Me compré una libreta que no precisaba solo porque me imantó la ilustración de la tapa: una mujer-niña yacía sobre una cama de hierro forjado, el cabecero con remates en forma de bola, en el interior de una alcoba sumida en una penumbra verdosa, por donde revoloteaban peces sin alas y sapos con piel de camuflaje. La coloqué en la mesita de noche porque parecía una invitación a llevar un diario de sueños, y así procedí durante varios meses.
Acabé consignando un viaje por Europa del Este en mi vieja Vespa; asomaron también hipódromos y caballos perseguidores; corté mimosas de un árbol altísimo -el aroma era muy vívido-; y atravesé la muralla de una ciudad antigua donde los rumores sobre una inminente matanza se difundían a través de los mensajes en clave inscritos en la corteza de algunos panes. Aunque abandoné el hábito, aquel experimento con el cuaderno me demostró que es posible recordar los sueños si la voluntad se empeña.
Había aprendido el truco de Graham Greene, quien dejó más de 800 páginas de un diario de sueños del que se publicó una breve selección, cribada por él, poco después de su muerte, Un mundo propio (1992). En sus incursiones ultramundanas, Greene recibió órdenes de los servicios secretos británicos de asesinar a Goebbels; tuvo un encuentro inesperado con Henry James a bordo de una embarcación fluvial en Bolivia, en la primavera de 1988; y a la edad de 7 años soñó un naufragio la misma noche en que se hundió el Titanic.
Chistera del subconsciente
A esa chistera del subconsciente y la imaginación, donde todo se entrecruza más allá del tiempo y el espacio, solía llamarla el mundo farfelu. ¿Por qué los transcribía? Quizá porque es la fórmula infalible para recordarlos. Los suyos parecen una suerte de autobiografía estrafalaria tras una vida intensa en viajes y conflictos, si bien ciertas capturas en el mundo dormido le permitieron superar algún bloqueo o le brindaron material para un relato.
Pero si alguien empleó ese caudal de energía psíquica como semillero, ese fue sin duda H. P. Lovecraft (Providence, Rhode Island, 1890-1937), de quien la editorial Aristas Martínez acaba de publicar su Diario de sueños. Cartas II, editado y traducido por Javier Calvo. Se trata de una selección de 22 sueños que el autor de La llamada de Cthulhu transcribió en cartas dirigidas a varios correspondientes, todas ellas historias de terror cósmico, inéditas hasta ahora en español, donde se entreveran ciudades ciclópeas construidas fuera del tiempo, cosas indefinibles que caen del espacio, criaturas monstruosas y tentaculares o científicos que desafían la incierta frontera de la muerte. A pesar de su fértil imaginería, Lovecraft consideraba -contradiciéndose- que los sueños en sí mismos carecen de valor literario a menos que una trama potente se dé la mano con la atmósfera; si no, "el relato degenera en simple fantasía".
Sería interminable la lista de autores que han escarbado en sus sueños o se han interesado por los pasadizos de la psique dormida: Mary Shelley, Charlotte Brontë, Coleridge, Poe, Stevenson -el argumento de Olalla, confesó, acudió a él como un regalo mientras dormía-, Kafka, John W. Dunne, Walter Benjamin, María Zambrano, Stephen King, Burroughs o Rodolfo Fogwill.
Uno de los libros más interesantes al respecto es el ensayo El mundo bajo los párpados (Atalanta, 2010) -de ahí he birlado el título de hoy-, donde Jacobo Siruela bucea en una realidad largamente olvidada, trazando un viaje histórico y cultural por el mundo onírico desde la antigüedad. Habla, por ejemplo, de los lugares de incubación griegos, de santuarios como el de Asclepio, en Epidauro, donde los pacientes se sometían a ritos de purificación y aprendían a autoinducirse sueños curativos. En el fondo, dormir es otra forma de vida y conocimiento.