En tiempo de confinamiento, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodistas y colaboradores de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción. La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre
Espero a que llueva para salir, así habrá menos gente en el súper. Llevo una lista de la compra optimista, que incluye papel higiénico. Me siento como a punto de iniciar una expedición. ¿Qué le pasa a la gente con el papel de váter? Se agotó en el corralito argentino, también en las crisis de Venezuela. Sabes que el tema es serio cuando todos corren en hordas a comprarlo, kilos y kilos, da igual el país. Esta vez ha ocurrido en el planeta entero. El músico estadounidense Howe Gelb colgaba una selfie en Instagram, con unos rollos en el asiento trasero, y decía: “I’ve no idea what you are talking about”. En la BBC, el trabajador de una empresa de papel higiénico contaba que en las dos últimas semanas han vendido sesenta y tres millones de rollos, cuando el último año, en el mismo periodo, se vendieron veinticuatro millones. ¿A qué viene esta necesidad imperiosa de comprar papel de váter?
Los racionales dicen que es lógico: si tiene que haber cuatro o cinco personas conviviendo en el mismo sitio y sin poder salir durante quién sabe cuánto tiempo, lo normal que es que se abastezcan generosamente. Los bromistas arguyen que, cuando uno tose, todos se cagan. Los asalariados callan que solían cagar en la oficina. Algunos psicólogos apuntarían que responde a la necesidad de tener cierto control en una situación de caos: en plena incertidumbre, saber que podrás limpiarte el culo da paz.
Recuerdo una escena de la película 2012, de Roland Emmerich. Estoy viendo muchas películas apocalípticas durante el confinamiento; no para evadirme de la realidad, sino para comparar la ficción con lo que está pasando. Es descorazonador comprobar que no hay tanta diferencia entre lo que es capaz de imaginar un director de cine y la manera en la que actúa la humanidad. En un momento dado, un Lama sirve té en una taza, la llena hasta que desborda. Su discípulo le advierte de que está derramando el té. El maestro le contesta: “Tu cabeza es igual que esta taza, hay tantas opiniones y especulaciones, que superan el contenido, caen y se desaprovecharán”, algo así. Para que no nos atormenten más preocupaciones de las estrictamente necesarias, mejor que haya papel de váter en casa. Que no falte. Tener cosas pendientes aumenta la sensación de angustia.
Hasta aquí, la teoría. Pero en la práctica pienso que somos una sociedad egoísta, que acapara sin tener en cuenta las dificultades que pone a los demás a la hora de conseguir productos que podrían distribuirse sin problema, si no fuera por el ansia de tenerlo ya, ahora, yo primero, sálvese quien pueda, etcétera. El mismo egoísmo que ha hecho que algunos no se tomaran el confinamiento en serio porque no formaban parte de la población de riesgo.
En la calle hay tan poca gente, que cuando me cruzo con un señor en el semáforo, estamos a punto de saludarnos con un gesto. Me gusta sentir el frío en la cara, el agua de la lluvia empapándome la capucha, el olor de la tierra mojada en el parque, el verde húmedo de los árboles. Soy bastante doméstica (por no decir misántropa), y lo de tener que quedarme en casa no me supone mucho esfuerzo; al contrario, lo disfruto. Tengo demasiada vida social y ya era hora de parar un poco. Creí que tendría tiempo para leer y escribir sin interrupciones, pero lo cierto es que todo es demasiado tremendo, y no es fácil desconectar y concentrarse. He visto en Twitter que, en algunas familias, la gente se pelea para bajar la basura; van al contenedor que les queda más lejos y así estiran un poco las piernas, respiran aire fresco. Fresco y casi puro: los niveles de contaminación en la ciudad estos días son bajísimos.
Ahora arrecia, y aprovecho para mirar la lluvia desde un soportal, un buen rato. Nadie en la calle. Cuando amaina, cruzo el parque y entro en el súper.
Lo primero que hay que hacer es ponerse unos guantes de plástico. Son las doce del mediodía, y muchos estantes están vacíos. El del papel de váter, obviamente, es uno de ellos. Una mujer pregunta cuándo habrá más. Llegará en el camión de la tarde, contesta la cajera, que además de guantes, lleva mascarilla. Pero no sabe a qué hora vendrá, dice. Explica que alguna gente hace guardia, y compran el papel incluso antes de que lo hayan colocado en su sitio. Bueno, siempre nos quedará el papel de cocina, parece resignarse la mujer, que se pone de puntillas para alcanzar un par de rollos. Me acercaría a ayudarla, pero los carteles indican que debemos guardar un metro y medio de distancia. Voy a otro pasillo. Un hombre mira el estante de la pasta. Normalmente hay paquetes de todos los tipos y un montón de marcas, incluida la blanca; sólo quedan espaguetis de la más cara. Como tampoco puedo pasar por allí sin tocar al hombre, me dirijo al refrigerador para comprar queso, pero justamente una chica se acerca antes que yo, y me quedo esperando mi turno unos pasos por detrás, cruzando los dedos para que no se lleve la última porción de parmesano.
¿Nos hará desconfiados este virus? No me refiero a las autoridades, que también: no se entiende por qué nos obligan a confinarnos por un lado, salvo para ir a trabajar por el otro. No se entiende por qué reducen frecuencia de metros y trenes, si lo que quieren es que vaya menos gente. O por qué se ha suspendido el servicio de Bicing, pero no de otros transportes más masificados. Tampoco se entiende por qué cerraron las fronteras terrestres, pero no las demás. Ni por qué puedes dar una vuelta con tu perro, pero no con tu pareja. Ni por qué pasaron de un discurso tranquilizador a unas normas contradictorias que generan un desconcierto absoluto.
Pero, al margen de las autoridades, una amiga comentaba que necesitaremos mucha terapia para volver a acercarnos a los demás. Ahora tenemos la impresión de que pueden estar infectados, como aquel juego del cole, “tú la llevas!”. Los zombies son los otros, y hay que rehuirlos.
Bueno, le contestaba a mi amiga, en mi caso es al revés: parto de la premisa de que la que puedo estar contagiada soy yo. O que, aunque no sea así, los demás pueden pensar que lo estoy, y no voy a ponerlos en una situación incómoda. Efectivamente, esto daría para varias sesiones de terapia: creer que la apestada eres tú. En fin, me lo guardo para hablarlo con el psicólogo. Para la literatura me guardo la historia de un repartidor de comida a domicilio, muy explotado y muy quemado (un Glovo, un Deliveroo o similares), que tenga el coronavirus, y escupa en cada uno de sus encargos antes de entregarlo.
Pagar en la caja del súper no es sencillo. Como llevo los guantes de plástico, no puedo hacerlo con el móvil, que se activa con la huella digital. Pero sacar la tarjeta del monedero tampoco resulta fácil. Sigue lloviendo y vuelvo a casa despacio. Entonces veo un colmado abierto, pequeño, sin mucha variedad. ¿Y si por un casual...? Sí, tienen papel higiénico. Compro un paquete, nada más. Quiero tener una excusa para salir a la calle de vez en cuando.