Dejó escrito Guy de Maupassant que «nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad». Pareciera que, para el francés, la soledad tuviese una raíz más cósmica que humana, más propia del individuo en el universo que del individuo entre otros individuos. En Hombre solo, Eduardo Moga trasciende este concepto para expandirlo. Porque no puede interpretarse en sus versos la soledad como un estado unitario, sino como múltiples representaciones de una enfermedad tanto del cuerpo como del alma, si es que esta palabra puede seguir usándose aún. Y esta dolencia va en muchas ocasiones indefectiblemente unida al dolor hasta confundirse con él: «porque el dolor es inteligente, sabe dónde refugiarse para subsistir».
Hombre solo es un poemario prolijo, inmoderado; un poemario que sale de la entraña misma de la experiencia vital, y que no fabula. En sus 124 páginas se manifiesta como una explosión de verdad; de aquella que ha sido descubierta y padecida en cada día del año, en cada célula del cuerpo, en cada observación de un paseo. La enfermedad propia, esta vez sí física, la muerte de la madre, la ruptura matrimonial, la conciencia perdurable de la vulnerabilidad se desbordan en un conjunto de textos armados con la genuina y expansiva voz poética del autor: «Que otros se enorgullezcan/ de sus venturas, yo me jacto de mis tristezas». Por eso mismo, Hombre solo es, o al menos lo parece, la autobiografía de la soledad. De cómo se llega a ella, de cómo se permanece y se ancla en la vida misma hasta confundirse con ella: «No ha muerto aún la luz, pero se tambalea». Y lo hace por oposición, porque hubo un momento en que eso no fue así, en que el hombre era un ser social, un ser sexual y un ser compartido, un algo que ahora resulta llegar a otro estado de cosas e irremediablemente parece permanecer, quedarse como el agua pasa del estado sólido de la nieve al estado líquido del deshielo y lo hace, quizá, para siempre.
Eduardo juega para contarnos —ya lo hizo en anteriores poemarios—, con las formas, con las tipografías, con los cuadros de textos; en fin, con una visión no estática de lo que él entiende por la poesía y que aglutina todas las maneras del lenguaje. Los textos que encontramos en títulos como «Autobiografía sentimental» o «La garganta, engranaje exasperado» poseen en sí mismos una fuerza y una autonomía que darían para ser libros independientes dentro de esa poliédrica visión del tema principal o motor. La distribución capitular y no equidistante del libro no oculta la necesidad del poeta de identificarse con el versículo, a veces, poema en prosa. Cargado de originales imágenes y rico vocabulario, características propias de toda su poesía. Moga se identifica con una forma de expresión que no admite cortapisas ni limitaciones, sino más bien el ejercicio de escribir a tumba abierta, de desnudarse con el arma única que cuenta: la lengua. «Todo se entrelaza en un tapiz que pesa/ como el vacío. Y teje/ las frases que pienso;/ me teje a mí pensándolas,/ me arroja a esta hondonada que se alza/ como una ola, […]». El autor es un ser escribiente, su soledad es una soledad que solo puede escribirse para saberse: «El lápiz con el que escribo se me pega a los dedos. No puedo quitarme la ropa que visto».
Hombre solo abarca al hombre mismo; al ser mismo que respira y vive con todo su dolor y la dureza de la existencia, pero también con la irrenunciable tarea de vivir: «Siempre estoy en este cuarto abandonado/ y siempre voy conmigo». La soledad de este hombre se reconoce por la observación del científico que repara en los dedos de las manos, en las muñecas, en la cara, en el sexo, y también en las plantas del comedor o en los ojos verdes de la gata, que lejos de ser parte de la compañía son partes de esa misma soledad y sirven para testificarla o hacer de notarios de ella. La propia escritura es, a su vez, la soledad porque «escribo a pesar de las innumerables razones/ para no escribir».
La riqueza del libro, tanto en su unidad como en cada uno de sus capítulos, hace que resulte injusta cualquier desmembración o aislamiento. Cada una de sus partes daría para un examen individualizado, donde nos encontraríamos ponderadamente distribuida la exuberancia de la poética de Moga y la esencia de este estudio del hombre que observa su reclusión individual en el mundo. No obstante, se me antoja de justicia (y sé lo injusto que resulta) resaltar capítulos como «La madre», que son la vida misma, el descarnado equilibrio de la vida y la muerte, de la piel y la nada. Es la madre, su enfermedad y muerte, el motivo de un conocimiento profundo de su soledad, que es la del propio autor. En capítulos como este, la literatura cumple su función de ser nuestro espejo; aquel en que podemos vernos a nosotros mismos, absolutamente descalzos y tal y como somos. «Ventajas e inconvenientes del suicidio» nos sumerge en el inevitable empuje del hombre solo a cuestionarse sobre la necesidad o no de seguir viviendo. Pero no es sino un ejercicio intelectual del que se sirve el autor para arrastrarnos hasta su posición, para cumplir idéntica función de espejo a la mencionada en el capítulo anteriormente mencionado. El descorazonador último verso: «Me salen más ventajas que inconvenientes», en el que parece que suicidarse, después de todo, no es una opción descartable, es como esas frases dichas con la boca pequeña. Porque, a pesar del quirúrgico examen de la soledad que encontramos en estos poemas, la fuerza de vivir tiene su fundamento en la propia escritura del autor que parece decirnos viviré mientras escriba y, no obstante la crudeza del poemario, Hombre solo no está tan lejos del beatus ille de la Oda a la vida retirada de Fray Luis. Quizá solo, pero Moga piensa, luego existe.