a simple vista. La observación de la poeta es integradora. Y de la misma manera que el pangolín se defiende, pues toda su evolución ha estado impelida para llegar a lo que es y parece, de igual manera toda la rigurosa regularidad de la piña del abeto, toda esa armadura y coraza, están diseñadas y han ido evolucionando con una sola y única función: proteger el fruto, propagarse, sobrevivir al fin. Y eso, además, significa continuar la especie; eso significa perdurar en el tiempo y asegurarse el futuro. ¡Esa es la cuestión! Eso es lo que M. Moore quiere destacar: la naturaleza, con su orden estético y vital, se orienta y organiza hacia la supervivencia, pero tiene también su vertiente estética. Al menos, hasta este momento del poema.
Piñas de abeto
Antes de cerrar la primera estrofa, «El pangolín» realiza un giro significativo:
Esta cuasi alcachofa con cabeza, patas y molleja pedregosa,
este ingeniero artista, miniatura nocturna es,
sí, la réplica de Leonardo da Vinci:
animal inquietante y trabajador del que rara vez se habla.
M.Moore recurre de nuevo a otra imagen vegetal, la alcachofa, cuya analogía plástica con el pangolín y con la piña de abeto resulta evidente y llamativa, pero, en los versos citados, desliza la palabra miniatura y la mención a Leonardo da Vinci. Estas dos decisiones ejercen sobre el poema una vuelta de tuerca reflexiva que obliga a plantear, de nuevo, un viejo dilema: el arte imita a la Naturaleza o, invirtiendo los términos, el vanguardista axioma de que la Naturaleza imita al arte. En ese verso de muchas capas —un milhojas de significado, diría un chef—, MM está indicando que, por un lado, el propio pangolín, en su mínima escala, es un auténtico ingeniero de sí mismo, algo que tiene que ver con la autonomía del creador y con la reivindicación de que el artista se hace a sí mismo; pero, además, está insinuando que, como en el caso de Leonardo, la obra —incluso cuando la obra es uno mismo— no consiste en una mera imitación de la Naturaleza, pues en el artista tiene que darse, además, el ingenio de un ingeniero, es decir, el ingenio natural y el conocimiento del ingeniero. El trabajo de un creador no consiste, pues, en la simple imitación, sino en lograr una réplica más útil e ingeniosa; por eso llama al pangolín, trasunto de Leonardo y de la propia Marianne Moore, «ingeniero artista». Sin duda también, en otra capa más profunda de estos versos, aparece la idea de que, en el principio, fue la función, la finalidad; y más tarde, el diseño, la forma. Además, la forma resultará perfecta a condición de que se resuelva de la manera más eficaz la función. Utilidad y forma. ¿Se trata de una formulación modernista del viejo dilema del fondo y la forma?
Pero el poema continúa y promete más, todavía más. No debemos olvidar el chascarrillo de que el pangolín es un «bicho feo donde los haya» para contrastarlo con lo que MM dice de él.
Enroscado alrededor
del árbol, se libra
del peligro pacíficamente,
sin ruido, salvo un inofensivo silbido; conserva
la frágil gracia de la parra en hierro forjado
de Thomas de Leighton Buzzard en la abadía de Westminster,
En este punto aunque solo en apariencia, las referencias plásticas parece que abandonaran el reino de la naturaleza, pero van lastradas de intención. Esa inofensiva «frágil gracia de la parra» tiene su propia historia en un viaje, el 22 de agosto de 1927, en el que MM visitó Westminster y durante el que, como una hormiga laboriosa, fue recogiendo noticias que luego sembrará eficazmente en sus poemas. Noticias e imágenes. En su visita a la célebre abadía, tuvo ocasión de contemplar la tumba de la reina Leonor de Castilla, esposa del rey de Inglaterra Eduardo I. Detrás de la tumba, hay una reja que fue forjada a finales del siglo XIII por un herrero llamado Thomas, de Leighton-Buzzard, en Bedfordshire. El enrejado reproduce una serie de vides que trepan hacia el borde superior, rematado por unas puntiagudas espigas en tridente. La función de la reja y las espigas es proteger la tumba de la reina Leonor de la inmediatez de los visitantes, poner una férrea distancia, estética e intimidante, a la proximidad de los humanos.
MM identifica «la frágil gracia de la parra» con la armonía del pangolín que trepa y se refugia en el árbol para ponerse a salvo del peligro de sus depredadores. Este comportamiento de autoprotección, unido a la estética, a la gracia que logra el pangolín y otros animales de los que habla MM, es una constante en su poesía. La técnica de MM, al igual que en las fábulas clásicas y en los bestiarios medievales, consiste en deducir ejemplos y enseñanzas de la observación de la naturaleza. El concepto de gracia en MM no es sólo estético, sino, sobre todo, ético y moral. En este caso, el comportamiento del pangolín, que huye pacíficamente del peligro y se pone a salvo, es lo que le concede gracia al gesto de la huida y la autoprotección, porque la gracia, al final, consiste en salvarse. No hay que desdeñar que para MM, gracia también significa «salvación» en un sentido religioso, pues, en su fe, todo el que cree, se salva, aunque esta salvación se logre por gracia de Dios, no por los propios méritos. En español es conocida la coplilla: «Al final, el que se salva, sabe/ y el que no, no sabe nada». Pero entrar en esta dimensión salvífica de la gracia alargaría esta urgente cruzada a favor del pangolín.
En otro momento del poema, MM aborda las fortalezas del pangolín al compararlo con el hierro forjado, pero modelado por la mano del artista y del artesano:
Compacto como el ribete fruncido del faralá
del ala del sombrero en la cabeza de hierro hueco
de un torero de Gargallo, se deja caer y
se marcha después
ileso, aunque no lo amenacen….
En 1934, la galería Brummer de Nueva York expuso una colección de esculturas de Pablo Gargallo (1801-1934) que incluía el Picador. La particularidad de ese firme faralá o moña en forma de piña que remata el sombrero del picador mueve a MM a incorporarlo como otro símil conveniente para su pangolín. En realidad, la ligereza de ese volante o moña está contagiada —aunque sea invisible— por la rotundidad del picador sobre su caballo, protegido también por una armadura que, de la misma forma que las defensas externas del pangolín, solo esconden su fragilidad, su vulnerabilidad ante el toro (puestos a apuntar analogías, esta moña en forma de piña recuerda también a la colmenilla [Morchella galilaea], otra seta que últimamente ha provocado más de un grave susto en alguna cocina de vanguardia).
Pero estas dos referencias comparten algo: el hierro del que ambas están elaboradas. Gargallo elabora su cabeza de torero-picador con su especialísima técnica de tratar el hierro en un laborioso equilibrio entre volumen y vacío. La reja de Westminster está elaborada con un hierro que se eleva en forma de vid trepadora. La reja la realizó un artesano, un herrero; y Gargallo, también artesano del hierro, es considerado hoy, además, un artista. Ambos trabajos y ambas personas están utilizados por MM para indicar algo parecido, pero no solo sugiere que el pangolín no es un animal agresivo, sino, algo mucho más sutil, que es «temeroso hasta de ser temido». Es decir, a pesar de que su aspecto sea férreo, coriáceo, compacto, duro e impenetrable, no se aprovecha del efecto que produce, sino que pacíficamente se alimenta de hormigas a las que da alcance con su lengua pegajosa, sin necesidad de ser un depredador ni alardear de su aspecto duro. Y sugiere, además, que su aire aguerrido es el resultado de «las adversidades y cambios» que ha tenido que sufrir a lo largo de su evolución y que lo han ido conformando, aunque ese aspecto no lo utilice para depredar a nadie: esa es su gracia.
Pero «El pangolín», en manos de MM, avanza hacia su primera gran conclusión y se concentra en otro rasgo reflexivo que consiste en aplicar a la conducta humana, lo que podría pasar como una mera observación científica y plástica sobre unos animales exóticos:
Emperifollado o en cueros,
el hombre, el yo, el ser que llamamos humano, escriba
de este mundo, garabatea algo oscuro:
«Al semejante no le gusta lo semejante detestable», y escribe error con cuatro
erres. Entre los animales hay uno con sentido del humor.
Este pasaje del poema no es fácil de interpretar. Algunos críticos han propuesto que, en estos versos, MM pretende diferenciar al ser humano del resto de los animales como el único ser capaz de sentido del humor. Pero, además de esta conocida obviedad, quizás caben otras lecturas. Desde luego, al leer los versos anteriores, cualquiera estará de acuerdo en que, para MM, el ser humano se siente falsamente superior porque «garabatea algo oscuro», algo que es incapaz de entender e incluso de escribir correctamente, pues comete el error, tan infantil, de redoblar las erres de la palabra error. En el fondo, tal vez MM esté queriendo decir, para concluir, que el verdadero ser humano es aquel ser capaz de equivocarse y reconocer su error; esa es su gracia, en eso consiste la sabiduría. El humor ayuda siempre a superar el error, todo error.
No podría cerrar este panegírico a favor del pangolín y el murciélago sin traer a colación aquel otro memorable error ortográfico de un extraordinario poema del poeta peruano César Vallejo, un contemporáneo de Marianne Moore, que en su libro sobre la guerra civil española, España, aparta de mí este cáliz, dice así:
Solía escribir con su dedo grande en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas»,
de Miranda de Ebro, padre y hombre,
marido y hombre, ferroviario y hombre.
Sant Cugat del Vallés, 15 febrero 2020
Día mundial del pangolín, de san Decoroso y de san Faustino.
Javier Pérez Escohotado, ensayista, poeta y crítico, es doctor en filología hispánica por la Universidad de Barcelona y profesor del Máster de Traducción Literaria del IDEC/Pompeu Fabra. Sus investigaciones se orientan hacia la gastronomía, la Inquisición y la vida cotidiana. Autor de los poemarios Laura llueve (2000) y Papel japón (2002), ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003), Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la Historia (2005), Crítica de la razón gastronómica (2007) y El mono gastronómico: ensayos de arte y gastronomía (2014). Asimismo, ha colaborado en Poemas memorables: antología consultada y comentada 1939-1999 (1999); ha editado y prologado Jaime Gil de Biedma. Conversaciones (2002) e Inventario de disidencias, suma de calamidades (2010). Ha publicado artículos de opinión y crítica en diversos diarios y revistas.