Algunas mujeres duras en la literatura
Quizá, con este título, habrá lectores que imaginarán que vamos a hablar de literatura sobre la cotidianidad femenina, el pensamiento de las mujeres y sus problemáticas, con personajes que ahonden en la condición del género. Y, si bien es cierto que es así —al menos en cierta medida—, deberíamos discernir exactamente de qué trata esa supuesta cotidianidad, pensamiento, problemáticas o condición de ser mujer.
Entre mis últimas lecturas he disfrutado sumergiéndome en dos novelas publicadas por La Biblioteca de Carfax. La primera es Acércate, de Sara Gran, que tal como dice Mariana Enríquez, tan acertada en su prólogo, rompe con esa idea de la mujer que ha de ser salvada por el hombre, con la historia de posesiones narrada por un exorcista masculino.
Sí, estamos ante una historia de mujer poseída, o eso pensamos y cree la protagonista, porque así puede ser. Pero ese no es el punto más importante, sino las pasiones y anhelos de la protagonista, las cadenas que caen y liberan algo que preexistía, la locura y el horror contados desde el punto de vista de quién lo padece, sin victimismos, con toda la visceralidad de la que sólo una mujer es capaz.
Así pues se trata de la narración de una posesión, desde los instantes previos a los sucesos como tal, hasta las últimas consecuencias, jugando con flashbacks y toda la parafernalia demoníaca —desde los golpecitos en las paredes a los lapsus y apariciones—, pero lo leeremos desde la voz de su protagonista, es decir, de la poseída, sin filtros externos.
La segunda es Crímenes reales, de Samantha Kilesnik, un libro cruel que te desangra página a página, donde es difícil empatizar con los personajes y a la vez sufres por ellos de una manera cruda, animal. Quieres venganza y al mismo tiempo que paren. Buscas su redención, pero no puedes dejar de ver los gusanos que se deslizan bajo su piel. Una historia narrada desde la voz de una niña que nunca lo ha sido, sobre cómo los demás pueden generar el horror futuro a través del dolor presente.
Aquí, la autora mastica y escupe los arquetipos de la madre y de la doncella, destruye por completo la imagen hogareña y protectora, y juega con el pensamiento retorcido del lector. Es una historia de supervivencia, pero también de lo que queda en el hipotético caso de seguir con vida después de que el horror te alcance, de lo que surge en ese proceso, de la feminidad como monstruo que devora lo que lo rodea, que engendra y mutila otras bestias.
Una novela que nos muestra a la mujer en distintas etapas y posiciones dentro del organigrama social y la escala de valores: niñas violentadas y rescatadas, madres asqueadas y asesinas, putas huidizas y víctimas, esposas abnegadas tras una máscara…
La mujer siempre ha estado bajo el yugo de las religiones patriarcales, que han disfrutado a sus anchas marcando cuál era su lugar en el organigrama y porqué, puesto que para el cristianismo —por poner un ejemplo que nos queda cercano por los textos tratados— son portadoras del pecado, marcadas para siempre con la sangre y el dolor.
Mas, ¿por qué la mujer fue estigmatizada? Tanto Lilith como Eva se revelaron, una dijo «No» y la otra prestó oídos a una serpiente —en otras culturas símbolo de sabiduría y de conexión con la tierra y el cosmos, pero que en el cristianismo representa al demonio, encarnación del mal— y decidió probar un bocado del árbol del conocimiento.
En resumen: ser fiel a una misma, respetar tus propios límites y cuerpo, y querer saber más sobre el mundo y aquello que te rodea son motivos suficientes para tachar a la mujer de la ecuación y convertirla en un complemento silencioso del hombre, un adorno floral que dé hijos y planche camisas.
No sólo la limitaron en acciones, sino en conocimiento, pues una mujer libre y autónoma es peligrosa porque rompe con el orden establecido. Crearon un modelo de Eva y evitaron que se acercara siquiera al árbol del conocimiento, la confundieron y engañaron, externizaron sus impulsos naturales hacia algo maligno, ajeno a ella misma. Pues la mujer diabólica es aquella a la que no puedes controlar, que se comporta de forma errática y no sólo huye de los cánones, sino que conoce y subvierte la norma a conciencia.
La mujer no era un ser humano, tampoco un animal de la madre tierra, sino una imagen hermosa, frágil, maternal y confinada al hogar, allí donde pertenecía, mientras su dueño, el hombre, vivía extramuros, batallaba, trabajaba y estudiaba.
Pese a que eso sólo fuera una fotografía sin trasfondo real, pues la mujer nunca se ha sentido cómoda en su encasillamiento y ha encontrado la manera de rebelarse —la tacharan de lo que la tacharan—, ese arquetipo fue calando en el inconsciente colectivo convirtiéndola en el sexo débil, en la víctima de lo demoníaco y del asesino en serie de los slasher, en aquella que precisaba del hombre para, no sólo subsistir, sino sobrevivir e incluso pensar.
Y de este modo la mujer ya no podía ser mala por sí misma, debía haber algo que la hiciera así, ya fuera una enfermedad mental, el sufrimiento profundo de la pérdida, la coacción de otro ser humano o el propio demonio. ¡Y cuántos libros y películas han nacido de esta idea! El exorcista, de William Peter Blatty —uno de mis preferidos, he de decir— es un ejemplo. La doncella, el símbolo/sujeto femenino no cuenta su historia, es muda, sólo un objeto sufriente al que se debe salvar. Y, por supuesto, un hombre cuenta la historia y dará su vida, si es necesario, para rescatarla del dragón.
Sin embargo, como ya he comentado, muchas han sido las que se han desencasillado y han hablado abiertamente de la herida, de mujeres fantasmales y bestiales, desde El papel pintado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman, para hablar del embarazo y del posparto, de la supuesta histeria femenina y el encierro “por su bien”, a La cámara sangrienta, de Angela Carter, y La pequeña pasión, de nuestra querida Pilar Pedraza, para narrar los deseos no aceptados, la carnalidad demonizada y el cuerpo/mente acallado por miedo y etiquetas, por aquello que es correcto.
Ellas, junto a muchas otras —de las que ahora no puedo hablar por falta de páginas—, clavaron su bandera en la carne del dios que nos había marcado y reivindicaron el derecho a ser, gritar y morder. Y sí, fueron apocadas por aquellos que debían salvarlas de sí mismas. Ya se sabe que una mujer no sabe lo que se dice y no es capaz de escribir verdadera literatura.
Ya hace años que proliferan las voces femeninas que invocan al monstruo que los otros les dicen que son, a aquello que se espera de ellas sin querer decirlo en voz alta para no romper el hechizo del cuadro. Y ya no me refiero a autoras que podemos considerar clásicos del género —¡Gracias por recuperar y ensalzar a todas esas titánides maravillosamente oscuras y crueles!—, sino escritoras actuales, con ideologías y voces que quiebran las convenciones y piden el lugar que pertoca a las mujeres dentro de las criaturas de la noche y, a veces y si les apetece, del día.
Esta es una escritura de la compulsión y los deseos, donde los sueños frustrados y la rebeldía contra los prejuicios y las normas dadas se convierten en pilares, y el mundo y deseos masculinos impuestos sobre las mujeres son aquello que hay que destrozar, rasgar, eviscerar y devorar.
Es escritura que nace de las entrañas, de la Pesadilla —de la Bruja—. Ellas son oscuras, directas, sucias y simbólicas. Iconos, retales y conjuros que podemos encontrar en Els fils del mar, de Inés Macpherson —publicada por Spècula Llibres—, y en Te di ojos y miraste las tinieblas, de Irene Solà —con Anagrama—, dos autoras que también nos hablan desde la voz de la criatura femenina, desde los golpes que ellas reciben por su belleza y por su bestialidad innata, por su conexión con la tierra y el mar, por todo aquello que la sociedad no quiere aceptar ni ver, y por ello acalla… Pese a que sí hay quien escucha siempre, demonios y dioses antiguos, que nunca han abandonado a la mujer.
En Els fils del mar, las féminas muestran su rostro animal en busca de libertad, persiguiéndose a ellas mismas y a aquello que les han robado. Como en Crimenes reales, no sólo son los hombres quienes tratan de atarlas a la tierra y al interior de los hogares, a los matrimonios y a las tradiciones, sino que otras mujeres se añaden al juego de poder y dolor. Reaparece así la bestia que crea y devora a otros monstruos que ella misma ha engendrado. Y la sangre, la sexualidad acallada, la creatividad y la belleza salvaje se mezclan con el oleaje y la sal.
En Te di ojos y miraste las tinieblas, encontramos a una familia de mujeres que se pierde en el tiempo por el anhelo de obtener aquello que el mundo dice que debería querer, aquello que ella codicia, la primera, la bruja, la sucia que pacta con el demonio. Pero también trata sobre su ingenio e inteligencia retorcida, sobre el engaño que puede generar, o degenerar, en una casa y en todas las vidas que nacerán, crecerán y morirán en ella.
Y es que, por mucho que nos hayan querido hacer creer, las féminas pueden ser monstruos hermosos y repugnantes, con la capacidad de ser buenas y también terroríficas, con una creatividad que no necesita del paraguas de nadie, pues crece en cualquier clima, y su cotidianidad, pensamiento, problemáticas y condición pueden llegar a ser más crueles de lo que nadie imaginaría.
Porque, como en las cacerías salvajes encabezadas por Hela, las mujeres pueden bañar la tierra de sangre y cabalgar por la tormenta. La historia y la sociedad ha enseñado a las niñas a temer, a esperar el dolor, mostrándoles qué padecerán, obligándolas a abrazarlo como parte de su ser y sino. Y al final, ¿qué hay más femenino que la sangre, las vísceras, el sexo y el dolor?
La literatura femenina es la literatura de lo otro, lo no-civilizado, de lo que surge del bosque, salvaje y furioso, son valquirias, bacantes, ménades que bailan en un frenesí donde la posesión es un momento clave, álgido, de éxtasis. Una posesión que viene del interior, no externa, algo que ya está dentro porque ha sido mamado desde la infancia, porque viene de la naturaleza y de la memoria genética.
Profundicemos, entonces, en la naturaleza femenina real, no en la impostada. Leamos lo que las mujeres han de contar desde lo que son y no desde lo que deberían ser, desde sus misterios y enigmas, con sus juegos de ingenio y tretas para sobrevivir y destacar en un mundo que no es suyo.