Jueves, 21 de noviembre de  2024



Català  


La contracultura catalana de los 70 revive en Madrid
acec25/10/2022



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Los años setenta marcaron una transición, actualmente, inimaginable. Las garras del autoritarismo se cernían sobre la población que, ansiosa, impulsiva, se abrió camino hacia el edén a través de la cultura. Ese espíritu subversivo, forjado en los hornos de la dictadura franquista de aquella década, es lo que nos presenta la muestra Underground y contracultura en la Cataluña de los 70, visible hasta el 12 de febrero de 2023 en el CentroCentro de Madrid.


Profanar la primera sala de la exposición es como hundirse en un videoclip de los Grateful Dead. Todo rezuma paz, amor y LSD. Precisamente los ingredientes que sazonaron los primeros hitos de la psicodelia en España, como el festival de Granollers de 1971, donde grupos como Fusión, Sisa o Maquina! dieron los primeros coletazos musicales de una cultura, la hippie, que llevaba ya media década dando la nota en Ibiza.


Aunque Underground y contracultura en la Cataluña de los 70 dice centrarse en la región catalana, ello no le impide tener un cariz muy nacional, que también muestra la importancia de las influencias extranjeras, principalmente británicas y norteamericanas. Se cita, por ejemplo, a Allen Ginsberg, uno de los padres de la Beat Generation, de quien se recuerda su concepción de estar: «Condicionados por un círculo de ‘dinero-máquina-coche-banco-TV-familia-oficina-avión’ que no nos deja ver el círculo de la existencia». Una cita a la que, si hoy añadimos ‘smartphone’ y ‘redes sociales’, se mantiene de lo más actual.


«Aquellas publicaciones fueron almanaques de conocimiento prohibido en una España todavía domesticada por el franquismo»

Para llegar a esa información, en la era analógica de los setenta, se recurría a las revistas o los fanzines, mucho antes de la televisión para todos y no digamos ya de internet. A este fin, publicaciones como Gay & Company, o fanzines como Bazofia, exhibidos en la sala, fueron almanaques de conocimiento prohibido en una España todavía domesticada por el franquismo. Mucho se ha hablado de la movida madrileña y demás eclosiones culturales nacidas a partir de 1978 y 1979, pero nuestro país no fue durante los años previos de la década setentera ese páramo rígido, pobre de cultura, vicio e inhibición que se ha vendido como imagen generalizada. Esta exposición da buena fe de ello.


Y es que no hay como seguir avanzando por las distintas salas, tapizadas por dibujos y recortes de periódicos, para darnos de bruces con imágenes de espacios como la Zeleste, sala de conciertos barcelonesa que, a partir de su inauguración en 1973, fue todo un referente contracultural (con todos los peligros que eso entrañaba), o de festivales como el Canet Rock, que si alguien afirmara son instantáneas de Woodstock 1969, sería difícil de rebatir.


Llegado el momento, desvirgamos, como dirían los protagonistas de esta exposición, todo el apartado dedicado al cómix (fórmula underground de llamar al comic tradicional) y a la experiencia visual. Aquí entra al terreno de juego la revista que fue el motor, mejor dicho, el combustible, de toda esta revolución: Ajoblanco. De hecho es Pepe Ribas, fundador de la revista, quien ha comisariado esta muestra. Ribas declara, para THE OBJECTIVE, que: «Se trata de una muestra que huye de la nostalgia. Presenta a una generación que tuvo la osadía de crear un mundo nuevo, que es el de muchas de las libertades actuales. La exposición ha interesado mucho a la gente joven porque se ve reconocida».


Una afirmación que, paradójicamente, es de extrañar, porque desmenuzando el contenido de las portadas e interiores de los distintos Ajoblancos, así como de la revista Star, parece imposible que cosas así sean publicables actualmente. Cuesta imaginar, en las publicaciones de hoy, artículos con temas tan trascendentes como ¿Esnifar Pegamento?, o ¿Darle un porro a tu madre?, con sesudos debates por parte del articulista para obtener respuesta a estos interrogantes, paralelos a entrevistas traducidas de Truman Capote a Andy Warhol. Por 45 pesetas, tanto Star, como Ajoblanco, abrían un portal a dimensiones desconocidas para muchos españoles, que seguro temieron más de un cinturonazo paterno por ello, y lo hacían por si fuera poco con un espíritu que nos resulta indigerible actualmente. «En los setenta lo que hubo fue la era de ‘los otros’», afirma Ribas «cantidad de artículos de entonces no están firmados, o están firmados por otros. La autoría viene con la Era del Yo, con la competitividad. En los setenta no hubo competitividad. Así termina la exposición, con el auge del narcisismo y la posesión. Hasta ese momento se compartía todo. Había gente que salía de casa y no volvía hasta el mes siguiente. Porque cada noche podía dormir en una casa distinta. Sólo importaba la comunidad. Como te decía, en Ajoblanco, muchos autores de comixs no firmaban y ni nos dábamos cuenta. No importaba la firma, sino el contenido». Algo que recuerda bastante a ese texto de Roland Barthes, La muerte del autor, para quien el creador no es más que el producto de toda la cultura que lo rodea y, por tanto, no debe caer en la egomanía de creerse poseedor de ella.


«La fagocitación de este fervor creativo por instituciones y partidos políticos lo llevó a la autocensura»

La muestra, si bien muy rica materialmente, no destaca por una composición demasiado original, aunque compensa su falta de espectacularidad en el eclecticismo temático. Más allá de la música, el periodismo o el cómix antes mencionados, también se abordan el comunitarismo político, la antipsiquiatría o la bisexualidad. En esta línea, Pepe Ribas reconoce la falta de identitarismos que existían en aquella época, hoy que todo pasa por ese filtro de autorreconocimiento. «Las identidades eran difusas. En las casas compartidas había orgías y nadie sabía si era gay, si no era gay, si era bisexual. Es decir, lo que importaba era la comunicación, las vibraciones y el compartir». Una idea demasiado hippie, ni que decir tiene, para un tiempo que se quiere demasiado a sí mismo como para comunicar sin imponerse.


El final de Underground y contracultura en la Cataluña de los 70 remata con alegatos contra ese individualismo que, aparentemente, acabó con todo. La fagocitación de este fervor creativo por parte de instituciones y partidos políticos lo llevó, sin remedio, a la autocensura y unas correas que le impidieron desbocarse como reclamaba su propia esencia. «A partir de 1978», concluye Ribas «empiezan a subir los precios y a imponerse el dinero. Con el 12% del sueldo de un cartero, antes, se podía alquilar un piso en el centro madrileño o de Barcelona. A eso hay que sumarle la desarticulación de cosas como los ateneos libertarios, que empezaron a ser territorios de mítines políticos de nuevos partidos. Ahí nace la cultura de la subvención. Es entonces cuando mucha música, comix, etc., se institucionaliza y, por tanto, se comercializa, perdiendo así su independencia».


Una autonomía que queda reflejada en esta exhibición, aconsejable para quien vivió aquello y, tal vez más, para quien no.







   
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