Domingo, 24 de noviembre de  2024



Català  


La belleza de traducir poesía
20/2/2024



(Foto:)
 
Uno de los relatos más breves e inquietantes de Jorge Luis Borges, empieza así:

En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él.


Como el relato de Borges, el libro que tengo entre las manos, exquisitamente editado por Eolas, es breve. Poco más de 130 páginas en un formato como de pequeña libreta de notas, o diario de viajes, o novelita de de aquellas que se alquilaban en los quioscos por un duro en mi niñez, novelitas escritas para los lectores voraces y pobres de la España de entonces por autores geniales y ya olvidados, como don Marcial Lafuente Estefanía, novelitas de bolsillo que de verdad cabían en un bolsillo, novelitas que sacábamos en todas partes, para leer unas páginas que nos transportaban al lejano Oeste (donde don Marcial jamás puso un pie) o la nave espacial camino de otra galaxia, mientras esperábamos el autobús que nos llevaba al instituto.

Libritos breves y familiares, libritos que se leían y se sobaban, que olían a papel viejo y a la sal de los mares del Sur donde el Tigre de Malasia conquistaba con su valor a la Perla de Labuan.  Libritos que eran a la vez volúmenes inconmensurables, capaces de contener universos entre sus páginas. Así es, ni más ni menos, la pequeña obra maestra de Natalia Carbajosa: La belleza de traducir poesía.


Se preguntará el lector si el que escribe estas líneas no estará exagerando un poco. ¿Qué puede haber de tan bello, o entrañable, o mágico y maravilloso en el humilde oficio de traducir?


Déjenme serles franco. Traducir, al menos traducir poesía, ni es un oficio, ni, mucho menos, una actividad para gente humilde. El traductor ocupa en la literatura el rol del agente doble, del espía venido del otro lado del telón de acero, del cortesano remilgado que esconde una daga en su jubón de seda. Traduttore, traditore, reza la célebre expresión en lengua toscana. Y si el traductor es siempre sospechoso de alta traición, el traductor de poesía es reo convicto y confeso. Se les sabe capaces de pasar por un poema como el caballo de Atila, sin respeto por la ritma, ni por el ritmo, arrogantes y pendencieros, sin respetar a nadie ni a nadie, excepto a su misión sagrada que no es otra que capturar la belleza del poema original.


Se dice de los grandes poetas que su escritura sigue el dictado de Dios. Pues bien, los traductores de esos poetas tienen la osadía, como diría don Torcuato, de corregirle los renglones torcidos de Dios.


Todo esto para advertirles que no se dejen engañar. La voz de Natalia Carbajosa es tan gentil y sugestiva, tan discreta y amigable, que cuando cae la puñalada, ya es demasiado tarde:

Entonces era tan fácil aprender, cuando aún tan poco
conocías:
rellenar cuadernos, asaltar diccionarios y gramáticas
sabiendo
— creyendo —
que un día todo estaría completo.


¿Duele? ¿Se les han llenado los ojos de lágrimas invocando aquellas tardes de sol, perdidas para siempre, a salvo en «la Isla del Tesoro» que nos regalaron los diccionarios y las gramáticas, las novelas de aventuras y los poemas de Machado cuando tan poco conocíamos? La voz del poeta (de la poetisa en este caso), nos devuelve — lo dijo Silvio — ciertos sentimientos que nunca se sabe que traen en las alas.

Si vivos o muertos.

Pasan los años; todavía los diccionarios, las
consultas; pero pidiendo tregua, entendiendo al fin,
que cada nueva palabra es una afrenta gritando la
verdad: nunca sabrás del todo ni acabarás del todo.

Pidiendo tregua, nosotros — todos nosotros — que un día creímos que la poesía era un arma cargada de futuro.

Y mientras tanto, otra vez le crecen al helecho
esos extraños brotes como yemas, como puntas de
dedos que asomaran
desde quién sabe qué oscuro origen
sepultado en la maceta.


Más que ninguna otra realidad (cito textualmente a Natalia), los indefinible solo puede ser parcialmente, oblicuamente, definido por la poesía. De ahí, nos asegura, la importancia de traducir poesía. ¿Cómo no estar de acuerdo con ella, mientras nos desangramos entre las líneas del poema?

Nombrar al mundo, advierte Natalia, ya es traducirlo. Y para convencernos de ello, nos trae las líneas de Sophia de Mello.

Miro al ánfora. Cuando la llene de agua me dará de beber. Pero ahora ya me da de beber. Paz y alegría, deslumbramiento de estar en el mundo, reunión.

Deslumbramiento de estar en el mundo (por un tiempo tan breve). Dudo que los Olímpicos escribieran poesía, nadie necesita evocar la luz, a menos que sepa que un día se apagará para siempre (rage, rage, against the dying of the light). Pero el alma del traductor, como un súcubo que susurra en el ensueño del poeta, tiene más que decir. Ese ánfora que nos ha devuelto la paz y alegría y que no es ni siquiera un objeto, sino más bien un concepto o un deseo, esa ánfora se llama también ânfora y amphora,  amphore y amfuran, dependiendo de la lengua que la invoca. ¿Son todos esos nombres equivalentes? Sí y no. Para el neoyorkino que sólo ha visto tales objetos en museos o galerías de arte, ánfora no significa lo mismo que para el marino griego que se ganaba (y se jugaba) la vida transportándolas en su barco. El objeto material puede parecerse (y ni siquiera se parecen, para el primero son objetos estilizados y luminosos, para el segundo, son cuencos hechos de humilde barro) pero lo que la palabra evoca no tiene nada que ver. ¿Cómo explicar, cómo traducir esa simple palabra sin invertir en ello una vida entera, sin construir un mapa del imperio del tamaño del imperio? Ese es el dilema, la maldición y la grandeza del traductor (de poesía).


Un mapa del imperio del tamaño del imperio. Es muy difícil capturar la grandeza de este pequeño libro sin escribir un libro del mismo tamaño, sin contestar a la autora en cada línea, sin enredarse a dialogar, página a página con esa voz amiga.

Mamá, ¿te acuerdas de las cerezas?

Decía Borges (siempre Borges) que sólo hemos contado tres historias. Dos de ellas se las debemos a Homero. Una ciudad sitiada cae víctima de una traición. Un marino quiere volver a su hogar. La tercera la relata el nuevo testamento. Un hombre muere en la cruz. Hay un momento en la última niñez donde las aventuras de Simbad nos parecen tan reales como la textura de esas cerezas de junio. Otro, unos pocos años más tarde, en el que nos damos cuenta de que Simbad es también Ulises, o para ser precisos, la traducción de Ulises al universo de las mil y una noches. Idénticos y a la vez dispares. Traduttore, traditore.

Nos dice Natalia Carbajosa que las metáforas verdaderas (de las que sólo son capaces los niños), son las no intencionadas, las que leen el mundo sin filtros, sin mediación. Como ejemplo nos ofrece la siguiente joya:

Mi hija mayor no tendría entonces más de tres años, era la víspera de un viaje. En la sala descansaba una maleta voluminosa, ya cerrada; una maleta antigua, horizontal, de cuatro ruedas de la que tirábamos con una especie de lazada. [Mi hija] empezó a pasearla de un lado para otro, diciendo, «¡Hale, perrito, vamos!». Así estuvo jugando un buen rato, hasta que, muy seria, se plantó delante de su objeto de juegos y exclamó: «Este perro parece una maleta».

 Y concluye:

En los niños, las categorías léxicas no anulan el continuo de la magia; no separan mundos, sino que los funden en uno solo, formado a la par por la realidad y la fantasía.

No sé si han leído en su vida una definición más precisa y bella de la niñez que la que nos ofrece esta «humilde» traductora. Yo no.

Borges, dichoso Borges, aseguraba que toda la literatura universal era fácil de resumir. Alguien nace. Alguien muere. Un extranjero llega a la ciudad. Puede que no estuviera desencaminado, al menos en lo que se refiera a la ficción de andar por casa (aunque la que él nos regaló distaba mucho de ser predecible). El libro de Natalia Carbajosa está en las antípodas de ese paradigma narrativo. No hay manera de saber lo que quiere decir a menos que se lean (más bien se devoren con el hambre del mendigo, se beban con la sed del naufrago), todas y cada una de las breves páginas que lo integran. No hay manera de describirlo que no sea escribir otro libro que lo comente letra por letra. El arte de la cartografía no está tan avanzado en mi país como para permitirme ese lujo, pero si les diré que es uno de los libros más bellos (haciendo honor a su título) que he leído nunca.

Para qué entonces
querer atrapar, llevar
este instante
al océano impreciso del lenguaje
que todo lo vuelve
otro, subsidiario
de sí mismo: brillo, don
o mirar necesario, pero nunca
claridad, decir?

Obstinada torpeza
como todo lo humano

como todo lo humano
obstinada bendición.




   
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