Hay gestos que lo cambian todo. Cuando el primero de enero de 1955 Rosa Parks se negó a ceder su asiento del autobús a un hombre blanco no sólo estaba transgrediendo la norma, no sólo estaba realizando un acto de protesta individual, sino que estaba interpelando a la sociedad en su conjunto, rompiendo el silencio institucionalizado, escandalizando a algunos y despertando la conciencia de otros. Los gestos importan y por esto para hablar de las mujeres del 27 es necesario comenzar con aquel gesto que no solo les dio nombre, sino que resumía es espíritu de libertad, de autoafirmación y de transgresión que las definiría.
Años veinte, Madrid. Por la Puerta del Sol, caminan cuatro jóvenes: Federico García Lorca, Salvador Dalí, Margarita Manso y Maruja Mallo. La plaza es una de las más concurridas de la capital, es el centro neurálgico de una ciudad que, lentamente, se está abriendo a los años veinte. Allí, ante esa sociedad decorosa y profundamente conservadora, las dos muchachas deciden quitarse el sombrero, prenda casi obligada para toda mujer “decente”. “Hoy puede parecer increíble, pero ocurrió tal y como te lo cuento”, contaría muchos años después Maruja Mallo: “Llegamos a la Puerta del Sol y un grupo de gente comenzó a tirarnos piedras mientras nos gritaban a grito pelado: ‘Maricones, maricones’”. Aquel gesto lejos de quedar en una anécdota fue repetido en más de una ocasión, como señalaba Manso, recordando cómo tanto ella como Mallo paseaban “por los barrios bajos o por los altos”, sin esconderse, mostrando su rostro y su cabellera, a pesar de las miradas condenatorias que muchos les dirigían.
Maruja Mallo y Margarita Manso, así como todas aquellas escritoras y artistas que hoy conocemos como Las sinsombrero -María Teresa León, Rosa Chacel, Ernestina de Champourcín, Marga Gil Roësset, María Zambrano, Concha Méndez, por citar algunas- nacieron con el siglo XX y comenzaron a publicar a lo largo de la década de los veinte, esos años que pronto se identificarían con diversión, libertad, despreocupación, transgresión estética, ruptura… Todos estos términos sirven indudablemente para describir los “dorados años veinte”, pero no podemos caer en los tópicos y dejarnos llevar solamente por el mito de aquella segunda década del siglo, la llamada Edad de Plata, deleitarnos con imágenes y recreaciones, a veces exageradamente fantasiosas, y no poner el acento en la verdadera relevancia de aquella década, sobre todo para las mujeres. Y es que más allá de la diversión y la transgresión, los veinte fueron años en los que las mujeres se afirmaron, en los que conquistaron derechos y derribaron muchos de aquellos muros que la sociedad secularmente les había impuesto. Se desafió tanto a la ley como a la moral y es que fueron aquellos años los de la emancipación de la mujer. “¿Por qué no podremos ser nosotras, sencillamente, sin más? No tener nombre, ni tierra, no ser de nada ni de nadie, ser nuestras, como son blancos los poemas o azules los lirios”, le escribiría Ernestina de Champourcín en 1928 a su amiga Carmen Conde. En aquella misiva, la poeta expresa unas ansias personales y colectivas por poder autoafirmarse, por poder finalmente afirmar el propio yo, sin etiquetas impuestas desde fuera. Champourcín expresa la conciencia de una mujer que se reivindica como sujeto y que, en tanto que poeta, sabe que esta afirmación del propio yo pasa por la escritura: escribirse, dejar de ser escritas.
Volvamos a aquella Puerta del Sol por donde transitaban aquellos cuatro jóvenes. Aquel gesto, decíamos, resume esa pulsión emancipadora de aquellos años y, pronto, abandona la categoría de anécdota para convertirse en una forma de contestación. Como señala Tània Balló, pronto el sinsombrerismo será “asumido por la mujer moderna, aquella que en los años veinte se siente por fin liberada, independiente y por vez primera sujeto propio. Una mujer que estudiaba o trabajaba y que, impulsada por los movimientos feministas, así como por la gran pantalla -los patrones hollywoodienses causan una profunda impresión en la psique femenina de la época-, siente la necesidad vital de romper con un destino que la condenaba al papel de ángel del hogar”.
Con los años veinte, la mujer comienza a rechazar ese papel de “ángel del hogar” al que se la había relegado; como las mujeres de Hopper, deja de ser la mujer que mira por la ventana para convertirse en aquella que ocupa la esfera pública: transita por la ciudad, viaja, escribe y publica, se sube al escenario… En definitiva, se hace presente en la esfera pública y, para ello, deja de ocultarse tras el sombrero. Como Teresa Mancha, protagonista de la novela Teresa de Rosa Chacel y mujer que escandalizó a la sociedad biempensante por su relación libre con Espronceda, como las mujeres que se divierten en las verbenas de Maruja Mallo o como las mujeres que componen La tertulia de Ángeles Santos, así eran las mujeres que, en la década de los veinte, decidieron quitarse junto al sombrero el peso de un rol en el que nunca se identificaron. Estaba apareciendo un nuevo modelo de mujer y, por primera vez, este modelo lo construían las mujeres. Se había acabado eso de ser narradas, contadas y etiquetadas, ahora eran ellas quien se afirmaban y se construían a sí mismas. Aquella nueva mujer a la que tantas páginas habían dedicado Emilia Pardo Bazán y Carmen de Burgos veía, lentamente, la luz. Seguramente, apunta Balló, “no fuera una mayoría aplastante la que decidió quitarse el sombrero, pese a que, a la vista de las imágenes que nos han llegado, supuso una práctica que se fue extendiendo a lo largo de la década de 1930 y especialmente al principio de la Guerra Civil”. De hecho, añade Balló, en los retratos de las mujeres que se inscribieron entre 1928 y 1931 en la facultad de filosofía y letras de la Universidad Central de Madrid podemos observar como casi ninguna lleva sombrero. Obviamente hay que señalar que, por aquellos años, las mujeres que estudiaban eran una minoría. Sin embargo, la historia nos demuestra que los grandes cambios comienzan a producirse siempre a pequeña escala, a través de aparentemente pequeñas y cotidianas revoluciones. Más allá de todos los tópicos que rodean una década envuelta en un imaginario colectivo y tantas veces recreada -desde el cine a la publicidad, pasando por libros, la pintura y la ilustración-, los años veinte fueron decisivos para la mujer y su emancipación. Tras aquellas ansias de transgresión formal y estética, tras aquella voluntad de ruptura y de diversión sin límites, había un deseo de autoafirmación. El convencimiento de que había llegado a la hora de salir a escena, reivindicarse como sujetos y afirmar el propio yo hacen de aquellos años veinte una década imprescindible para el movimiento feminista y, sobre todo, convierten todo gesto de transgresión en una acción política.
Anna Maria Iglesia
Librújula