La poeta neoyorquina Louise Glück, premio Nobel de Literatura en 2020, murió este viernes a los 80 años, según confirmó a la agencia Associated Press su editor en Farrar, Strauss & Giroux, Jonathan Galassi. No estuvieron de inmediato claras las causas de su fallecimiento. Sí, que la noticia causó una honda conmoción en las letras estadounidenses: Glück, dueña de un estilo claro y honesto y de una obra que no evitaba mirar de frente al dolor y los traumas familiares, era una de las poetas más queridas del país y la primera compatriota en lograr por sus versos el máximo galardón mundial de las letras desde T. S. Eliot en 1948. También sirvió como poeta laureada de la Biblioteca del Congreso entre 2003 y 2004, y el presidente Barack Obama la distinguió en 2016 con la medalla nacional de Humanidades.
Profesora en la Universidad de Yale, atesoró todos los premios posibles en su país: desde el Pulitzer por El iris salvaje (1992) hasta el National Book Award por Noche fiel y virtuosa (2014). En 2020, además, fue galardonada en Estocolmo con el Premio Tranströmer, promovido en memoria del escritor sueco, compañero de panteón literario fallecido en 2015. La Academia Sueca justificó la decisión de concederle el Nobel aludiendo a “su inconfundible voz poética, que, con una belleza austera, convierte en universal la existencia individual”.
Nació y creció en un un suburbio de Long Island, y debutó en 1968 con el poemario Primogénita, obra en la que ya reclamó su linaje de escritora en la estirpe confesional de Sylvia Plath, Emily Dickinson o Robert Lowell. En sus 15 libros (13 de ellos, de poemas, más dos colecciones de ensayos), habló de la infancia y la familia, de la soledad y la muerte. Fueron publicándose poco a poco en español, primero por la editorial Pre-Textos, y una vez hubo obtenido el Nobel, por Visor. Algunos de ellos, también en catalán, euskera o gallego. El último, de 2021, lleva por título Recetas invernales de la comunidad (con la traducción de Andrés Catalán) y se lee, ahora más que nunca, como un revelador tratado sobre la vejez y los finales.
En uno de los poemas ahí incluidos, Pensamientos nocturnos, Glück escribe: “Nací hace mucho tiempo. / Ya no queda nadie vivo / que me recuerde de bebé. / ¿Era un bebé bueno? ¿Uno / malo? Salvo en mi cabeza / ese debate ha quedado / silenciado para siempre. (...) Qué lástima haber empezado / a hablar, perdiendo la conexión / con ese recuerdo. ¡El amor de mi madre! / Demasiado pronto surgió / mi verdadero yo, / robusto pero amargo, como un despertador”.
Nieta de judíos húngaros emigrados a Estados Unidos, creció en el estudio de la mitología griega, que inspiró algunos de sus mejores versos. También se relacionó con familiaridad con los episodios de la Biblia, como demuestra el hecho de que bautizara a su hijo con el nombre de Noah (Noé). Su padre contribuyó a la invención del cuchillo de precisión X-Acto, una suerte de escalpelo que sirvió a los críticos perezosos para alabar la precisa manera en la que la hija empleaba el lenguaje en sus versos.
La voz definitiva
Siempre supo que quería escribir, aunque también coqueteó con la idea de ser actriz. Lo desechó rápidamente, según contó en una de sus escasas entrevistas, concedida en 2012, año de la publicación de su poesía reunida, que llegó en el momento exacto y se convirtió en un raro acontecimiento editorial en Estados Unidos.
En aquella conversación, Glück (pronúnciese glick) también reflexionó sobre la conflictiva relación que tuvo con su madre, a la que se enfrentó de una manera traumática, manifestada en una anorexia nerviosa de la que escribiría en los versos de Dedicación al hambre. “Necesitaba quitármela de encima”, afirmó sobre sella. “También sentir que mi cuerpo era distinto al de los demás. Durante un tiempo me pareció una estrategia maravillosa: me convertiría en un alma pura, liberada de las limitaciones de la carne. El problema es que te mueres, y yo no tenía impulsos autodestructivos. Estaba intentando crear mi propio yo”. Llegó a pesar 34 kilos. Y fue el psicoanálisis, confesaría después, lo que le acabó salvando la vida.
Su segundo poemario, titulado La casa en el marjal, se publicó en 1975 y supuso un poderoso paso adelante, aunque luego contara que le costaba verse en aquella poeta bisoña de los inicios. “Siempre he tenido esa forma de pensamiento mágico: detestar mis libros anteriores como una forma de seguir adelante”, dijo en cierta ocasión. En una entrevista de 2009, fue escéptica con su propio éxito: “Cuando me dicen que tengo un gran número de lectores, pienso: ‘Oh, genial, voy a convertirme en [el popular poeta del XIX Henry Wadsworth] Longfellow’: alguien fácil de entender, que agrada, una fórmula diluida al alcance de muchos. Y no quiero ser Longfellow. Lo siento, Henry. Aprendo de los elogios, que me parecen más bien señales sobre los defectos de mi trabajo”.
Fue en la década de los ochenta, y, especialmente, en la de los noventa, cuando dio definitivamente con su voz. El triunfo de Aquiles le valió el premio de la Crítica en 1985. De 1990 es uno de sus clásicos mayores, Ararat, irónico ajuste de cuentas familiar. La década la selló con el formidable Vita Nova, una sombría reflexión sobre la ruptura amorosa. Sus reflexiones sobre al arte poético las reunió en los volúmenes de ensayos Pruebas y teorías (1994) y Originalidad Americana (2017), que Visor juntó este año en un solo tomo.
En la no ficción se ocupaba de la educación del poeta, de la excepcionalidad estadounidense (”Somos una nación de convictos fugados, hijos menores, minorías perseguidas y oportunistas”) o se revolvía contra la crítica. En el primero de los dos libros, escribió: “Estoy desconcertada, no emocionalmente sino lógicamente, por la determinación contemporánea de las mujeres de escribir como mujeres. Desconcertada porque esto parece una ambición limitada por la concepción existente de qué, exactamente, diferencia a los sexos. Si existen tales diferencias, me parece razonable suponer que la literatura las revela, y que lo hará de manera más interesante, más sutil, en ausencia de intención”.
Era una mujer alérgica a los focos, y no le gustaban las entrevistas. Hizo una rara excepción la mañana en la que recibió una llamada desde Suecia para comunicarle que era la primera escritora estadounidense en recibir el Nobel de Literatura desde 1993 (Toni Morrison). Atendió al entrevistador un par de minutos solo; no quería aplazar más el placer matutino de tomarse un café caliente. Le dijo: “Lo primero que pensé fue: ‘Me voy a quedar sin amigos’. Porque muchos son escritores”. También confió en que al fin podría pagar la casa que quería comprarse en Vermont. Se mostró preocupada por si la fama iba a apartarle de sus rutinas. Después, el entrevistador le pidió que desgranara la relación en su obra entre experiencia vital y escritura. Glück se excusó: “Ese un tema demasiado grande y aquí es muy temprano por la mañana, apenas son las siete”.
Recogió aquel mes de diciembre el premio en su casa de Cambridge (Massachussets), lejos de la clásica solemne ceremonia en Estocolmo y escondida tras una mascarilla oscura. El suyo será recordado como el Nobel del confinamiento.
Hacía gala de su rapidez escribiendo, estudió en unas prestigiosas universidades (Columbia o Sarah Lawrence), y enseño en otras (Yale o Stanford). También desempeñó los más diversos trabajos, de secretaria a maestra en una escuela de cocina, que fundó junto a su segundo marido, John Dranow, padre de su único hijo. Además de este, a Glück la sobreviven dos nietos.