El exilio es un concepto clave en la vida del filósofo y escritor Albert Camus (Mondovi, actual Dreán, Argelia francesa, 1913-Villeblin, Francia, 1960) y de la actriz María Victoria Casares (La Coruña, 1922-Alloue, Francia, 1996). Lo es también para la sublime historia de amor a la que juntos dieron forma. Como si el hecho de ser desprendidos del lugar en el que nacieron les condenara a una duplicidad vital: la vida truncada que, sin embargo, no deja nunca de desarrollarse; y la responsabilidad de vivir la existencia que el azar, el destino, la providencia o el absurdo les ha impuesto.
Palabras como ‘exilio’, ‘destierro’, ‘desierto’, ‘mar’ u ‘océano’ aparecen con frecuencia en la arrebatadora correspondencia entre el premio Nobel de Literatura y la que fue considerada como una de las intérpretes teatrales y cinematográficas más importantes del siglo XX, de quien a finales de 2022 se conmemoró el centenario de su nacimiento. De la misma manera que ella, hija de Santiago Casares Quiroga, ministro y jefe de Gobierno bajo la presidencia de Manuel Azaña, se vio obligada a exiliarse con su madre en Francia en 1936, a los catorce años; y a él la inestabilidad y la miseria de la Argelia en la que nació lo llevaron a la capital francesa, su amor está imposibilitado para desarrollarse en ningún otro territorio que no sea la imaginación, el deseo, el pensamiento y la escritura de estas cartas. Las publica la editorial Debate, con texto establecido por Béatrice Vaillant y traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Es en estos escritos donde la relación se hace más fuerte, donde adquiere todos los significados que la convierten en una fuente de energía y motor para la existencia de dos personas convertidas en leyenda.
Se han recopilado un total de 865 misivas, además de apuntes y anotaciones de cuadernos. La primera es una nota breve que él le dirige a ella para concretar un encuentro. Está datada en junio de 1944. El día 6 de ese mes habían coincidido en una lectura dramatizada, cuando María Casares era exalumna de la Escuela de Arte Dramático y había sido contratada por el teatro de Les Mathurins para actuar en El malentendido, de Camus. Desde 1942, él se encuentra separado de su mujer, Francine Faure, que es maestra en Orán y no ha podido viajar a París por la ocupación alemana. A finales de 1944, Francine regresa, María se aleja, y, en octubre, Camus escribe una desgarradora carta en la que se despide de la joven actriz pidiéndole «Que no se te olvide ser grande» y deseando «que mi amor te proteja». Dos años después la pareja vuelve a coincidir, de nuevo un 6 de junio, y retoman su relación, que ya no se vería interrumpida hasta la muerte, el 4 de enero de 1960, en un accidente de coche del autor de La peste. La última misiva es del 30 de diciembre de 1959: «Bueno. Última carta. Solo para decirte que llego el martes por carretera; subo con los Gallimard el lunes (pasan por aquí el viernes)».
La relación amorosa a la que le costaba ocupar una posición prioritaria en el acontecer del día a día de los dos personajes, parece ser, sin embargo, lo único que da sentido a sus vidas. Los escritos de ella permiten entender con qué pasión la actriz era capaz de desterrarse de sí misma para ser poseída por los sentimientos de los personajes que interpretaba. Acudimos con ella, noche tras noche a su representación de Dora en Los justos, de Camus, al raudal emocional que no controla al ser la portadora de un mensaje universal, pero también a los ataques de risa que se contagian entre los intérpretes sobre el escenario. Se muestra un temperamento desbordante, de una punzante ironía y de un gran talento para la escritura.
Las cartas, en su mayoría, están redactadas durante las separaciones a que obligan los retiros de él en zonas con climas propicios para tratar su tuberculosis, o bien durante las giras profesionales que cada uno ha de realizar por sus respectivas profesiones. Para no distanciarse, se obligan a escribirse cada día, compromiso que cumplirán los primeros de los casi dieciséis años que duró su relación. Ninguno de los dos es indiferente a cuanto sucede a su alrededor. Además de conocer la actividad cultural de la ciudad, podemos saber cómo respira el París de los cincuenta, con huelgas que conseguían paralizar la capital; el clima prebélico con la omnipresente amenaza de la bomba de hidrógeno, o las presiones del Partido Comunista para conseguir adhesiones a sus manifiestos entre los escritores, directores, dramaturgos y actores.
Ella deja constancia de su contacto frecuente con movimientos de republicanos españoles, incluso con Juan Negrín, quien fuera presidente del gobierno de la Segunda República. También aparecen asociaciones e iniciativas de apoyo a los represaliados por el franquismo que cuentan con el apoyo y la admiración de Camus, con ascendencia familiar española. Otros conflictos, como la situación política y social en Argelia o su enfrentamiento con la intelligentsia francesa, pertenecen más íntimamente al escritor, aunque no deja de compartirlos con su amante. Los dos sufren crisis anímicas y nerviosas, lagunas de fe en su trabajo y en la creación, pero también somos testigos de la culminación de la carrera de ella, a la que seguimos en sus giras por América, Europa, la URSS y el norte de África con el Théâtre National Populaire; así como de la consagración y la recepción de los libros de él, considerado uno de los principales representantes de la filosofía del absurdo, con la concesión del Nobel en 1957. No faltan tampoco los celos, las ausencias tan absorbentes como los encuentros de los amantes, o los respectivos flirteos con otras personas. A Camus se le atribuyen, además, en los últimos años de su vida, relaciones con la actriz Catherine Sellers y con la danesa Mette Ivers.
La correspondencia fue publicada en Francia en 2017 por la editorial Gallimard, el sello habitual de Camus, supervisadas por su hija, Catherine –gemela de Jean, el otro hijo del escritor–. Se las había vendido Casares y la hija del Nobel se decidió a publicarlas para evitar que se difundiera una copia no autorizada que alguien había conseguido en el entierro de la celebérrima actriz.
No todos los seres humanos están llamados para el heroísmo, ni a convertirse en leyenda o receptáculo de «todo el amor del mundo». Por suerte, para asomarse a esos abismos, la literatura propicia construcciones apabullantes como esta