Jordi Esteva es un viajero irredento, libertario y modélico. Hombre privilegiado de un tiempo que inauguraba libertades que algunos valientes supieron aprovechar como pocos. Nacido en el seno de una clásica familia burguesa de Barcelona en los primeros años cincuenta, devino miembro de esa segunda oleada bohemia de jóvenes que tal vez no querían cambiar el mundo, pero sí sus vidas.
Ajeno a ciertas intelectualidades de aquel tiempo, pese a acabar formando parte de la redacción de Ajoblanco en su segunda época (1987-1993), Esteva vivió bajo la estela del espíritu transgresor de los beats americanos, convirtiéndose en una especie de William Burroughs local. Categoría que podemos otorgar no tanto desde su vínculo con las drogas, pese a que fue un gran experimentador, sino fruto de su conexión con la cultura islámica y sufí.
Impulsado por la represión católica propia de la dictadura, su aventura se inició al coger un viejo Land Rover de su padre y marcharse al norte de África con Marta Sentís, después de haber estado en el mítico festival hippie de la isla de White (1970). Para toda aquella generación, la música de los Hendrix, Morrison o The Who era un auténtico catalizador que servía para abrir las puertas de la percepción.
Con ese mismo destartalado vehículo, consiguieron adentrarse en las sendas de oriente siguiendo aquel grand tour generacional que desembocaba en la India. Jordi y los cuatro melenudos que le acompañaban fueron detenidos en diversas fronteras, pero tras cruzar Turquía, Irán, Afganistán, y Pakistán alcanzaron su destino. Lo que más les fascinó fue la magia de Kashmir y el Himalaya. El autor sintió lejana la India y aquel viaje sirvió para reafirmar su fascinación por el mundo islámico. Después de un tiempo en Sudán, acabó viviendo cinco años en el Cairo.
Políglota consumado, ejerció de traductor y se integró profundamente en su cultura, captando con su cámara desde edad temprana, los espacios y gentes que visitaba, bajo el influjo de la fotografía de maestros como Anselm Adams. Su impulso nómada le llevó a conocer medio mundo hasta que después del éxtasis de alcanzar el oasis de Siwa y padecer el hastío de diversas detenciones, decidió regresar a una Barcelona en la que no le fue fácil encajar.
Libros como éste alientan nuestras ansias de vagar y sirven de modelo para todas esas jóvenes generaciones que deberían tomar las riendas de su vida, abandonar el letargo digital, y celebrar la experiencia de viajar. Nada como esto para despertar el impulso nómada y moldear la propia existencia. Mentores como Jordi Esteva, invitan a dejarse llevar y creer que todo es posible si prendemos la llama de la que habló Jack Kerouac. Se trata de ser gente que está loca por vivir y que arde como el fuego en mitad de la noche.
El mundo ha cambiado y ninguno de aquellos remotos lugares están como estos primeros viajeros los hallaron, pero se hace camino al andar y necesitamos de buena narrativa de viajes para seguir avanzando.
La cueva de Shiva y el oasis de Amón
Quienes hemos compartido el impulso nómada, sabemos que pocos lugares hay tan bellos como Cachemira donde las cumbres del Himalaya se reflejan sobre el lago Dal entre flores de loto. Jordi Esteva no sólo vivió en un house boat o culminó esa vertiginosa carretera que alcanza el pequeño Tíbet de Ladakh, sino que cumplió peregrinaciones como la de cueva de Amarnath, lugar al que acuden miles de sadhus para adorar un lingam de Shiva esculpido en el hielo. En esta cueva sagrada, el dios hindú meditó hasta descubrir el secreto de la revelación eterna. Igualmente mítico, resulta el oasis de Siwa, un espacio casi imaginario, donde se cree que está la tumba de Alejandro Magno y que albergó el oráculo de Amón. En palabras de Esteva, la estancia en Siwa es un sueño asombroso impermeable a cualquier influencia externa. Los oasis son primitivos reductos de civilidad y sabiduría ancestral.