Jueves, 21 de noviembre de  2024



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Alejandra Pizarnik no era lo que nos venden sus fans
acec13/2/2023



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Superados los 50 años de su muerte (septiembre de 1972), el interés por Alejandra Pizarnik no decae y aún quedan manuscritos inéditos entre los papeles depositados en Princeton. La publicación de su obra ha estado sometida a toda clase de titubeos y mojigaterías. Un dato elocuente: la primera edición de los Diarios (2003) tenía poco más de 500 páginas. La segunda, 12 años más tarde, tiene el doble, casi 1.100. ¿Qué agrega? Por ejemplo, las circunstancias del aborto al que se sometió en París, en octubre de 1963. Por ejemplo, las variadas referencias a la bisexualidad, minuciosamente expurgadas en la primera selección: “De todos mis encuentros con elementos lesbianos he llegado a ciertas conclusiones. Y no deben ser muy erradas pues conozco a las lesbianas más notables de la homosexualidad porteña” (diciembre de 1959). Es curioso, visto desde hoy: aquello que la pudibundez mantuvo oculto durante 40 años se ha vuelto el último fundamento de la imagen más explotada de Pizarnik: la poeta maldita, la solitaria sin acomodo posible, la que libra una doble lucha contra sus propios demonios y la incomprensión del mundo.


Se le atribuye la voluntad de ser una poeta maldita, algo que ella nunca expresó como ideal, para después negarle la posibilidad de serlo, a pesar de su obstinación
En nuestra época, renuente a la argumentación, las simplificaciones fructifican. Biografía de un mito es el subtítulo de la semblanza de Pizarnik a cargo de Cristina Piña y Patricia Venti (Lumen, 2022). La vaguedad es la tónica: “La Pizarnik biográfica se convierte en personaje y, a la postre, en mito de sí misma”. Como cualquier autor que haya escrito un diario, podría agregarse; y uno como el de Pizarnik, compuesto como parte de su obra. ¿Cuál es, precisamente, el mito Pizarnik? El de la poeta maldita: “El sufrimiento de Artaud, el silencio de Rimbaud, la locura de Nerval le confirman que el verdadero creador no puede separar vida y poesía. (…) Porque aquello que une a sus poetas admirados es lo que Verlaine llamó ‘malditismo’ y que, si bien en el poeta francés tenía una connotación más vinculada con el dandismo y con ciertos recursos poéticos, en la versión de los malditos que se fue elaborando a lo largo del siglo XX —y de la que es deudora Alejandra, a quien cabe considerar la primera mujer no europea entre los malditos— el acento está puesto, por un lado, en la ontologización de la palabra poética (…) y, por el otro, en la ruptura con todos los presupuestos burgueses, desde la sexualidad hasta el trabajo productivo”. Sintaxis y argumento: dos confusiones sumadas. Así rechina la extinción del noble oficio de corrector de estilo. Unas páginas más adelante: “Pizarnik seguía sin darse cuenta de que el modelo de poeta maldito había caído en desuso”. Peculiar procedimiento: se le atribuye la voluntad de ser algo que ella nunca expresó como ideal, para después negarle la posibilidad de serlo, a pesar de su obstinación.


La presencia en Pizarnik de la angustia, de la atracción por la muerte, unidas al suicidio a sus 36 años, favorecen la lectura superficial de una obra que, sin embargo, sigue viva gracias a su riqueza de modulaciones, de hallazgos formales, de búsquedas que superan lo confesional y —en su última etapa, como en La bucanera de Pernambuco— de obscenidad y juegos de palabras. La hermenéutica del suicidio (“Alejandra se disfraza de muerte y se borra a sí misma”; “los continuos desengaños la condujeron al abismo”, dicen las biógrafas) aplana todo sobre el eje del desacomodo, la tartamudez, el miedo. Lumen, el sello que controla el corpus entero de Pizarnik (además de los libros mencionados, la Poseía completa, Nueva correspondencia y Prosa completa), saca ahora un volumen de tapa dura, con texto e ilustraciones de la jerezana Ana ­Müshell, bajo el título significativo de Maldita Alejandra.


El prólogo, a cargo de Luna Miguel, empieza: “Ella creía que nadie amaba sus poemas (…) ninguno de sus altivos sueños pudo destruir la sensación de que, en realidad, ella no era nadie. De que su poesía no era nada”. Falso: Pizarnik fue plenamente consciente de su situación en un tejido literario vigoroso, como era el argentino de los años sesenta. Árbol de Diana (1962), por poner un ejemplo, se publicó en Sur —la editorial y revista de Victoria Ocampo, donde colaboraban asiduamente Borges, Murena, Silvina Ocampo, Alberto Girri— con prólogo de Octavio Paz. Difícil ocupar un lugar más central. En la primera mitad de esa década, cuando vive en París, establece una amplia red de corresponsales, promueve y publica poemas y críticas en varias revistas de Buenos Aires, Caracas, Madrid y París. Se escribe con importantes intelectuales franceses; en 2018 Mariana Di Ció editó su sustanciosa correspondencia con André Pieyre de Mandiargues. Claro que pasa por vicisitudes económicas, se muda muchas veces, tiene desengaños amorosos, vaivenes anímicos: es una vida de poeta.


El libro de Müshell, dispuesto en forma de diario, alterna una extensa glosa, en tono patético, de los poemas de Pizarnik y de la biografía de Piña y Venti con las confesiones de un yo femenino atenazado por las fobias, los psiquiatras y las benzodiacepinas. Como el subtítulo indica que se trata de “una metamorfosis con Alejandra Pizarnik”, en los dibujos hay muchas larvas, alguna crisálida, una estampa de Kafka, un bicho que despierta ocupando toda la cama. Variados retratos de la poeta, casi siempre fumando. Un gran Conejo Relojero. Si el texto habla de cocinar, la ilustración es de una mesa con plato y copa a medio vaciar. Ante todo, “me está ayudando mucho leer sus diarios, sus poemas, ¿sabes? Ella habla con naturalidad del miedo y del suicidio”. La poeta admirada como manual de autoayuda: fruta de nuestra estación.




   
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