A principios del pasado mes de marzo, Adam Thirlwell, periodista de The Paris Review, entrevistó a Enrique Vila-Matas . Quería conocer sus hábitos laborales y, cuando le lanzó la primera pregunta, el escritor barcelonés recordó que, en 1958, otro periodista de la misma publicación, George Plimpton, planteó una cuestión similar a Ernest Hemingway y que éste respondió que solía sentarse ante la máquina de escribir a las seis de la mañana, antes de que amaneciera, y que interrumpía su labor en el momento exacto en que tenía perfectamente claro lo que habría de ocurrir en el siguiente párrafo, página o capítulo. Así, cuando se levantara al día siguiente y se pusiera manos a la obra, no tendría miedo a la hoja en blanco.
Vila-Matas considera que es uno de los mejores consejos que se puede dar a un escritor y le incita a reflexionar sobre un aspecto clave del proceso creativo: la continuidad. En su opinión, si un narrador interrumpe su trabajo durante varios días, perderá el hilo con facilidad, pero si regresa a diario sobre el texto, avanzará sin demasiados problemas. En su caso concreto, se sienta al escritorio por la mañana, normalmente de 8 a 14 h, “que es el horario que más me cunde”, y por la tarde deja que la novela continúe fraguándose en su cabeza. Ha sustituido el alcohol que ingería durante las juergas que se pegaba en el pasado –“y que solo me permitía escribir en ese momento de euforia que sientes cuando la resaca se disipa y la lucidez aparece”– por una enorme cantidad de café –“que hace que sienta que lo que estoy escribiendo es magnífico”–, y lo primero que hace al despertar es releer y corregir el texto finalizado el día antes y, acto seguido, avanza imparable por la hoja en blanco.
Existen narradores para todos los gustos –de jornada completa, de mañanas o tardes, y hasta de ratos muertos–, pero no hay ni uno solo que no defienda la idea de la continuidad. Benito Pérez Galdós , de quien se celebra este año el centenario de su muerte, escribía todo el día, interrumpiendo su labor solo para dar un paseo y comer, y elaborando una media de quince folios por jornada, una cantidad exagerada que denota su carácter compulsivo. Entre nosotros, menos productiva pero igual de disciplinada es Marta Sanz , que acaba de publicar Pequeñas mujeres rotas (Anagrama) y que trabaja de 9.30 a 14.30 y de 16.30 a 20.30 h, porque, según dice, “es el horario normal para un trabajador”. Y eso es lo que ella se siente: una obrera de las letras. Tiene la mesa junto a una ventana que da a una de las calles más bulliciosas de Madrid y la mantiene abierta porque el ruido enriquece su estilo: “Me interesa la literatura llena de voces, interferencias, gritos”.
También son escritores a tiempo completo Gemma Ruiz y Gabi Martínez , que acaban de publicar Ca la Wenling/ Donde Wenling (Proa/Destino) y Un cambio de verdad (Seix Barral), respectivamente. Los dos hacen horarios parecidos, desde primera hora de la mañana hasta el anochecer, y ambos practican deporte para desentumecer los huesos: ella, yoga, que le ayuda a “hacer un poco de limpieza mental”, y él, running, que “ilumina opciones de escritura y me trae ideas originales”. También corre a diario Empar Moliner , que acaba de ver los cuentos de su T’estimo si he begut / Te quiero si he bebido (Quaderns Crema/Acantilado) llevados al teatro y que se levanta a las 6.30 h, escribe hasta que despunta el sol y sale a correr para, después, volver a sentarse frente al ordenador. “Cuando te enfrentas a una carrera larga, siempre hay un momento en el que te asfixias y te preguntas qué haces ahí, pero al final llegas a la meta y recoges el plátano que te suelen dar –comenta antes de trazar la analogía entre el deporte y la literatura–. Pues, cuando escribes y corriges, ocurre lo mismo: te fatigas y hay un momento en el que te preguntas para qué haces todo eso. Además, siempre temes que nadie quiera darte un plátano cuando llegas al final”.
Casi todos los escritores consideran que el deporte es algo necesario para quien se pasa todo el día sentado, pero no por ello lo practican. De ahí el famoso vínculo entre el paseo y la literatura: de las pocas ganas que tienen algunos autores de sudar. Por ejemplo, Juan Pablo Villalobos da un paseo cada mañana. Deja a su hija en el colegio a las nueve de la mañana y camina hasta el despacho que tiene alquilado en el Eixample. En la mochila siempre lleva las libretas en las que escribe sus novelas y los bolígrafos con los que, después de transcribirlas, corrige las distintas versiones. Tarda unos veinte minutos en llegar de un punto a otro, “y, durante ese paseo, surgen las ideas, normalmente a partir de cosas que veo por la calle”. Sin ir más lejos, en su última novela, La invasión del pueblo del espíritu (Anagrama), hay un personaje con una araña vascular en el rostro. Según cuenta el autor: “Un día, mientras bajaba por la calle Bailèn, vi una clínica de estética que anunciaba un tratamiento para suprimir esas arañas, y la idea me gustó”. Un rato después, cuando ya ha robado todas las ideas que la calle podía ofrecerle, llega a su despacho, donde escribe hasta las 14 h y a veces un poco más.
Tampoco presta mucha atención al deporte Carlos Zanón , que enciende el ordenador a las 6.30 h y lo apaga a la hora de comer, dejando las tardes para la corrección de textos. Sigue el método de Ernest Hemingway, esto es, interrumpe su labor sabiendo lo que escribirá al día siguiente, y aprovecha los paseos para buscar la inspiración. “Todas mis novelas surgieron mientras caminaba –dice antes de poner un ejemplo–: el argumento de la última me sobrevino tras pasar todo un día recorriendo las calles de Madrid. Cuando llegué al hotel, me acerqué a la ventana y, aprovechando el vaho que cubría el cristal, escribí con el dedo la palabra mierda. Y el gesto me gustó tanto que lo convertí en el inicio de Carvalho: problemas de identidad (Planeta)”. Zanón necesita estar solo para escribir, sin nadie pululando por la casa, y nunca se quita el pijama. Dice que con esa prenda se siente más cómodo, más seguro, y que, si sale a la calle para hacer un recado, se lo pone de nuevo al regresar. Sea la hora que sea.
Pero, claro, también están los narradores que escriben cuando pueden, no cuando quieren. Normalmente, son autores que también ejercen como periodistas, una profesión tan poco amiga de los horarios que resulta difícil establecer una rutina de trabajo. Llucia Ramis , que acaba de publicar el cuento infantil El petit menjatemps (La Galera), es uno de ellos. “Soy una escritora de verano –suelta de pronto–. Tengo tanto trabajo durante el resto del año que, cuando llegan las vacaciones, aprieto el acelerador. Y luego me paso meses y meses corrigiendo”. La escritora mallorquina asegura no tener demasiadas manías a la hora de escribir, pero, cuando rascas un poco, aparecen dos: necesita que la cama esté hecha y los platos, limpios. Si no tiene ese orden a su alrededor, no puede sentarse frente al ordenador. Más dramático es el caso de Víctor Amela, que, como su colega de La Vanguardia, también aprovecha los veranos para escribir y que, como en agosto del 2014 hizo un calor insoportable, se vio obligado a escribir Amor contra Roma (ahora reeditado en Debutxaca) con una túnica romana. Única y exclusivamente con una túnica romana. Ahora ha publicado Nos robaron la juventud / Ens van robar la joventut (Plaza & Janés/Rosa dels Vents) y, durante el proceso de creación, sintió la necesidad de lavarse las manos unas treinta veces al día. Le ocurre solamente cuando escribe libros: mientras teclea, siente los dedos pringosos y se levanta, entra en el lavabo y se enjabona de un modo compulsivo.
Otra periodista demasiado activa es Olga Merino, que no tiene más remedio que madrugar para escribir de 6 a 9 h, y que luego sale a la calle para sus asuntos mediáticos. Aun así, su trabajo en prensa siempre interrumpe su labor creativa, motivo por el cual publica una media de una novela cada ocho años. La última, La forastera (Alfaguara). Para no perder de vista su profesión de escritora, Merino empapela la pared que tiene delante del escritorio y cuelga decenas de fotos, notas y recortes concernientes a la narración en la que anda enfrascada. Además, el escritorio ocupa el centro de la casa y no puede ir de la cocina al salón sin ver las libretas en las que descansan las anotaciones de las que habrá de salir su última novela. Una lucha similar mantiene Anna Ballbona con su parte creativa. Sus horarios “cambian a partir de un juego de encajes con todas las otras cosas que también constituyen su trabajo: escribir artículos, hacer entrevistas, preparar charlas…”. Por suerte, entre colaboración periodística y colaboración periodística, ha tenido tiempo para escribir No soc aquí / No estoy aquí (premio Llibres Anagrama de Novel·la 2020).
Ahora bien, para horarios complejos, los de Albert Lladó , que acaba de publicar La travesía de las anguilas (Galaxia Gutenberg) y que divide la semana en tres bloques: los lunes y los viernes por la mañana, escribe sus libros; los martes, miércoles y jueves también por las mañanas, imparte clases de escritura; y las tardes de todos los días las dedica al periodismo y a las charlas. Por suerte, no tiene demasiadas manías, salvo la de mascar chicle mientras se encuentra en pleno proceso creativo. “Necesito ser ordenado cuando escribo –comenta–. Necesito imponerme reglas para no dejarme llevar. Es una paradoja, pero, si las normas las pones tú, la sensación de libertad es mayor”. También tiene que bregar con el periodismo David Castillo , que anda de promoción con El tango de Dien Bien Phu (Edicions 62/Edhasa) y que, al contrario que algunos de sus colegas, no necesita estar en su despacho para ser creativo: “Puedo escribir en una discoteca de música máquina, en el Sónar o en un bar –afirma–. Si tienes cosas que decir, las manías quedan apartadas”. Con todo, le gusta especialmente hacerlo en casa, rodeado de “esa biblioteca que a veces me parece un cementerio donde los libros de mis amigos parecen ya sus lápidas”.
También es interesante la postura de los escritores que adaptan los horarios de escritura a las exigencias de sus novelas. Jordi Nopca es un buen ejemplo de esta extraña metodología: “Durante muchos años escribí solo por las mañanas, pero, cuando surgió la idea de La teva ombra / En la sombra (premio Proa/Destino), me di cuenta de que tenía que escribir por las noches, dado que el argumento era más bien nocturno”. El cambio de horario para hacerlo acorde al argumento de la historia no sería, sin embargo, tan sencillo de lograr. Porque Nopca también es periodista y, cuando llegaba a casa, estaba agotado. Así que tomó una decisión: escribiría la novela en periodos de tiempo muy breves pero de gran intensidad. Y así fue: “Podía escribir tan solo diez líneas al día, siempre por la noche, pero muy concentrado –explica–. Y, aunque tardé mucho, conseguí acabarla”. De nuevo, la continuidad como único método eficaz en el trabajo creativo.
Por otro lado, están los autores que tienen otras profesiones no periodísticas. Núria Cadenes escribe por las mañanas porque por las tardes trabaja en una librería. Es una mujer ordenada en sus rutinas, pero su escritorio es un auténtico caos. Su novela Guillem (Amsterdam) surgió entre un caos que todavía domina su mesa: “Tres libretas negras, dos pares de guantes sin dedos, tijeras, un diccionario de sinónimos desvencijado, un bote con bolis y rotuladores y un abrecartas, folios desordenados con notas que no sé a qué hacen referencia, una carpeta con fotocopias… –recuenta la autora mientras mira el escritorio–. Ah, y los animales: un par de lagartijas, una rana, una serpiente y, sobre todo, un cuervo. Son de tela, plástico o cerámica, y ocupan un buen trozo de la mesa. Si no estuvieran me sentiría coja”. Y todavía una cosa más: “Una Wonder Woman que me encontré bajo un olivo cuando era pequeña y que tiene el puño alzado como diciendo: endavant les atxes!”.
Iñigo Redondo , última revelación de la literatura en castellano con su Todo esto existe (Literatura Random House), ejerce como arquitecto y, en consecuencia, escribe cuando puede. A veces se levanta a las cinco de la mañana y se dedica a la literatura hasta que se despierta su hija, “momento en que mi casa se convierte en Saigón”. Al parecer, la niña es madrugadora y, para obligarse a avanzar, Redondo se impone objetivos diarios. “Por ejemplo, me obligo a llegar a cierto momento de la novela antes del viernes –explica–. Es la única manera de mantener un buen ritmo”. Su lugar de trabajo es un rincón del comedor y, cuando se sienta ante el ordenador, tiene que apartar el unicornio y los otros peluches que su hija ha dejado sobre sus notas. Algo similar le ocurre a Galder Reguera , que dedica el día a la Fundación Athletic Club y que además tiene dos hijos. Escribió Libro de familia (Seix Barral) por las noches, “en sesiones breves, de una hora y media o dos, como mucho”, y tuvo que hacerlo en el salón porque su despacho se convirtió, hace ya algún tiempo, en la habitación de las criaturas. Como su colega Redondo, antes de ponerse a escribir, tiene que apartar los cromos, los Superzings y los Gormitis que sus vástagos han dejado sobre su ordenador.
Pero si hay escritores afortunados sin duda son los que, disponiendo de todo el día, apenas dedican dos o tres horas a la escritura pura y dura, y aun así crean novelas de una enorme calidad. Ricardo Menéndez Salmón usa la estrategia de Graham Greene , para quien la medida exacta de trabajo diario estaba entre las 300 y las 500 palabras al día. Y eso es lo que hace el autor asturiano, que reconoce que no invierte más de dos o tres horas al día en redactar ese número de palabras. “Antes escribía de un modo anárquico, es decir, cuando el cuerpo me lo pedía –explica–, pero ahora escribo a diario y las novelas ya no se me escapan, las tengo controladas”. De nuevo, la idea de continuidad: “Al principio, cuando empiezas una novela, escribes a chorro durante varios meses porque estás en estado de euforia, pero hay un momento en el que todo se detiene, en el que pierdes las fuerzas. Muchos libros fracasan en ese momento. Con el método Greene, que te obliga a trabajar a diario, supero esos momento sin problemas”.
Algo similar le ocurre a Ignacio Martínez de Pisón , que solo trabaja de 14.30 a 18 h, es decir, tres horas y media, y que dedica las mañanas a repasar los idiomas que domina: inglés, italiano y francés. Se instala delante del ordenador y hace ejercicios on line, y después de comer, se convierte en escritor. “Y si tan pocas horas me han dado para tantos libros, y además tan gruesos, imagina qué pasaría si le dedicar más tiempo”, dice con sorna. Por si eso fuera poco, su despacho está decorado con estanterías Billy atiborradas de libros en doble fila, y su escritorio es una mesa de mala calidad, “de esas de madera de pino, que tengo desde hace unos treinta años y que no cambio porque me da pereza vaciarla, traer una nueva y tener que volver a ordenar todo”. Y es que Martínez de Pisón lo tiene claro: “Nunca he sacralizado esta profesión, ni he perdido el tiempo creándome una imagen de literato. Eso no me interesa. No busco que me vean como un escritor raro. Yo simplemente escribo”. Pero, ojo, lo hace a diario.
Álvaro Colomer
La Vanguardia