ntrevista a Araceli Palma-Gris, realizada por Jesús Martínez, para la revista digital ojosde papel.com
Cuatro de sus futuros libros están durmiendo en el cajón. “Uno lo terminé ayer.” Son provisionales, pero sus nombres podrían ser, de momento, y a la espera de que sean niño o niña: La sinfonía del hombre, Mareas y perfiles, Pasos de más allá y Un candil en mi silencio, uno de cuyos relatos es el cuento del viento que se enamoró de la hoja de un árbol. De los libros ya publicados, Araceli Palma-Gris (Águilas, Murcia, “no te digo los años porque son muchos más de los que aparento”) enviaba un ejemplar a los maestros de renombre, a quienes pedía consejos que no fueran inútiles: “Todos me decían que leyera a los clásicos, a los grandes, empezando por Góngora”. Miguel Delibes le mandó una carta en la que apreciaba el esfuerzo por enriquecer su vocabulario de modismos. En la carta que le dirigió Antonio Gala, la punta estaba más afilada: “Hay que seguir, estar en la brecha, no desfallecer, y aprendiendo siempre”. José Corredor Mateos le colmó de atenciones: “Tu poesía es realmente buena”.
Echa la vista atrás. “Me presenté a un concurso literario de Sant Boi con un poema titulado Inocencia. Quedé finalista. Y en la entrega de diplomas, conocí a José Membrive, que también había quedado finalista con un poema con el mismo título.”
El arranque de las tertulias de cocido que seguirían al premio puede que estuviera condimentado con la pimienta blanca de las casualidades.
Ediciones Carena (“la carena es el filo de las dunas y una de las constelaciones de El Navío, en el hemisferio austral”) nació con la inocencia de un caluroso aplauso en la tribuna de un recital embriagador: “Fue entonces cuando me dijo José, con quien quedaba para esas tertulias que hacíamos mientras comíamos cocido, que él siempre había soñado con tener su propia editorial; y yo, mira, le hice caso”.
Dos marineros sin patrón se echaron al agua con el bote salvavidas de una ilusión inflada. Ediciones Carena se inauguró en 1994, y se ha especializado en la temática social, en todos los géneros, en especial, el poético.
Alba turquesa.
amarillos los chopos:
suelta la magia.
La experiencia de una telefonista con los haikus es de una primavera de ciegos en la que los mudos aprenden a andar: algo sobrenatural. “Con ellos he aprendido que no se puede hablar de uno mismo, de nada que te ensalce. El 70 por ciento de los haikus versan sobre la naturaleza; el 28 por ciento son descriptivos; el 1 por ciento, amorosos o crueles, y otro 1 por ciento, eróticos. Son momentos, nubes, rayos de sol. Matsuo Basso, el padre del haiku, nos dice que son, simplemente, lo que está sucediendo en este lugar, en este momento.”
En los haikus de Taio —su tercer libro con Carena, y que abrió con miedo por ser un parto de imprenta—, de versificación española y cómputo silábico 5-7-5, no ha repetido ni una palabra, en la tradición de Salvador Espriu, otro al que le inquietaron los poemitas japoneses.
“Mi querido maestro Vicente Haya insistía en que el haiku es asombro por todo, la perplejidad ante lo misterioso y el arrobo por la belleza.”
Y Araceli echa la vista atrás.
—Señorita, ¿me puede pasar con mi hermana Rosalía?
—¿De qué población?
A la telefonista, una chiquilla de timidez galopante que acusaba el temor de los infundios con el silencio de su voz, le llegaban las llamadas a la mesa de trabajo con peticiones de conferencias de personalidades relevantes: “Las había de atender con especial esmero, y siempre recordando mi juramento promisorio de no escuchar las conversaciones por muy interesantes que estas fueran, bajo amenaza de expediente y expulsión”.
Echa la vista atrás: “Hoy, la compañía es un desastre. Les pides la dirección de un hotel de tu ciudad y te contestan desde Túnez, donde están contratadas las operadoras. La atención se ha perdido. Y esto de que puedas hablar y verte...”.
Araceli, una pacificadora de versos con el telón de fondo de un enrejado de cables en un trabajo que le daba de comer, escondía en el primer cajón de la mesa de su oficina, en el edificio de Telefónica de plaza de Catalunya, en Barcelona, una libretita con los originales de sus cuentos cortos y sus poemas largos, de una exquisitez inalcanzable: “Intimistas, subjetivos e introvertidos, porque no los dejaba ver a nadie”.
Opositó a Telefónica, y ganó. “Hacía las madrugadas en Telefónica para trabajar de día como ATS en el despacho de un estomatólogo. Siempre he querido sanar.”
La larga lista de su admiración literaria: Safo, Quevedo, Aleixandre, León Felipe, Cernuda, Pessoa, Rimbaud, Rilke...
“Los he leído repetidas veces.”
En la comba del patio, en las arcadas divinas del Colegio de la Presentación, Araceli se aprendía de memoria El tren expreso, de Ramón de Campoamor, para no dejar sueltas más estrofas que las de su palomar: “Habiéndome robado el albedrío / un amor tan infausto como mío, / ya recobrada la quietud y el seso, / volvía de París en tren expreso”. Le impresionó tanto el contoneo de esta musiquita original y cantarina, que nunca pudo abandonar la carpintería del oficio poético.
“La poesía es mi vida. Para escribir poesía has de sentir de una manera muy profunda. Sale de un desasosiego, de sentimientos lacerantes. Tiene que sacudirte, y has de sentirla dolorosamente.”
Odiaba las matemáticas, y sólo le volvía el resuello con el pitido agudo de su padre almeriense, antiguo jefe de estación, que bajaba la bandera para que la locomotora de las minas de carbón volviera al aposento de sus cuevas.
Echa la vista atrás. “La mayor ilusión de mi vida era tener una mesa de despacho como la que tenía mi abuelo en su casa de ensueño. Recuerdo sus plumas, sus tinteros que yo rellenaba de agua y azulete...” Araceli, que soñaba con las escribanías de los cortaplumas, invocando en su primera juventud los tesoros de Sierra Madre, se las ingenió para crear lo que le faltaba: “En un costurero con patas, y con departamentos en su interior, guardaba las plumillas que mi abuelo desechaba, los papeles, los lapiceros..., creyendo que ese era mi despacho, y lloraba amargamente porque mis riquezas, en la terraza, a la intemperie, se mojaban cuando llovía”.
No sería hasta 30 años después cuando Araceli escribiría sobre un armazón de pinos.
La vista atrás, muy atrás. Ella nació en el pueblo de pescadores de Águilas, y el lirismo le echó la red de los pescadores de morrallas, siendo una mocosa que lo veía todo por primera vez con los ojos de una casamentera. “Recuerdo las redes extendidas de los pescadores que remendaban, y las luces de las traineras que oscilaban en el mar, y el Chinchorrito, un barquito pequeñito de remos recogidos, y recuerdo las playas de poniente y de levante en las que siempre te podías bañar... Hoy hay rascacielos en las playas.”