El escritor y fotógrafo barcelonés ofrece una nueva entrega del relato de su viaje por mundos mágicos, un periplo también vital y de conocimiento
Después de El impulso nómada (2021), Jordi Esteva reemprende la narración de sus memorias vitales y de viaje, centrándose en aquellos mundos mágicos y olvidados que pudo conocer. Desde la isla de Zanzíbar a Mombasa, pasando por la remota Socotra, en Yemen.
La aventura personal se lee como una novela, narrada por un antihéroe que se desnuda y tiene el valor de reconocer cuánto le hunde la ciudad o estar inmóvil, aunque sea trabajando en una revista cultural tan divertida y excitante como Ajoblanco . Conmueven confesiones como la de celebrar una jornada entera con Leonard Cohen, más allá de si su retrato llegara o no a la portada de la revista.
Esteva habla desde esas ansias de vagar que a muchos nos alcanzan. No es viajar como huida, si no para encontrarse, con uno mismo o con el otro. El libro es una carta de amor a esos mundos desconocidos que tanto nos enseñan. Hoy que todas las grandes ciudades poseen los mismos centros, con idénticos comercios y calles serializadas, es bueno recordar que otros mundos son posibles.
Los capítulos de V nos llevan a rituales de iniciación, al bosque sagrado o al encuentro con la diosa del agua. En Costa de Marfil, por la fiesta de la Abissa, se reunían en torno al rey los siete clanes de los n’zima, pertenecientes al grupo akán para celebrar la llegada del año nuevo. Así, siguiendo esa perenne sabiduría de las mal llamadas sociedades primitivas, se renovaban los vínculos con los ancestros, se contemplaban las faltas cometidas por uno mismo y se pedía a los genios prosperidad para el siguiente ciclo. Fiestas contempladas como rituales de la verdad, donde los espíritus forman parte de lo cotidiano. África se presenta como uno de los últimos lugares no globalizados del planeta, un reducto de tradiciones ocultas que revelan la naturaleza del ser humano, antes de convertirse en avatar de un matrix que nos confunde. Vagar en el dharma para devenir seres humanos, curiosos e inquietos.
Descubrir lugares donde el tiempo es antiguo y lento, como en aquel calor del fuego en los altos de Al Haggar, en la isla de Socotra. Paraísos remotos donde reencontrarse a uno mismo, sintiendo que las barreras se disipan. Tendemos a etiquetar y diferenciar, pero cuando uno viaja, aprende a comprender. En ese contexto, la cámara testimonia sensaciones, estados de ánimo y geografías, mientras la pluma fija lo que uno lleva dentro. Así nace la escritura de Esteva, como sucede con casi todos los grandes escritores de viajes, un género que cada día gana más adeptos.
El fotógrafo de lo efímero
La vida de Jordi Esteva ( Barcelona, 1951) ha estado marcada por su amor al viaje y a la fotografía bajo un tema recurrente: testimoniar los mundos que desaparecen. Desde aquellos pastores de la isla de Socotra, que todavía vivían en el paleolítico, haciendo el fuego con las manos, a los razis de Egipto, su eje temático y motivación creativa ha sido la de fijar con su cámara aquello que se va. Su método parte de la confianza con el sujeto y el entorno. Así, el trabajo de campo puede durar un mes, antes de tener la amistad de la tribu. En muchas ocasiones, esto ha pasado por tener el permiso de los espíritus. Son ellos los que deciden si el fotógrafo puede intervenir. Por fortuna, Esteva siempre ha tenido su beneplácito para trabajar con su cámara analógica. Siempre con un objetivo de 50 mm, ese que mejor reproduce el ojo humano. Su mirada limpia, pero con cierto grano y un gusto por los blancos quemados, ha dado pie a exposiciones y documentales como Socotra, la isla de los genios (2016) o El retorno al país de las almas (2011). Hoy prepara otro documental, revisa sus libros y acaba de abrir un canal en YouTube (Quiero contar historias).
Hacia la mitad de su diario, nos confiesa cómo cambia su manera de trabajar. En su primera época, cuando visitaba los oasis africanos, se limitaba a capturar imágenes. Más tarde, después de sus años codirigiendo la revista Ajoblanco (1987-1993), aprendió a entrevistar, a escuchar y a sintetizar. Surge así la vocación por narrar historias de sociedades y de seres humanos.
Ese es probablemente el verdadero viaje. Permanecer para formar parte y comprender. No la contemporánea superficialidad de la fotografía como trofeo. No obstante, para ello hay que abandonar la condición de turista y convertirse en viajero. Alguien que vive de ello o hace de su vida, un viaje. No siempre es posible. Jordi Esteva parece haberlo logrado. Tanto sus libros como sus documentales o exposiciones dan muestra de ello.
En su primera época se limitaba a captar imágenes. Luego surgió la vocación de narrar historias
En el último capítulo, nos regala una de esas crudas realidades que vivimos los viajeros hoy en día. Tiene que ver con la crisis de los dos mundos, ese momento en el que regresas a casa y sientes que todo ha cambiado, o tal vez tú eres quien no es igual. “Resulta curiosa la sensación de llegar a una ciudad donde nunca me había sentido extraño y caer en la cuenta de que han transcurrido los años y ya no tengo un teléfono al que llamar… Me ocurre incluso en Barcelona donde nací, cuando ya no encuentro las tiendas o cafés que pensaba que jamás desaparecerían y que la hacían tan especial. Calles y plazuelas del barrio Gótico que asocio con aventuras nocturnas o con personajes queridos y excéntricos que ya no existen.”
Cada día es más difícil sentir el hogar. Igual como dice Matsúo Basho en sus Sendas de Oku (1694), la respuesta pasa por comprender que todos los días son viaje y nuestra casa misma es viaje.