Con motivo del 60 aniversario de su muerte, la editorial Lumen recupera sus novelas y cuentos completos
En sus diarios, pedía a Dios que la ayudara a ser una buena escritora. No era candidez, sino una voluntad férrea de cumplir con aquella labor que le permitía dar lo mejor de sí al mundo. Flannery O’Connor (Savannah, Georgia, 1925 - Milledgeville, Georgia, 1964) no nació con vocación de escritora, aunque desde que descubrió a los grandes maestros de la literatura se aplicó con tesón para seguir sus pasos. Así lo hizo desde su juventud, aunque el reconocimiento no siempre la acompañara. Como su admirada Eudora Welty, destacó en las distancias cortas: un total de 32 cuentos y dos novelas breves que Lumen vuelve a proponer con motivo del 60 aniversario de su muerte.
Hija única de católicos irlandeses, su confesión, en un sur hostil al catolicismo, marcó su vida y, por extensión, su concepción del hecho literario. Creció en un entorno rural –se conserva un vídeo, emitido en la televisión estatal, en el que una Flannery de seis años enseña a las gallinas a andar hacia atrás– y su primera expresión creativa no vino con las letras, sino con el dibujo. En el instituto, esbozó tiras cómicas sobre su rutina, viñetas en tinta negra en las que una anécdota como un cotilleo entre niñas ya insinúa algo más profundo. Tenía la mirada extrañada de la escritora, que ve donde los demás pasan por alto; y el humor, en ocasiones grotesco, que atempera la gravedad de los hechos.
Se matriculó en la Universidad de Georgia con la intención de convertirse en profesora de secundaria, pero descubrir a Faulkner, Joyce, Kafka y compañía cambió sus planes: se convirtió en una lectora incansable, comenzó a escribir y, no menos importante, sus textos fueron bien recibidos por la comunidad universitaria. La animaron a dedicarse a la literatura, y consiguió una beca para estudiar un máster en escritura creativa en Iowa, el primero de este tipo que se impartía. En una de las escasas temporadas en las que se alejó del sur, vivió en Nueva York, donde cultivó amistad con el poeta Robert Lowell, el traductor Robert Fitzgerald y su esposa, la escritora Elizabeth Hardwick, entre otros nombres de la escena literaria.
Podría haberse convertido en una habitual del círculo bohemio, como lo fue su coetánea Carson McCullers –con la que solían compararla, y a la que, por cierto, detestaba–, pero una enfermedad truncó sus andanzas por la ciudad: mientras escribía su primera novela, Sangre sabia (1952), notó los primeros síntomas del lupus, la misma afección autoinmunitaria que se llevó a su padre cuando ella tenía 16 años. Consciente de lo que aquel diagnóstico significaba, y resignada ante la falta de eficacia de los medicamentos, en 1951 se refugió con su madre en la granja familiar, llamada Andalusia, en Milledgeville (Georgia), donde permaneció hasta su muerte.
Como en la biografía de tantos escritores –la propia McCullers, enfermiza desde niña, también murió joven–, la enfermedad espoleó su escritura: hizo de la necesidad virtud y durante esos 13 años se consagró a la literatura, a la lectura de teólogos como Tomás de Aquino y, puesto que no solo de actividad intelectual se nutre una escritora, a la cría de aves, su otra pasión desde la infancia. En su santuario acogió a diferentes especies de pájaros, pero tenía predilección por el pavo real: en sus últimas fotografías se la ve rodeada de estos animales, sonriendo a pesar de las muletas que por entonces necesitaba para desplazarse.
No se casó ni tuvo hijos; llevó una existencia apacible junto a su madre. A pesar de las apariencias, sin embargo, no era ni tan asceta ni tan solitaria como puede parecer: mantenía correspondencia con amigos como los ya mencionados o Elisabeth Bishop, que la visitaban a menudo. En sus cartas, ella misma bromea sobre su salud; el humor como antídoto para no tomarse demasiado en serio. También en aquella época retomó su afición por la pintura; y se retrató junto a sus pavos reales. A medida que su prestigio iba en aumento, la solicitaban de universidades para dar conferencias. Sus juicios literarios eran rotundos: admiraba a Henry James, Edgar Allan Poe y Nathaniel Hawthorne, y desaconsejaba a la novelista y filósofa atea Ayn Rand.
O’Connor forma parte de lo que con el tiempo se ha entendido como la edad de oro del gótico sureño estadounidense: escritores nacidos entre finales del siglo XIX y principios del XX, que conocieron de primera mano las consecuencias de la Guerra de Secesión y desarrollaron su narrativa alrededor de la tensión entre el apego del sur rural a sus viejas tradiciones y la nueva corriente más urbana, hacia el mundo industrial. Katherine Anne Porter, William Faulkner, Eudora Welty, Tennessee Williams, Thomas Wolfe, Truman Capote o Harper Lee son algunos de sus exponentes; además, tanto O’Connor como McCullers señalaron la huella de rusos como Dostoievski y Gógol en ellos, en esa confluencia entre lo macabro y lo trascendental.
En su obra abunda, de hecho, la violencia, la sordidez. Su dramatis personae bebe de su entorno: la gente sencilla de los pueblos del sur, con sus costumbres, sus acentos y su miseria estructural. En Sangre sabia (1952), el protagonista es un hombre que regresa tan descreído de la Segunda Guerra Mundial que decide fundar una Iglesia de Cristo sin Cristo. Lejos de una fábula moral, la novela se vertebra en torno a un viaje de retorno en tren –un elemento habitual en la autora– y a encuentros fortuitos con personajes tan desarraigados como él, aunque cada uno a su manera: un ciego y su hija, que reparten folletos con la palabra de Dios; y el peculiar Enoch Emery, guarda de un parque, que parece calar cuán solo está desde el principio.
Con una capacidad extraordinaria para captar el lenguaje oral, sus páginas están llenas de coloquialismos que delatan el origen de los protagonistas. Palabras soeces, errores gramaticales, falta de modales; un embrutecimiento que se extiende al físico y que, en el fondo, representa la verdadera degradación, siempre más íntima, de los valores. El racismo, la pobreza, la brutalidad, la suciedad impregnan la rutina de esos desgraciados; tanto sus cuentos como sus novelas se centran en los estratos más bajos de la sociedad: negros, lisiados, viejos, estafadores, vagabundos, criminales. Malhablados, orgullosos, rudos, desconfiados, agresivos. Tipos con el alma corrompida por la miseria.
O'Connor está de parte de los marginados, pero sin embellecer su realidad: a diferencia de McCullers o Harper Lee, que a la postre tienen una mirada más compasiva, incluso tierna, hacia el excluido, O’Connor los muestra en toda su crudeza y embrutecimiento; es de las que se manchan las manos. El desenlace, con todo, conduce a una suerte de epifanía, un despertar espiritual, no por fuerza redentor, que conecta con esa idea del sentido moral omnipresente. Las páginas finales de Sangre sabia, en las que el peso recae en la dueña de la pensión donde se aloja el recién llegado, son unas de las bellas que se han escrito; pura fuerza poética después del descenso a los infiernos.
La perspectiva de género no está tan acentuada en O’Connor como en otras escritoras de su época; su conciencia de la alteridad abarca a hombres y mujeres en conjunto, con un claro predominio masculino: ellos iban a la guerra, ellos peleaban, ellos vagaban por el mundo, ellos llevaban las riendas, o las perdían. Hay excepciones, no obstante, como el relato La cosecha, que parece de trasfondo autobiográfico, en el que una joven piensa en lo que quiere escribir mientras hace las tareas domésticas. En su obra hay temas e incluso personajes que se repiten; no se puede decir que abarcara mucho, pero tenía esa capacidad de reinventarlo cada vez, de condensar en muy poco verdades universales.
Hablar de violencia, desarraigo y salvación puede sonar muy serio, muy místico. Nada más lejos de su tono: “Todas las novelas cómicas que tienen algún valor deben tratar de asuntos de vida o muerte”, afirma la autora en una nota a la segunda edición de Sangre sabia. Utiliza el humor, un humor despiadado, para mostrar el lado más patético y cerril del ser humano. Este libro, junto con el volumen de relatos Un hombre bueno es difícil de encontrar (1955), fueron los más aclamados en su vida. Tras su muerte vieron la luz sus diarios, cartas, conferencias y otros ensayos, junto con las tiras cómicas juveniles, que las editoriales Encuentro, Rialp, Sígueme y Nórdica han publicado en castellano.
O’Connor es, quizá, la más incomprendida de aquella generación brillante, incluso en su propio país, donde hoy se la lee menos que a otras autoras de su tiempo, como Shirley Jackson, que también vivió retirada y firmó cuentos que compartían una visión oscura de la sociedad de posguerra. Nunca tuvo el éxito de Margaret Mitchell, la autora de Lo que el viento se llevó (1936), cuyo sentimentalismo O’Connor ridiculizaba. Puede que la aspereza y el carácter huraño que respira su literatura la alejen del gran público, aunque lo cierto es que el retrato crudo del ambiente corroído de su tierra es un rasgo común del gótico sureño (su estilo se desmarca del modernismo de Faulkner, eso sí).
Tal vez la explicación haya que buscarla en el catolicismo, que ella misma se atribuía como un rasgo fundamental de su identidad, tan importante como el origen sureño. Al contrario de lo que se puede pensar desde la perspectiva de una cultura como la española, donde la Iglesia hizo estragos en el pasado creciente y de un tiempo a esta parte se ha asentado el laicismo, para O’Connor la religión no solo no restringe la libertad artística, sino que la garantiza y hasta la potencia, por cuanto ilumina la capacidad del narrador de ver más allá de lo mundano e intuir el “misterio” en el mundo natural.
En lo que sí la limitaba el catolicismo, no obstante, era en el público potencial, o así se lo parecía a ella: escribía en una sociedad con una concepción más estrecha del mundo, que no cree en el camino de Jesús como revelación de la verdad suprema ni percibe la condición simbólica de los objetos rituales o las representaciones divinas. Para ella, el credo era providencial para conocer el mal que anida en el individuo; y la literatura, un medio con el que expresarlo. Sin moralina; ante todo, consideraba inteligente al lector.
En cualquier caso, leída hoy, lo que prevalece, además de su técnica, es la universalidad de sus temas, esas emociones imperecederas que todos podemos experimentar, seamos religiosos o no: la soledad, la pérdida de anclaje, el rechazo social, la discriminación, la frustración, los arrebatos. Y, por qué no, esos momentos de revelación. La autora retrata al ser humano tal como es (o tal como lo ve), no como uno querría que fuese o como el lector querría verse reflejado. Es una observadora atenta que se interesa por lo humano, que expresa con el lenguaje de la literatura su cara más salvaje y fea. No tuvo que recorrer el globo para inspirarse: tenía su 'material' a mano.
Un viaje sí que hizo, en 1958, a Europa: se detuvo en Lourdes por el centenario de las supuestas apariciones a Bernadette. Cuando se bañó en sus aguas, no pidió curarse, sino otro tipo de milagro: que la novela que estaba escribiendo llegara a buen término. Murió seis años después, a los 39. Durante un ingreso hospitalario, escribió una carta a las dueñas del restaurante donde solía comer con su madre: les agradecía “esas patatas asadas, la ensalada de gambas, la ensalada de judías, la tarta de menta y el rosbif”, que tanto echaba de menos en el hospital. Fuera por lo que fuese, esos años de recogimiento le cundieron, literariamente hablando.