En diciembre de 1973, Alexandr Solzhenitsyn publicó el primer volumen de una obra que está a la altura de «Trilogía de Auschwitz», de Primo Levi, y por la que el Premio Nobel fue detenido por la KGB y enviado a prisión
Alexandr Solzhenitsyn visitó España en marzo de 1976 y fue entrevistado en TVE por José María Iñigo para su programa «Directísimo». Tras hablar de los crímenes soviéticos, comentó que le sorprendía que, a diferencia de la URSS, en España se pudiera viajar libremente, leer prensa de otros países o hacer fotocopias sin pedir permiso. Aquello hizo sonar las alarmas de algunos. El ruso decía que era peor la dictadura comunista que la franquista. Intolerable. Los izquierdistas españoles vieron en Solzhenitsyn a un enemigo, a un tipejo infame que venía a manchar con la realidad incontrovertible su relato del paraíso comunista. Juan Benett, que tenía entonces 50 años y ya no era un crío, publicó un artículo para mostrar ese repudio diciendo «creo firmemente que mientras existan gentes como Alexandr Solzhenitsyn (...) deben perdurar los campos de concentración (...) un poco mejor custodiados a fin de que personas como Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco más de educación no puedan salir a la calle. Pero una vez cometido el error de dejarles salir, nada me parece más higiénico que las autoridades soviéticas (...) busquen el modo de sacudirse semejante peste».
Eduardo Barrenechea, subdirector de «Cuadernos para el Diálogo», una publicación emblemática de la época, insinuó que Solzhenitsyn era nazi al decir que en la entrevista doblada «¡No sé si añadiría también en ruso algo de Heil Hitler!». En la revista «Triunfo», de izquierdas, se publicó un artículo titulado «Operación Solzhenitsyn» para denunciar la «propaganda antidemocrática» de TVE, usando a un escritor ruso que era un «profesional del anticomunismo» al servicio de EEUU y de la CIA. Juan Marsé, un novelista que tenía entonces 43 años, publicó en la revista «Por favor» en abril de 1976 un artículo titulado «Solzhenitsyn, chorizo de las letras», en el que decía que el ruso era un «absoluto sinvergüenza». Montserrat Roig, feminista del PSUC, escribió que el ruso era un «cómico de pueblo (...) pagado por una alianza de señores feudales». El semanario «Personas», publicación progre apuntada al destape, dijo que el ruso era un «paranoico clínicamente puro».
Solzhenitsyn había contado a José María Íñigo los efectos de la «desalmada religión telúrica del socialismo» que se ganaba los «espíritus jóvenes» dando una «engañosa claridad». En 1937, apuntó el ruso, mientras en España los comunistas decían que querían salvar al pueblo, en la URSS se fusilaba un millón de personas al año. «Vosotros no sabéis qué es el comunismo» ni qué es una «dictadura» a pesar de Franco. «En nuestro país –la URSS– nos encontramos como en una cárcel». Tenía razones para tal afirmación. Su libro se basó en más de 200 entrevistas a supervivientes de los campos de trabajo soviéticos. Solzhenitsyn ya había pasado por uno como consecuencia de haber criticado en una carta privada a Stalin en 1945. Dijo que el «Padre de los Pueblos» no era un buen militar. Fue condenado a trabajos forzados por haber cometido un «crimen contrarrevolucionario». Le aplicaron el famoso artículo 58 del Código Penal comunista que sirvió para las purgas.
Alexandr fue de un campo a otro, cada vez más duro, hasta que le diagnosticaron cáncer en febrero de 1953. Al mes siguiente, un dos de marzo, murió Stalin, lo que salvó la vida al escritor. Los gerifaltes comunistas decidieron remozar el régimen, y para ello era necesario renegar de Stalin. Pusieron en marcha el Tribunal Supremo, que se dedicó a liberar a presos políticos. A su salida, en 1956, Solzhenitsyn escribió una novela con sus vivencias carcelarias a la que tituló «Un día en la vida de Ivan Denísovich». La obra fue utilizada por Kruschev para demostrar la supuesta apertura y el inicio de una nueva época, así que permitió su publicación en diciembre de 1962. Unos meses había tenido lugar la crisis de los misiles en Cuba, y a la dictadura comunista en Rusia le venía bien cierta distensión. Alexandr fue presentado como un miembro del grupo disidente, al estilo Andréi Sájarov y Roy Medvedev, que obtenía su distinción intelectual por la resiliencia. Aquello fue magnífico para Solzhenitsyn porque muchos presos, miles, empezaron a escribirle para referir sus experiencias. La información acumulada fue la base de su obra más conocida, «Archipiélago Gulag».
En 1968 publicó «Pabellón del cáncer», una historia que recoge parte de su experiencia en Kazajistán, cuando estaba internado. Aquello podía justificar la recopilación de información sobre los gulag, pero no convencía al KGB. Ese mismo año los rusos habían invadido Checoslovaquia, asesinando a 108 personas para evitar una mínima apertura. La URSS no podía permitirse más rendijas ni disidentes. El problema era que Solzhenitsyn ya era un intelectual muy conocido, por lo que decidieron anularlo. Fue expulsado de Moscú, amenazaron a su familia y amigos, y la prensa del régimen comenzó a verter insultos contra su persona y su obra. El objetivo era convertir a Alexandr en un paria, en un personaje sin autoridad para criticar al régimen soviético. El escritor siguió su tarea. Dividió el manuscrito y lo escondió. Siguió una rutina muy estricta. Se reunía con sus amigos pero nunca hablaban por teléfono ni en un lugar público o donde pudieran grabar la conversación. No dejaban nada escrito. Si escribían algo, lo leían y quemaban. Alexandr comenzó a vivir como un espía de película. No repetía itinerarios, y si cogía el tranvía no se bajaba siempre en la misma parada, o lo hacía de sopetón para entorpecer el trabajo de los sicarios comunistas. Tenía que dar a conocer al mundo el horror comunista como fuera, así que organizó rutas de fuga de su libro para que llegara a Occidente.
A favor de la libertad
La Academia sueca decidió darle el Premio Nobel de Literatura en 1970. El episodio parece sacado de la novela «The Prize», de Irving Wallace, que en 1963 llevó al cine Mark Robson, con Elke Sommer, Edward G. Robinson y Paul Newman, que hizo de novelista galardonado metido en una historia de espías comunistas. Solzhenitsyn, a diferencia del personaje de Wallace, decidió no ir a la entrega del premio. Envió el discurso, que resultó un alegato a favor de la libertad del hombre, y en especial del escritor como alma de la nación. Aquello era imposible en el comunismo. Yelizaveta Voronyanskaya, una de sus amigas y su secretaria, fue torturada para que confesara el paradero del manuscrito de Solzhenitsyn. No lo hizo, pero al volver a casa se suicidó. Era el mes de diciembre del año 1973. El escritor decidió entonces publicar el primer volumen de «Archipiélago Gulag».
Dos meses después, en febrero de 1974, fue detenido por la KGB y enviado a prisión. ¿Qué hacer con el Premio Nobel? El daño ya estaba hecho porque el libro circulaba. Le despojaron de su nacionalidad soviética y fue expulsado a la Alemania Federal, lo que permitió su libertad y que el mundo conociera una de las caras de la sangrienta represión comunista en Rusia. El horror de la vida de los presos políticos, la arbitrariedad del sistema, la violación de los derechos humanos, o el número indeterminado de muertos dejaron al descubierto la enorme mentira del paraíso comunista. Aquello fue algo difícil de soportar para los progresistas occidentales, también desmoralizados por la verdad de la Revolución Cultural maoísta en China, que vertía sangre sin fin.
Posiblemente «Archipiélago Gulag» está a la altura de la «Trilogía de Auschwitz» de Primo Levi, sobre todo cuando el italiano escribió en la segunda entrega que nazis y soviéticos buscaban el exterminio. Solzhenitsyn produjo el documento más demoledor sobre la realidad de la utopía comunista hasta que Stéphan Courtois dirigió el trabajo titulado «El libro negro del comunismo» en 1997. Ante la evidencia, algunos dijeron que el genocidio perpetrado en la URSS no era comparable al nazi, y se negaban a reconocer que fue Lenin el precursor del archipiélago de campos de internamiento y exterminio. Otros, como el historiador Eric Hobsbawm, dieron por bueno el «experimento social» porque había servido, en su opinión y mintiendo, para que el modelo socialdemócrata se instalara en Europa. La obra de Solzhenitsyn, de la que ahora se celebran los 50 años de su publicación, hizo por poner a los comunistas frente a su realidad casi tanto como la Caída del Muro de Berlín.
TAPAR BOCAS Y MIRAR HACIA OTRO LADO
Por supuesto que se sabía lo que estaba pasando. Otra cosa es que se mirase para otro lado, o que el dinero soviético tapara bocas. La obra de Solzhenitsyn no fue la primera que describió el horror comunista en la URSS. La corresponsal española Sofía Casanova pintó los crímenes en «La revolución bolchevista. Diario de un testigo» (1920). Iván S. Shmelióv tuvo que exiliarse para denunciar en «El sol de los muertos» (1923) la represión en Rusia. Lo mismo ocurrió con Evgueni Zamiatin y su novela «Nosotros» (1924), que reflejó en una distopía la realidad totalitaria. André Gide visitó el «paraíso» comunista y crítico lo que allí pasaba en «Regreso de la URSS» (1936). Quizá el caso más interesante sea el de Robert Conquest, militante del Partido Comunista británico en su juventud, y que se convirtió en uno de sus denunciantes más duros. Publicó «El gran terror: la purga de Stalin en los años treinta» (1968) sobre las purgas comunistas entre 1934 y 1939. Conquest criticó a algunos intelectuales europeos por ser portavoces del comunismo a pesar de las pruebas sobre la vulneración de los derechos humanos. Esto sigue ocurriendo a pesar de las evidencias.