Por la carretera desierta, cruzando un erial en la hora bruja, ella está en el coche —”aunque yo no sé conducir”— cuando, bajo una luz cenital, observa descender del cielo “una inmensa bandada de aves zancudas, de vuelo majestuoso”. Una, “torpe y titubeante en el asfalto”, de mayor envergadura, se posa frente al vehículo y alza el ala para que se detenga y las deje pasar: es un tímido y poco conocido picozapato, siempre ocultos, por ejemplo, entre los papiros de los humedales del Nilo. Hubo suerte porque la sinóloga Anne-Hélène Suárez (Barcelona, 61 años) estaba en 2013 en una fase de recordar los sueños (“Ahora llevo un tiempo que no”) y anotarlos. Y de ahí surgió para una nonata editorial ― dirigida por su padre, el cineasta y escritor Gonzalo Suárez― un relato para niños con miedo a la noche, que, pespunteado con la leyenda china del arquero Yi (el que fulmina certero nueve de los diez soles que requemaban la Tierra), dio pie a Alas de tiniebla (2015), relato cuya versión en dibujos de Pablo Auladell acaba de presentar esta semana en La Sorbona de París.
Son los días inmediatos a haber recibido el premio Nacional de Traducción por su difusión de las obras clásicas chinas en España, labor, como el registro de aquel sueño, azarosa: en la cola para apuntarse en la escuela de idiomas “para no perder el tiempo” mientras se decidía qué acabar estudiando (“Quería hacer Antropología, solo para fastidiar, porque no había en la España de 1978”), en el último segundo, ya en la ventanilla de inscripción, vio el chino en el listado de idiomas y lo eligió: “Pura predestinación, ni lo había pensado ni había leído nada”.
La primera opción iba a ser el ruso, culpa de Dostoievski, del que lo había leído todo, en francés y español, en la rica biblioteca de sus padres, tan nutrida como la de su abuelo paterno, catedrático de francés represaliado por el franquismo, traductor bajo pseudónimo (Octavio Beiral) de Melville y luego de la obra completa de François Villon. “Mi tío por parte de madre, Fréderic Girard, es japonólogo”, añade. O sea que quizá había algo de genético en el futuro oficio de aquella niña de influencia francófona, que leía a Boris Vian cuando sus coetáneos estaban mayormente con Herman Hesse y bailaba y cantaba sola con el jazz del New Orleans Blues o de Ray Charles (influencias maternas) cuando era el momento de los Rolling Stones: “Una niña tímida con una rica vida interior”, resume, con un asomo de ironía muy suyo.
Aún queda mucho de esa adolescente en esta hoy reputada traductora, con esa vitalidad decidida de los cuerpos menudos y enjutos, parapetados bajo una voz suave que apenas sale de unos labios delgados, nítida la huella todavía de El idiota de Dostoievski, esa personalidad atormentada del príncipe Miskin, personaje de “una angustia vital que yo sentía… y siento; no creo que se cure, ya”. De esos tiempos provienen también la fascinación por lo que ocurre en un tren, de los antiguos, de wagon lits, de referencias novelescas y conversaciones intensas, “mundos que desaparecían inexorablemente al llegar a la estación”. Un ambiente de cine negro, misterioso, como el de los viejos hoteles, donde aún acude a tomar algo para recuperar aromas perdidos.
Son escenarios conreados y heredados de su juventud, cuando decidió, tras tres años de estudios de chino en España y constatar que aprendía poco, aunque era “de las empollonas”, iniciar estudios de sinología en París, que remató en Pekín, entre 1984 y 1986. Se volvió tras licenciarse, “inenarrablemente ingenua y tontamente ambiciosa”, pensando en que quería ser profesora de chino, e introducir por fin asignaturas y métodos. La realidad, tres décadas después, es otra: “En España no hay cultura china; toda la sinología existente es fruto de efectos individuales, quijotescos, que no deben nada a las instituciones públicas ni a las universidades”.
Algo sabe de eso: a pesar de sus reputadas versiones de clásicos del pensamiento (Confucio, Lao Zi…) y poesía china (Li Bai, Bai Juyi, Wang Wei…), los recortes, en 2015, la obligaron a dejar la Universidad Autónoma de Barcelona donde enseñaba. “No encontré trabajo en ninguna parte”, fuera de charlas, talleres y algún cursillo, recuerda hoy bajo la débil luz de la mesa que está justo al entrar en su piso-estudio, donde se pone a traducir “hasta el agotamiento: me olvido de levantarme, totalmente absorta, abducida… No paro hasta que se me cierran las pupilas; no tengo horarios ni festivos y, encima, trabajo despacio y soy muy maniática”.
Entre Chandler y Fred Vargas
Tranquilamente, una versión del chino clásico le lleva “un año de media”, porque de cada texto hace muchas versiones; la primera, literal. “Luego, lo descompongo para ver estructuras y formas, porque la forma es reveladora del sentir; de cada poema o pensamiento me gustaría poder ofrecer dos y hasta tres versiones; es una labor de detective, a lo Marlowe: buscar todas las implicaciones del texto, ir más allá de lo que son las evidencias; hay demasiadas traducciones planas, que parecen telegramas, que no recogen la riqueza del chino clásico, lengua que no muchos chinos conocen bien ya”.
Saber idiomas no es saber traducir
La labor detectivesca y, de nuevo, lecturas de juventud (El sueño eterno, de Raymond Chandler), explican también que sea la traductora de Fred Vargas (“Es muy difícil: siempre hay dobles juegos de palabras, poemas de Rimbaud o textos supuestamente medievales porque ella es historiadora”). Pero nada como cualquier novela en chino, como la que ahora la ocupa y que la ha llevado a aprender un poco de mongol, como revelan un libro en inglés sobre esa cultura y un diccionario, que comparten espacio con el Casares. “Humildad, esa es la principal característica que debe tener un traductor: no dar por supuesto que lo entiende todo; yo dudo mucho: eso te atormenta, pero te hace buscar y buscar, y esa ansia hasta hallar lo idóneo es el oficio; saber idiomas no es saber traducir”.
Muchos lápices y rotuladores de colores rodean su mesa y otra adyacente: son para las clases particulares de chino y francés que da, mayormente, a niños, relativos paréntesis en su labor porque son otra forma de su afán pedagógico, el mismo que suele acompañar sus traducciones. El material didáctico lo hace ella, como un parchís elaborado con caracteres e imágenes chinas que reposa en un rincón.
Al explicarlo, desprende la misma energía y convicción que el lancero a caballo que cuelga de una de las paredes, pintura de Giuseppe Castiglione, misionero jesuita del XVII que fue artista en la corte imperial china. Justo al lado, un autorretrato a lápiz de su padre, de 1952, que le regaló cuando ella cumplió 22 años. Está en todas sus partes (un reciente corte de prensa por el premio Buñuel; sus libros: entre ellos El síndrome de albatros, cuya portada diseñó su hermana Elsa...). “Estamos siempre en contacto: nos leemos mutuamente; escribe muchísimo, no para; el problema es que no tiene ocasión de rodar películas, como quisiera: ser mayor no está de moda, hay un juvenilismo a ultranza, cuando cada instante es nuevo, como dice él mismo; el talento creativo no tiene edad”, dice la primogénita de cuatro hermanos. En la mesa también da vueltas un guion sobre la novela de su padre Doble dos porque la traductora, premios ya Ángel Crespo (2001) y Stendhal (2013), ha vertido unos 70 libros, pero también un centenar de guiones, muchos trabajos de juventud.
Sueña con hacer una completa biografía de Du Fu “con poemas intercalados”, con sus quiméricas dos o tres versiones, pero nunca son tiempos propicios para los traductores, “el segundo escalafón peor pagado y tratado por los editores, tras los correctores: nunca se programan libros pensando en el tiempo de traducción y los contratos, con las fusiones editoriales, van a peor”. A ella no le han rebajado tarifas: “No se atreven, pero me han dejado solo para Fred Vargas o para algunos de chino moderno, pero de estos ya solo suelen llegar los que llevan el anuncio de ‘prohibido en China’ y a partir del inglés, peligroso porque son ediciones que cortan descripciones para ahorrar”. Y eso, cree, afecta a la imagen de China: “Son muy poderosos, sí, pero sin prestigio cultural alguno si te basas en lo que hoy se edita”.
Cuando se da cuenta de que debe descansar, da de comer a los pájaros. Ha logrado que, desde uno de los balcones que da a la estrecha callejuela de su domicilio barcelonés, amén de palomas acudan “gorriones, mirlos y algún petirrojo; no sé de dónde salen”. Le hace feliz, claro, pero en el fondo espera que pronto llegue el picozapato.