Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) es conocido, sobre todo, como crítico literario. Desde hace cuarenta años, del suplemento Cultura/s del periódico barcelonés La Vanguardia. Es, además, poeta (tardío, publicó su primer libro con cuarenta y siete años, y uno de los más singulares de nuestro panorama), narrador, traductor y ensayista.
Estudió filosofía y letras en la Universidad de Barcelona y tras trabajar como lector en Italia, Inglaterra e Irlanda se asentó finalmente en Londres, donde fue catedrático de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Westminster. Ya de vuelta a España, hace quince años, ejerció como profesor del máster de creación literaria de la Universidad Pompeu Fabra.
Como poeta ha publicado Poesía reunida (donde estaban libros como El jardín aciago, La casa de la maleza, En el bosque de Celia y Los espejos del mar, La memoria sin tregua, Sònia, Paraísos a ciegas y La negación de la luz, que es la parte de su obra que he leído. Todos estos libros están en el prestigioso catálogo de Acantilado. También lo sustancial de su obra narrativa y ensayística: La puerta del inglés, Voces contemporáneas (un panorama de los últimos treinta años de narrativa española en castellano), La noche de la conspiración de la pólvora, La calle Fontanills, El ciego en la ventana. Monotonías (sus particulares aforismos o tonismos) y La inocencia lesionada. Habría que añadir Retiro lo escrito, Beatriz Miami y La sombra del triángulo, publicados por Anagrama, así como la antología Los cuentos que cuentan, en colaboración con Fernando Valls.
Ha traducido, entre otros, a Cesare Pavese, Carson McCullers, Djuna Barnes y Vladimir Nabokov.
La profesora Ana Casas sostiene que su obra narrativa «se inserta en la órbita de la autoficción biográfica al mezclar de manera deliberada materiales pertenecientes a la vida “real” del escritor con otros inventados»: de ahí que en no pocas ocasiones se refiera a esas novelas en las páginas de sus memorias, las que publica también Acantilado bajo el título Desde mi celda. «Si titulo estas memorias Desde mi celda es porque, si bien es cierto que he vivido agitadamente tantas y tantas etapas de mi vida, a mi regreso de Londres, la ciudad que me ha hecho, he decidido recluirme como un aristócrata o un ácrata jubilado, para empezar una vida de reflexión y contemplación. Contemplo el cielo de innumerables luces adornado, como Fray Luis de León, y me recluyo en mi celda —en este caso mi casa en El Masnou— como hizo Gustavo Adolfo Bécquer». En El Masnou, en efecto, empezó todo.
El libro comienza con estas palabras: «Desde muy pequeño me fascinaban las letras, la tinta, el papel. El papel en blanco y la posibilidad de llenarlo de letras. Nunca de dibujos. Yo no sabía dibujar. Yo sabía escribir». Más adelante leemos:
«Nunca he pretendido ser escritor. Yo quería escribir. Y es lo que he querido siempre. Y nunca me he considerado escritor, aunque al ir publicando libros te convierten en uno de ellos. Por eso estas memorias no quieren ser las memorias de un escritor. No están dirigidas a mí ni a nadie. Lo que quiero es escribir, y del mismo modo que empecé a aprender solfeo, después de traducir, escribir reseñas, artículos, ensayos, cuentos, novelas y poemas, he decidido escribir estas memorias».
Y aclara: «Unas memorias no están jamás acabadas ni son completas nunca».
En una entrevista concedida a su periódico, comenta a Núria Escur que quiere que sus memorias se lean como se lee la ficción. «Aspiro a que sean prodigiosas no por lo que haya en ellas de real (¿qué es eso?) sino, como ocurre en las Crónicas de Indias, por cómo lo han contado». Por eso, cabe anotar, el lenguaje ha sido la prioridad a la hora de escribirlas, lo que aprecia el lector a medida que avanza.
«Mi vida no es más interesante que otras, pero es el testimonio de un ser humano que, sin necesidad de haber vivido grandes aventuras, concibe la vida como una aventura, porque lo es desde el momento mismo en que nacemos», escribe. Sí, «cada vida es irrepetible». Y cada libro de memorias lo es a su manera, como los de diarios. Masoliver opta por un relato un tanto caótico, el que se produce al ir escribiendo sin brújula o sin un plan del todo preconcebido, donde nunca figuran las fechas, si bien se mantiene, siquiera en precario, un hilo temporal que va desde la infancia hasta la vejez. O, mejor, desde el pasado hasta el presente. «Y si yo ahora cuento libremente, ¿se me entenderá? Porque la escritura es, esencialmente, comunicación». Se le entiende.
Porque «nuestras vidas están condicionadas por los espacios en los que hemos vivido», pronto cuenta que aunque nació «en una clínica del […] del barrio de Gràcia […], la realidad es que durante la guerra civil mi padre había sido enfermero y en El Masnou encontró la casa de la carretera de Teyá, donde posiblemente fui a vivir yo recién nacido». Luego, a los nueve años, «me fui a vivir con mis abuelos paternos al piso de Rambla de Cataluña, y en El Masnou me convertí en un veraneante, o sea, en un niño pijo». Se fue más tarde a vivir con su tío Juan Ramón a Vallençana. Aquí descubrió la naturaleza y «el encanto de la soledad», explica. Después, Italia: «Si el mes y pico en Perugia me sirvió para apreciar intensamente qué significaba vivir lejos de la opresión del franquismo, el año de lector en la Universidad de Génova me ayudó a tomar la decisión de no vivir en España ni en Barcelona. Me convertí en un apátrida y un apatriota». Llegaron más adelante París, Londres («donde—con la excepción de dos años que pasé en el Trinity College de Dublín—viví cuarenta años»), México, Buenos Aires… Y las escalas en Altea o Formentor. Y siempre El Masnou. «Todos estos lugares […] me han marcado profundamente y me han convertido en la persona “diferente” que soy para muchos, y la suma de todo ellos es la que ha de marcar estas memorias». «Uno no sólo vive donde vive —leemos— sino también en lo que ve». «Creer en patrias, y a mi edad, sería trágico», le dijo una vez Masoliver al periodista Ferran Bono.
En El Masnou, dije, empezó todo. En la casa de la carretera de Teyá y en su jardín. Con los insectos. En contacto con los vecinos, por más que ellos fueran forasteros «castellanohablantes». Con el padre, un elegante abogado de origen aragonés y anglófilo declarado, y la madre, de origen rural («Sus ataques de histeria me marcaron para siempre»). Con los hermanos: Bartolo, Nito, María Luisa (muerta prematuramente), Carmen… «Personas cultas en un pueblo ajeno a la cultura».
Ya en Barcelona, en el piso de Rambla de Cataluña, convivió con sus abuelos (ella, la «generala»; con él, paseaba) y su tío Juan Ramón, periodista (corresponsal de La Vanguardia en el extranjero), crítico literario y de arte, amén de traductor. Fundador de la revista Destino y de los Premios de la Crítica. Una persona fundamental en su vida.
Cuenta en sus memorias, cómo no, sus años barceloneses como estudiante, nunca bueno, según él. Su paso por la Universidad. Habla de sus amigos (Luis Maristany, Mario Páez) y de sus amigas. Y de sus profesores: Martín de Riquer, Blecua, Vilanova… No podemos dejar de citar a Carlos Clavería, que le facilitó un lectorado en el King’s College, primero, y la jefatura de estudios del Instituto de España, después, ambos en su etapa londinense.
Hay muchas líneas dedicadas a escritores, casi siempre amigos. Del lado ultramarino: Octavio Paz, Cabrera Infante, Augusto Tito Monterroso y su mujer Bárbara Jacobs, Antonio Cisneros, Sergio Pitol, Eugenio Montejo, Pedro Serrano, Alberto Girri, Ricardo Piglia… Del lado español: Vila-Matas, Clara Janés, Antonio Gamoneda, Cristina Fernández Cubas, los biedmanitas (su preferido, Carlos Barral), Mercedes Monmany y César Antonio Molina, Sánchez Robayna, Ana María Matute, la familia Panero, Jordi Doce, José María Micó (con el que comparte vocación italianista), Sergio Vila-Sanjuán (su jefe en el suplemento), algunos sevillanos (Linares, Ortiz) y catalanes (en catalán): Vinyoli o Gabriel Ferrater.
Aunque escriba «yo no quiero ajustar nada» y manifieste su intención de «escribir estas memorias sin prejuicios, sin intención de ofender pero sin por ello negar el rencor, más cercano a la verdad que el halago», hay algunos desquites. El más contundente e inmisericorde contra el crítico y editor Ignacio Echevarría. Tampoco salen muy bien parados José Emilio Pacheco, Juan Villoro, Gabriel García Márquez, Aurelio Asiain, Toni Marí o Beatriz de Moura.
Secundarios, pero personajes de la obra, sus hijos: Yashin, Ilya y Daniel. Más importante es la presencia de sus mujeres. Con las que se casó (y de las que se divorció, un asunto sobre el que reflexiona), quiero decir: Chandra, Celia y Sònia, la actual, a quien dedica páginas emotivas. Tampoco escatima elogios para la primera.
Entre sus obsesiones (o sus intereses), el sexo (con abuso de menores incluido, pero sin olvidar su «tetofilia» u otras aficiones más satisfactorias e interesantes), la bebida (ha sido un gran bebedor, como los de su quinta literaria, por más que él abomine de las clasificaciones generacionales), la enseñanza (de la que saca lecciones a tener en cuenta), el tenis (y el boxeo, cuando joven), los hoteles, la caligrafía, las enfermedades y su «relación con los médicos» (a los hipocondriacos, como él, los enviaría al psicólogo), el cuerpo (el suyo, alto y delgado), los relojes…
Gran viajero, la de Masoliver no deja de ser la historia de una huida. Hasta el final, o casi. A la vuelta a El Masnou, tantas veces mencionado, dedica una parte sustancial de estas memorias. Porque es mucho más que un lugar. En ese espacio concreto, construido más que nada de recuerdos, se cifra la verdad de una existencia.
«Era y quiero ser una buena persona», dice, y dice también: «Nunca fui feliz. Mejor dicho, nunca creí demasiado en la felicidad». «Algo me salvó», concluye: «Me gustaba escribir».
Si por algo se caracterizan estas memorias es por el peculiar sentido del humor de su autor. Baste como muestra este ejemplo. Cito: «Basta. Interrumpo la escritura. Otra vez un mensajero con más libros. ¿Por qué se escribe tanto, se publica todavía más y se lee tan poco? Ellos son los responsables de mis digresiones. ¿Y por qué tanto escritor desconocido por mí me dedica su libro siempre con admiración, amistad y un gran abrazo?».
Me han gustado especialmente las consideraciones de Masoliver sobre el ejercicio de la crítica. Abundan. El crítico «tiene que dirigirse a los lectores, no a los autores», escribe. Lo considera un «autodidacta». No debe ser «justiciero». Recomienda a los muy exigentes que intenten escribir una novela «para entender las dificultades con las que se enfrenta todo escritor». Cree que «hay que respetar al lector». Que «a quien lee la reseña lo que le interesa es cómo escribe el crítico». Que «es bueno ser crítico, pero la crítica no tiene que ser negativa o corrosiva más que cuando es necesario que así sea».
También dedica algún párrafo a la escritura (que para él, apasionado lector, va unida a la lectura), clave de bóveda de estas memorias. Y a los premios literarios y los jurados. «¿Hay trampa al premiar al amigo?», se pregunta. Y responde: «Un lector exigente tiene amigos exigentes».
Da a entender que este libro cierra un ciclo, si no de vida sí de escritura: «voy a dejar de escribir definitivamente». No ha terminado de decirlo cuando explica que la poesía «está siempre al acecho». En la entrevista a Escur se informa de que tiene un libro de poemas y otro de tonismos terminados y el propio autor desvela en este libro que tiene un par de novelas inéditas. No doy mucho crédito, pues, a la tajante decisión de abandonar lo que ha sido, ya se lee, la verdadera razón de esta incesante huida.
Desde mi celda termina con un poema. Nada extraño en quien se considera ante todo y por encima de todo poeta. Dedicado a Sònia (la escritora Sònia Hernández, con la que se lleva 37 años), su «princesa republicana». A uno se le antoja un tanto eliotiano. Allí leemos: «Busco palabras para sobrevivir», un verso elocuente que resume esta larga, viajera e intensa vida narrada en primera persona por Tono Masoliver Ródenas. Que dure.
Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.