El ensayista y poeta publica 'Despacio el mundo', un libro en el que 52 cuadros de músicos afinando un instrumento le dan pie a reflexionar sobre la naturaleza humana.
¿Qué esconde el sencillo acto de afinar un laúd? Para el pensador, ensayista, poeta y melómano Ramón Andrés, todo un libro. Ese nimio gesto de acercar la oreja al instrumento, mientras se gira lentamente la clavija con los dedos índice y pulgar de una mano y la otra tañe suavemente la cuerda, es una alegoría de nuestra búsqueda de perfección, aunque sea efímera.
También es un reflejo de ese anhelo del ser humano (o, como mínimo, del ser humano que es Ramón Andrés) de afinar el propio espíritu, esa cuerda vibrátil que somos, en busca de la armonía. Él mismo lo hace a menudo con un diapasón que lleva encima. “En el momento en que se presta la ocasión, hago sonar esos 440 Hz que me retornan a un lugar sereno de la mente”, escribe.
Despacio el mundo (editorial Acantilado) es un insólito libro: 52 breves ensayos (acaso uno para cada semana de un año entero) inspirados en otros tantos cuadros de los siglos XV, XVI y XVII en los que aparecen músicos afinando un instrumento. Casi siempre un laúd, un instrumento que, antaño provisto de cuerdas de tripa, se desafinaba constantemente, hasta el punto de que el compositor y musicólogo Johann Mattheson decía con ironía que los laudistas tardaban más en afinar el instrumento que en tocar una obra, como recuerda Andrés en su libro.
Como todo el pensamiento del autor navarro (Pamplona, 1955), este libro también invita, con su mera existencia y ya desde su poético título, a "vivir despacio", a "oponerse a un mundo tratado a empujones". Porque "mirar un árbol con pausa, recorrer con lentitud un parque, una calle, es rendirles tributo. Las personas, las cosas lo son por el tiempo que les dedicamos". Es la única forma de rebelión que nos queda.
¿Cómo surge, a partir de un gesto tan aparentemente sencillo como afinar un instrumento, un libro de 400 páginas?
Publiqué un libro en 2013 que se titulaba El luthier de Delft, en el que dediqué unas páginas precisamente a un cuadro de unos músicos que estaban afinando, y pensé que sería muy bonito desarrollar un tema así, que en el fondo busca retener la mirada del espectador. En un mundo tan veloz, con tanto amor a la discordia, uno piensa que apostar por la lentitud, por detenerse y contemplar un detalle de los tantos que hemos perdido, los gestos humanos, sería algo hermoso. De ahí salió este libro, de esta voluntad de armonía y de lentitud.
Es un libro que coloquialmente podríamos calificar como “droga dura”: muy erudito y lírico, denso en nombres, fechas, lugares y títulos de obras. Claramente no es para todo tipo de lectores. ¿A quién se dirige cuando escribe?
Nunca pienso en un lector determinado cuando escribo. Yo creo que, como es un libro que puede empezarse por el final, es un libro que puede acompañar al lector. No me parece que sea complejo, es verdad que informa, que se ofrece mucho material, pero también es una invitación a una lectura no lineal. Me gusta pensar que el lector está comprometido también con el libro, se forma una alianza secreta entre quien escribe y quien lee. Me gusta pensarlo así.
Ya ha escrito otros libros en los que mezcla música y pensamiento. ¿Cómo es que la música le da pie a tantas reflexiones sobre el mundo y la naturaleza del ser humano?
Crecí con música desde muy niño, mi padre era un grandísimo aficionado. Tocaba el violín, en casa siempre sonaba música y para mí fue el descubrimiento de un mundo paralelo a lo que yo estaba viendo. Nací en un hogar, digamos, muy complejo, muy difícil, y para mí la música fue una escapatoria y fue el primer lenguaje sólido que conocí. Estudié música ya de niño y me ha dado pie a muchas reflexiones. De hecho, fui a la filosofía por la música, no al revés. Porque la música pregunta de manera distinta, es menos explícita; como es un lenguaje abstracto, te acercas a cuestiones y pensamientos que no están en un mundo prosaico, por así decir. El mundo de la trascendencia, el mundo metafísico que te ofrece la filosofía, sobre todo cuando eres joven, en mi caso provienen de un lenguaje distinto. Esto, unido a la literatura, porque siempre he sido un gran lector desde niño también, ha formado esta extraña combinación que soy yo.
El libro une pintura y música. ¿Para usted son artes hermanas, complementarias o contrarias?
Son complementarias, porque la pintura nos ha ayudado mucho desde el punto de vista musicológico a entender los usos musicales del pasado. Hay muchísima pintura de tema musical porque reflejaba algo cotidiano. En el siglo XX ya no es así, pero piensa que la música hasta el XIX formaba parte muy evidente de las manifestaciones sociales. No había radio, no había televisión, entonces había muchos músicos, se tocaba en todas partes y la música no estaba organizada como ahora en conciertos, era otra cosa mucho más fragmentada socialmente. Era un hecho cotidiano, de ahí que haya tanta pintura de tema musical.
Según cuenta en su libro, Leonardo da Vinci era un gran músico, y al parecer era habitual que los grandes pintores también supieran tocar instrumentos.
Sí, Leonardo era un músico buenísimo y, por lo visto, un improvisador extraordinario. La música era una manera de diversión, también de entender culturalmente su tiempo. En muchas pinturas donde se ven estudios de pintores hay un violín colgado de la pared, o unas flautas o unas violas. Era muy común que tocaran instrumentos.
¿Quiénes son sus artistas favoritos de cuantos menciona en el libro?
No podría decantarme por uno. Incluso aunque pertenezcan a una escuela y tengan unos trazos y una estética común, cada pintor es un mundo. Cosimo Tura, del siglo XV, me gusta muchísimo; también Luca signorelli. Pero, aparte de los Caravaggio, Vermeer y compañía, hay pintores como Lievens o Steen. Los pintores holandeses en general son extraordinarios.
Muchos de los músicos que aparecen son ángeles. La música se consideraba algo celestial. ¿Se lo parece la música que triunfa hoy?
Bueno, el origen de los ángeles tocando tiene una antiquísima tradición pitagórica, se decía que el universo estaba sustentado por la música, y esto es muy importante para entender esa asociación de cielo, música y ángeles. En la música actual, como antaño debía de suceder, hay de todo. Obviamente, hay música infame que se ha industrializado, música de consumo como la comida rápida, sin ningún cuidado; pero también hay música extraordinaria, tenemos compositores de primer orden y grandes maestros hoy, así que hay de todo. Es verdad que la industria necesita crear muchísima música, producir a diario, y es difícil que sea digna.
Uno de los textos más conmovedores del libro es el que dedica a esa pareja de viejos músicos callejeros retratados por Lucas van Leyden (Pareja de músicos, 1524). Usted, a su vez, los retrata con mucha compasión, casi diría con cariño. Ellos representan a ese ejército de músicos y artistas que nunca fueron lo suficientemente buenos como para ser recordados por la historia, pero que han contribuido a que la música siga viva y pasando de generación en generación.
Que te guste ese texto me gusta a mí también. Lo escribí, efectivamente, con cariño. La vida de los músicos era durísima. De pueblo en pueblo, casi nunca cobraban, se les pagaba con una comida, pasaban noches al raso. Esa era la realidad de los músicos, y los que tenían más nivel no te creas que estaban mucho mejor que esos ancianos: iban a palacios y a casas señoriales y se les pagaba, pero al día siguiente en busca de la vida en otros lugares.
¿Le gustaría escuchar cómo sonaba de verdad la música representada en esos cuadros?
Muchísimo. Podemos tener una idea más o menos aproximada; hoy sabemos bastante de cómo se tocaba y cómo se cantaba la música del pasado, pero nunca podremos saber cómo sonó exactamente. No imaginamos cómo sonaba realmente una cantata de Bach, porque es un compositor que ha sido interpretado sobre todo a través del Romanticismo del siglo XIX, de una manera majestuosa, pero en realidad usaba muy pocos cantantes, con instrumentistas desiguales de nivel. Tenemos un sonido idealizado del pasado.
¿Le gusta entonces la música historicista, esa que intenta tocar hoy la música antigua lo más parecido a como debía sonar?
Bueno, gracias al movimiento de la música antigua hemos descubierto una cantidad de compositores que estaban olvidados y que son grandes maestros de primer orden. Imagínate que no conociéramos a tantos y tantos pintores como Parmigianino o Piero di Cosimo. Imagínate que hubiesen sido descubiertos hace poquísimos años. Pues esto ha pasado con la música, había maestros grandiosos desconocidos, como los franceses Marin Marais o Sainte-Colombe. Gracias a los violistas de la generación de Jordi Savall hoy sabemos quiénes eran. En la música vocal lo mismo: músicos como Josquin Desprez o Gesualdo estaban en la sombra, y son músicos monumentales.
¿Qué mensaje de aliento le daría a un músico aficionado, a ese profesor de solfeo en un conservatorio de barrio, a un pintor que hace pequeños encargos o da clases en un pequeño centro cultural?
Que vivan para su arte. La eternidad es eso: hacer lo que sientes profundamente, vivir para tu arte y ser capaz de sentir la eternidad en él.
¿Le preocupa el escaso valor que se da a las artes en la educación obligatoria?
Es una preocupación que ha dejado de serlo porque veo que es así. Los planes de estudio no saben qué hacer con la música, que imparten profesores que no saben música y que de manera esforzada aprenden a tocar la flauta o la guitarra y, por tanto, nunca podrán transmitirla como es debido. España pedagógicamente siempre ha sido sorda a la música y al arte. Es así, no tengo esperanza de que nada vaya a cambiar.
Una de sus fuentes principales para este libro ha sido Giorgio Vasari, autor de Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos. ¿Quién era?
Vasari fue un buen pintor, pero fue también un historiador que tuvo la maravillosa idea para nosotros de escribir sobre las vidas de los pintores, no solo de sus contemporáneos, sino también del pasado. Gracias a él sabemos muchísimas cosas, cuenta muchas anécdotas, muchos detalles, era un hombre muy culto. Si lees Las vidas te aseguro que te vas a divertir muchísimo, es como leer las vidas de los filósofos de Diógenes Laercio, que cuenta unas cosas que parecen inverosímiles pero que eran verdad, vidas extravagantes en su mayoría.
¿Sigue tocando y componiendo? ¿También pinta?
Mis padres pintaban, pero yo soy el peor pintor de europa, no sé hacer una línea recta. Además como yo era zurdo y de pequeño me obligaron a escribir con la derecha, tengo una letra infame. En cuanto a la música, fui diez años profesional y lo dejé porque no podía viajar tanto me hundía estar siempre fuera. Era una vida muy azarosa y yo necesito la tranquilidad del estudio y la soledad. No me arrepiento de haber dejado la música práctica, de vez en cuando canto, toco, pero muy poco.
¿Cuál era su instrumento?
La guitarra y el violoncelo.
Una de las cosas apasionantes de este y otros libros suyos es lo mucho que se aprende de etimología. Se llega a comprender mejor el verdadero significado de las palabras al descubrir, por usar dos ejemplos que usted menciona, que humildad viene de humus (tierra) y que desierto viene de deserere (olvidar).
Lo que te ocurre a ti me pasa a mí también, no sabes lo que me gustan las etimologías. No descarto un día escribir un libro sobre etimologías, porque revelan mundos, verdades, cosas que no podemos ni pensar, como eso que has comentado de la humildad. Me parece fascinante, el lenguaje está cargado de historia y no es inocente.
Dice usted que no hay arte que no venga de la mezcla, que antes se copiaba sin que ello supusiera desdoro del que copiaba, porque se admitía que es bueno seguir a quienes han señalado previamente el camino. En este sentido, dice que el estilo propio es más fruto de la vanidad que de la mano. ¿De quiénes ha tomado usted el suyo?
El estilo ha salido así, digamos, no es algo que me haya planteado previamente. Siempre digo una frase de Montaigne: “Yo voy asintiendo detrás de los maestros”. Además de él, otros nombres cruciales para mí son Nietzsche, Schopenhauer, Borges o Rulfo, aunque yo no tengo nada de Rulfo, porque él era narrador y yo no escribo ficción. San Juan de la Cruz también es un maestro al que vuelvo siempre.
El libro es un alegato contra la prisa, contra la rueda del capitalismo que nos succiona la vida. ¿Cómo rebelarse contra eso?
Nos consume a todos. Vivir lento es un acto político ya de entrada, no es una actitud porque sí ni gratuita. Este libro es una invitación a la lentitud, ya sé que es un granito de arena infimísimo, pero para mí una vida apartada, una vida lenta, tiene su contenido político de participar lo mínimo de este amor a la discordia y esta violencia que estamos viviendo.
También menciona a la inteligencia artificial en el prefacio del libro. ¿Cuál es su postura ante su desarrollo?
Bueno, ocurre lo mismo que con todo lo humano. La inteligencia artificial, por fortuna, va a ser un instrumento, lo está siendo ya, de ayuda primordial e imprescindible en muchos campos. ¿Qué ibamos a hacer en la ciencia sin ella? Se trata de aplicarla bien, y ahí mi optimismo es nulo, porque todo lo que ha hecho el hombre es para fortalecer el poder. En el siglo XVIII se pensaba que la máquina iba a ser la liberación de la humanidad, y la ha esclavizado. Probablemente pase lo mismo con la IA.
La pregunta ya no es si la IA será capaz de crear una buena obra literaria o artística, sino cuándo. Hay quien dice que será dentro de unos diez años o menos. ¿Le asusta?
Está mal decir esto, pero no me asusta. En el fondo será algo que ha creado el ser humano también. Hay una cosa en la que quizá la IA no pueda igualarnos: el sentimiento de angustia del que proviene mucha parte del pensamiento, de la literatura, del arte, de la música. Cuando la IA sea capaz de angustiarse de verdad, entonces nos necesitará a nosotros, que somos los expertos en la materia.
Como decíamos, este libro se dirige a un tipo de lector curioso y que disfrute con la erudición, con la belleza de las artes, con la reflexión pausada. Estos días en las Conversaciones Literarias de Formentor se debatió sobre el estado del periodismo cultural. Había muchos lamentos por la pérdida de lectores, por el auge de la IA, por el abaratamiento de la cultura… Y el debate se dividió entre apocalípticos e integrados. Yo a usted me lo imagino en la trinchera de los apocalípticos. ¿Me equivoco?
No, yo no soy apocalíptico. Yo lo que hago es por la inteligencia, por la nuestra, que seamos capaces de darnos cuenta de que, si la cultura ha decrecido tanto, es porque se ha industrializado y se le ha dado una vertiente de ocio, que está muy bien, pero no debe ser su finalidad; la cultura está para cuestionar. Pero la cultura ahora abastece una demanda, pero cuestiona poco. Ha caído en el entretenimiento, en el ocio. Y no es esa su función.
“Cada línea de lo escrito aquí es una impugnación ante aquellos que nos utilizan como combustible de sus máquinas. Nos amasan en la tierra prometida de la identidad, que es fraude y carencia”, escribe en su libro. ¿Es la identidad un canto de sirena empleado para alimentar el fuego de las guerras culturales e ideológicas y fomentar la polarización?
La identidad es el tropiezo al que se enfrenta el mundo moderno. El cultivo de la identidad, de esa falacia, es lo que fragmenta la sociedad. Muchas reivindicaciones actuales parten de una reivindicación de cierto tipo de identidad. La identidad es una rémora, algo de lo que los hombres del siglo XVII estaban exentos. Es una construcción, sobre todo desde la Ilustración, que nos ha llevado a este individualismo feroz, sangrante, que se ha vuelto puro narcisismo, y es de lo que debemos limpiarnos.
Esa polarización beneficia a las grandes plataformas. Cuanto más cabreados estemos, más tiempo pasamos en las redes sociales discutiendo y tirándonos los trastos a la cabeza o buscando noticias impactantes y bulos que reafirmen nuestras posiciones.
Es bastante claro que es así, la defensa de la opinión propia es como una religión, y para formarla y defenderla se acude a las redes sociales, que es donde más maleado está el ser humano, es donde menos estamos. El ser humano está en lo inmediato, en lo que hace en su gesto diario, en lo que escribe en el caso de un escritor. Lo inmediato, lo cercano, lo hemos perdido, porque vivimos en un mundo abstracto, cada vez menos concreto. Es concreto en la violencia, en las guerras, pero todo parece distante y abstracto.
Dice que toda vejez es un exilio. Aunque usted todavía es joven como para hablar de “vejez”, ¿dónde está usted exiliado simbólicamente y de qué?
Desde niño soy un exiliado por una situación familiar muy difícil y siempre me he sentido en un exilio, cuando era joven también. Ahora tengo 69 años, no soy un viejo, no soy un joven, pero sí vivo con una sensación de exilio. No de autoexilio, sino de exilio. No me reconozco mucho en mis semejantes, lo cual podría parece una vanidad pero no es así, procede de la extrañeza de ver cómo somos capaces de reaccionar los seres humanos.
Usted dirige los Encuentros de Pamplona, que celebran próximamente su segunda edición desde que los recuperó hace dos años como homenaje a los célebres encuentros de 1972. ¿Qué expectativas tiene sobre esta nueva edición?
La verdad es que estoy sorprendido por la aceptación tan grande que tienen los encuentros. El primer día que se pusieron a disposición del público, se retiraron 5.000 invitaciones. Hablamos de Pamplona, aunque es verdad que muchas de esas personas son de Madrid, de Barcelona, de Andalucía o de Galicia. Estoy contento de que se pueda ofrecer esto a una ciudad que culturalmente ha estado varada mucho tiempo. Poder traer a maestros es siempre algo que reconforta.