Núria Bendicho tiene una deuda con Dios: le prometió que, si se curaba de una enfermedad que padeció el año pasado, iría a Jerusalén para besar la tumba de su Hijo. En la actualidad, está ahorrando dinero para realizar ese viaje. La autora de Terres Mortes (Anagrama en catalán y, próximamente, Sajalín en castellano) hizo ese voto porque no entendía “por qué Dios me castigaba. La mayoría de gente, como es atea, me decía que mi enfermedad había llegado por azar y que no debía darle tantas vueltas. Pero entonces entendí que es en el sufrimiento donde se demuestra la fe, puesto que, aunque erradicáramos toda maldad del mundo, el sufrimiento seguiría existiendo”.
Bendicho es barcelonesa, tiene veintiséis años y llegó a Cristo a través del marxismo, en concreto a través de Simone Weil, “una mujer que se extasiaba recitando el Padre Nuestro en griego antiguo”. Pero no es la única autora joven que, además de declarar abiertamente su credo, ha alcanzado la fe por un camino poco habitual. Porque hay toda una generación de escritores que, procediendo de ambientes, ideologías o incluso entornos sociales muy distintos, reconocen tranquilamente haber encontrado el camino de Dios.
Veamos otro ejemplo: David Aliaga, 32 años, seleccionado por la revista Granta como uno de los 25 mejores escritores de menos de 35. Hasta hace poco, era un chico de l’Hospitalet de Llobregat (Barcelona) con cierta inclinación intelectual hacia el ateísmo, pero un día, después de leer concienzudamente a narradores como Stefan Zweig o Cynthia Ozick, y a filósofos como Emmanuel Lévinas, Jacques Derrida, Martin Buber y Abraham Josua Heschel, decidió convertirse al judaísmo. “Mi ateísmo tenía una grieta que me incitaba a la búsqueda –explica el autor de Y no me llamaré más Jacob (Sapere Aude, 2018)–. Me interesaba la religiosidad despojada de supersticiones y la vivencia de Dios como mandato ético, y encontré un judaísmo cívico que encajaba con mi forma de relacionarme con el mundo, que me acercaba al modo de ser que yo buscaba y que no contenía elementos sobrenaturales”. Y a continuación parafrasea a Gershom Scholem: “Hay un misterio en el mundo, y me interesa explicarlo”.
Tanto Bendicho como Aliaga llegaron a la religión por sí mismos, algo habitual en los escritores creyentes de nueva hornada. Al contrario que las generaciones anteriores, que solían dejarse llevar por la tradición religiosa que encontraban en el entorno donde habían nacido o, en el caso de los hijos de la Transición, que militaban en un ateísmo que tenía un carácter más político que metafísico, los nuevos autores recorren extraños caminos para alcanzar el mismo destino y, sobre todo, sienten la libertad de manifestar su confesionalidad por saberse criados en un estado laico que ya no atenaza a la sociedad a través de la Iglesia. Por decirlo de un modo sencillo: la vinculación entre el franquismo y el catolicismo, así como la idea de que la religión está ligada a la derecha, se ha ido desvaneciendo con el paso de los años.
Juan Gallego Benot, poeta de 24 años, ha publicado Oración en el huerto (Hiperión, 2020; II Premio de Poesía Joven Tino Barriuso), un libro en el que realiza una búsqueda del amor homoerótico a través del imaginario religioso. A la pregunta de si es creyente, responde que es sevillano, una forma simpática de explicar que no puede evitar rezar a la Macarena, sentir fascinación por la Semana Santa y ser intrínsecamente cristiano. “Ahora hay una manera de entender la creencia menos ligada al poder –asegura–. España ya no es una dictadura y eso permite una religiosidad menos acomplejada. Hace unos años, en este país sólo podías ser católico ortodoxo o ateo militante. Todo era una cuestión política. Ahora ya no es así”.
El caso de la ciudadrealeña Ana Iris Simón ejemplifica a la perfección este cambio de perspectiva entre algunos escritores jóvenes. Hace unos meses, habiendo ya cumplido treinta años, recibió el sacramento de la confirmación y, como no podía ser de otra forma en el caso de una autora a quien han tachado de reaccionaria por la publicación de su novela Feria (Círculo de Tiza, 2020), le llovieron las críticas. Sin embargo, sólo hay que prestar atención a sus palabras para reparar en que su retorno al catolicismo no guarda relación con la política, sino con un cansancio respecto a la deriva de nuestra sociedad: “Hasta cierto punto, el anticlericalismo de generaciones anteriores era entendible, puesto que vivieron una dictadura nacionalcatólica, pero creo que los ataques hacia mi persona vienen en este sentido dados por mi creencia en la existencia de un sentido de la vida, de una trascendencia, que no encaja en un mundo en el que el materialismo ha dado paso al nihilismo más absoluto y zafio”.
Este anhelo de hallar un sentido a la vida o incluso de buscar su trascendencia también es un argumento habitual entre los entrevistados. El poeta granadino Jesús Montiel, de 37 años, se reconoce en la tradición cristiana y practica la oración hesicasta, pero no se atrevería a decir que la fe sea una solución a nada. Sin embargo, el autor de La última rosa ( Pre-Textos, 2021) percibe claramente en los jóvenes de su generación “un redescubrimiento de la creencia, un cansancio del nihilismo y una reivindicación de lo sagrado. Quizás eso ocurra porque la modernidad ha fracasado estrepitosamente. No ha solucionado nada, a parte de nuestros instintos más primarios. Vivimos insatisfechos y las consultas de psiquiatría están abarrotadas. Es evidente que hay sed de significado”.
La poeta catalana Juana Dolores, de 29 años, coincide en su deseo de buscar esa trascendencia. Se reconoce cristiana en su fuero interno, pero aclara que lo que busca a través de su poesía no es algo que se pueda vincular directamente con Dios, sino una respuesta ante el vacío que detecta a su alrededor: “Como poeta mística que quiero ser, no encuentro sentido a otra cosa que no sea escribir sobre ese Vacío o ese Absoluto que muchos llaman Dios –dice la autora del poemario Bijuteria (Galerada, 2020; Premio Amadeu Oller)–. Pero estamos en una época en la que se criminalizan las ideas religiosas, sin reparar en que el cristianismo, pese a los aspectos negativos que también conlleva, nos ha dado los mejores valores de nuestra cultura”.
Juan Manuel de Prada se ha referido en varias ocasiones a esta pérdida de la cultura católica como un “suicidio civilizatorio” que impide mirar hacia el pasado de un modo cronológico y que obliga a los jóvenes a volcarse en la “cultura de la acumulación”, que sería algo así como una búsqueda de información que después no saben contextualizar, ordenar o incluso entender. Según ha explicado en las entrevistas concedidas con motivo de la publicación de Una biblioteca en el oasis (Magnificat), compilación de artículos sobre literatura católica, la historia de la religión da la oportunidad de vertebrar la cultura adquirida como si fuera “un árbol de cuyas ramas puedes ir colgando conocimientos”. De ahí que Prada entienda que, actualmente, el cristianismo vuelve a ser atractivo para los jóvenes, quienes se habrían dado cuenta de que, para tener una visión abarcadora de la cultura occidental, necesitan echar mano de la visión cristiana.
En este sentido, los protestantes siempre han tenido más suerte. Su relación con la cultura y, sobre todo, con la literatura es muy superior a la de los católicos, entre otras cosas porque se les incentiva a leer directamente la Biblia desde pequeños y porque mantienen una relación con Dios mucho más libre, íntima e individual. La narradora catalana Ada Castells, 52 años, proviene de una familia de metodistas menorquines por un lado y de hugonotes franceses por el otro, y fue educada en una escuela evangélica, que era a donde los padres protestantes enviaban a sus hijos para evitar la educación nacionalcatólica. Dice que continúa siendo creyente porque su corriente religiosa le permite serlo a su manera. Y la autora de El dit de l’àngel / El dedo del ángel (Empúries/Anagrama, 1998), novela en la que aborda directamente este asunto, añade: “Además, nadie vincula el protestantismo a la derecha”. Este último comentario es especialmente relevante en nuestro país y explica, como dice Castells, que “en el mundillo intelectual español, reconocer que eres creyente es en cierta medida una salida del armario más difícil que la de la homosexualidad”.
Jesús Montiel llama a este fenómeno “censura velada”, según la cual muchos artistas temen proclamar públicamente su religiosidad por miedo al qué dirán: “La presión que el ecosistema cultural, tradicionalmente ateo, ejerce sobre los creyentes es un hecho que todo el mundo conoce, pero del que nadie habla”. Algunos escritores entrevistados han llegado a asegurar a Cultura/s que no hacen público su credo porque saben que, automáticamente, serán considerados “autores de nicho”, cuando no directamente despreciados.
El “catolicismo inercial” ha desaparecido, pero sigue sufriendo la hostilidad que tenía cuando era hegemónico
Uno de los creyentes que ha tenido que soportar más comentarios inapropiados por su adhesión pública al catolicismo ha sido el escritor y crítico literario Rafael Narbona, quien opina que “el ateísmo presume de lucidez, pero en realidad es simplista. Ignora una tradición que comenzó en Platón. Mira a corto plazo, sin profundizar. Pero el catolicismo integrista también simplifica, reduciendo la experiencia religiosa a la aceptación incondicional de unos dogmas”. Huelga decir que los haters que han atacado a Narbona en las redes sociales, y como suele ser habitual, no tienen ni idea de lo que hablan, porque además de no haber leído ninguno de sus libros, el último de los cuales es El coleccionista de asombros (Negra Ediciones, 2021), tampoco han reparado en que no estamos ante un católico radical, sino ante un madrileño que acude a una ‘parroquia muy especial, Nuestra Señora de la Guía, volcada en la solidaridad con los inmigrantes en situación de precariedad. “Además, soy uno de esos católicos que se ilusionó con el Concilio Vaticano II y que contempla con esperanza la reforma de Francisco. Creo firmemente en la necesidad de incrementar la presencia de la mujer en la Iglesia, incluso abriendo la posibilidad del sacerdocio”.
Por su parte, Ignacio Peyró, narrador madrileño de 41 años y autor de Un aire inglés (Fórcola, 2021), es consciente de que vive en un mundo que ha dejado de ser católico, puesto que, si sus abuelos rezaban el rosario en la cama, algunos de sus sobrinos ni siquiera harán la primera comunión. En su opinión, ha desaparecido el “catolicismo inercial”que regía antiguamente en el país, lo cual no ha impedido que el “catolicismo siga sufriendo la hostilidad que tenía cuando era hegemónico”. Y añade respecto al rechazo de ciertos sectores intelectuales hacia todo lo religioso: “Otras consideraciones aparte, no creo que haya discriminación por ser religioso, aunque en el caso del catolicismo se suele considerar un exotismo o una lealtad antigua o una militancia ultra, que no es el caso”.
Ahora bien, hay una última idea que todos los entrevistados apuntan y que, no por obvia, se debe olvidar. Quienes crecieron en un ambiente religioso o quienes tienen un conocimiento profundo de la historia de la religión encaran la creatividad de un modo distinto a sus opuestos. Así lo expresa el narrador Josep Maria Argemí, que acaba de publicar una novela un tanto demonológica titulada L’àngel de Santa Sofia (Lleonard Muntaner, 2021): “La literatura y la religión comparten el anhelo de construir una ficción que sea creíble. En ese sentido, y antropológicamente hablando, son iguales. Y eso es lo que me interesa como escritor”.
Entrevista a Pablo d'Ors
El sacerdote católico Pablo d’Ors forma parte de ese grupo de religiosos (Jesús Sánchez Adalid, Antonio Praena, el desaparecido Lluís Duch…) que cultivan las letras con la misma pasión con la que aman a Dios. Su último ensayo, Biografía de la luz (Galaxia Gutenberg), traza un itinerario más cultural que espiritual por los Evangelios, a fin de ayudar a los lectores a encontrar en su interior el sentido de la vida.
¿Cree que las nuevas generaciones están regresando a la religión?
Francamente, no. Hoy, en nuestra sociedad, ser cristiano es algo políticamente incorrecto. En cualquier caso, las personas no se dividen en creyentes, agnósticas o ateas, sino simple y llanamente en despiertas o dormidas.
¿Cree que el vínculo entre franquismo e Iglesia ha desaparecido del imaginario colectivo?
¡Cuánto me gustaría responder que sí! Pero mentiría. Veo infinidad de prejuicios antirreligiosos, hasta el punto de que la mayoría (¡incluidos muchos cristianos!) piensan que todo lo religioso es sinónimo de algo dogmático y cerrado. El nuevo dogma es hoy la apertura, aunque sea indiscriminada, aunque sea sinónimo de indefinición.
¿Cree que la sociedad necesita volver a Dios?
Todos necesitamos volver a Dios. Porque Dios es el misterio de la luz y del amor; y al misterio, como a la luz y al amor, hemos de volver todos siempre. El anhelo de trascendencia siempre está ahí, pero estoy seguro de que el nihilismo consumista no se va a dejar vencer con facilidad.
¿Qué perdemos cuando olvidamos la religión como hecho cultural?
Lo perdemos casi todo, puesto que culto y cultura han estado muy unidos en Europa. Yo suelo abogar por una lectura culturalmente cristiana de la realidad, no necesariamente confesional. Si estamos enemistados o avergonzados con nuestro pasado, difícilmente vamos a construir un futuro y a vivir reconciliados en el presente.
¿Existe una censura velada hacia los escritores creyentes?
Esa censura existe, yo la he sentido en mí mismo. Muchos hombres y mujeres no se atreven a hacer una manifestación pública de su fe porque temen ser acusados de retrógrados, patriarcales y machistas. Pero hablar de maltratos estratégicos o planificados ya resulta más peliagudo. Se trata más bien de un ambiente, de un humus. En estas últimas décadas no ha habido novela religiosa y muy poca poesía religiosa. No creo que esto se deba a presión social (o política) de ningún género, sino más bien a que Dios, y obviamente la religión, es un asunto que ha dejado de interesar a quienes escriben. Á.C.
Antonio Soler acaba de publicar Sacramento (Galaxia Gutenberg), una novela con toques de memoria personal y crónica social en la que reconstruye el caso de don Hipólito Lucena, sacerdote malagueño que, a lo largo de la década de los cincuenta, se dedicó a seducir a las feligresas en el confesionario y a celebrar orgías sobre el altar de la parroquia a la que había sido asignado. Pero esta no es únicamente la historia de obseso sexual, sino también la de un hombre que, mientras hacía obras caritativas con una mano, con la otra montaba una secta herética que le llevó a ser encerrado en una cárcel del Vaticano durante veinte años.
Así pues, Soler es ahora mismo un experto en la España que defendía el catolicismo como guía moral y que, sin embargo, a menudo no predicaba con el ejemplo. “A finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, corrían todo tipo de rumores y fantasías disparatadas que incluso salían en la portada de los periódicos serios –recuerda el autor–. Por ejemplo, se hablaba constantemente de avistamientos de platillos volantes y también de perros que enloquecían al escuchar jazz. Y la gente tenía que interpretar la realidad a través de unas noticias que lo mezclaban todo. En ese sentido, no es de extrañar que la Iglesia aprovechara esa credulidad en beneficio propio”.
Antonio Soler proviene de una familia de tradición republicana que, sin embargo, terminó matriculándolo en el colegio que regentaban los Padres Agustinos de Málaga. Haber sido criado en un ambiente ateo pero educado en otro católico ha permitido al autor navegar entre dos mundos, así como apreciar lo valioso de cada uno de ellos. “La historia de la religión siempre ha sido pendular: hay una época de ateísmo y luego otra de devoción –dice–. No debemos olvidar que, antes del franquismo, tuvimos la quema de iglesias. Y tal vez ahora estemos entrando en otra fase del péndulo. Aun así, está claro que culturalmente todos somos cristianos, incluso los que lo rechazan. Esto se ve claramente en el hecho literario: quienes no conocen la Biblia, tienen una laguna enorme”.
Aun así, el autor se muestra tajante en un último aspecto: “Muchos de los que alzaban el brazo durante el franquismo votaron al PSOE y se hicieron ateos. Pero algún tiempo después regresaron a sus orígenes y empezaron a apoyar al Partido Popular. Queda demostrado, pues, que la gente cambia de opinión según corren los vientos. Por eso, prefiero no fiarme ni de los que dicen que son creyentes ni de los que aseguran lo contrario”. Á.C.
Imagen: María Corte